El Prisionero Y La Reencarnada

Durante la primera semana de clases, todo se desarrolló casi del mismo modo, día tras día.

En las aulas del castillo del sur, Ginger Evenhart destacaba con naturalidad. Respondía antes que nadie, entendía los balances del reino, proponía mejoras en la administración de recursos y rutas comerciales. Sus maestros comenzaron a mirarla con una mezcla de orgullo y desconcierto.

—Tiene una mente excepcional, mi lady —le dijeron más de una vez—. Debería pensar en servir al reino algún día.

Ginger inclinaba la cabeza con modestia, pero por dentro solo pensaba en el tiempo.

[¿Cuánto falta para el descanso? ¿Cuánto antes de poder bajar otra vez?]

Cuando tenía la oportunidad, se escabullía por los pasillos laterales, siempre con el paso medido, el rostro tranquilo, como si no tuviera prisa alguna. El guardia ya no hacía preguntas. Tomaba las monedas, abría la puerta y miraba hacia otro lado.

En el calabozo, el aire era siempre el mismo.. frío, húmedo, cargado de resignación.

Alban la oía llegar antes de verla.

Levantaba la cabeza con lentitud, los ojos aún duros, vigilantes. No le hablaba. No le agradecía. Cuando ella se acercaba, gruñía en advertencia, como un animal que no ha olvidado el daño recibido.

Ginger nunca retrocedía.

Se sentaba frente a él, sacaba el alimento, lo partía con cuidado y se lo ofrecía. Si él giraba el rostro, esperaba. Si gruñía, bajaba un poco la mano, sin retirarla del todo.

Al final, siempre comía.

Ella limpiaba sus heridas en silencio, cambiaba los vendajes, aplicaba el ungüento con paciencia infinita. A veces sus dedos rozaban la piel caliente bajo la suciedad y las cicatrices. Alban se tensaba, respiraba con dificultad, pero no la apartaba.

No confiaba.

No perdonaba.

Pero tampoco rechazaba la ayuda.

Los días pasaron así.

Ginger comenzó a notar pequeños cambios.

Las heridas ya no sangraban.

Su respiración era menos irregular.

Su mirada, aunque aún dura, ya no estaba vacía.

Una tarde, mientras ella le ofrecía agua, Alban murmuró algo apenas audible. No una palabra completa. No una conversación. Solo un sonido que no era un gruñido.

Ginger se quedó inmóvil, conteniendo la respiración.

Él no repitió nada.

Pero por primera vez, cuando ella se levantó para irse, Alban no le dio la espalda.

Y eso, en el silencio del calabozo, fue una victoria inmensa.

Sin embargo, al día siguiente, algo era distinto.

Ginger lo supo incluso antes de acercarse del todo.

Alban estaba sentado contra la pared, la cabeza baja. Cuando alzó el rostro, el corazón de Ginger se encogió.. tenía el labio roto, hinchado, y sangre seca marcándole la comisura de la boca. Uno de sus pómulos comenzaba a tornarse violáceo.

—¿Qué pasó? —preguntó en un susurro.

Alban no respondió.

Apartó la mirada, los dedos cerrándose con fuerza alrededor de la cadena. No gruñó esta vez. No protestó. Ese silencio dolía más que cualquier rechazo.

Ginger no insistió.

Se arrodilló frente a él y, con manos aún más cuidadosas que de costumbre, limpió la sangre con un paño húmedo. Aplicó el ungüento despacio, casi con reverencia. Cuando sus dedos rozaron el labio herido, Alban se estremeció apenas, pero no se apartó.

—No tienes que decirme nada.. Pero no voy a dejar que te hagan esto. -

Alban cerró los ojos un segundo, agotado.

Cuando terminó, Ginger se levantó con el pecho ardiendo de rabia contenida. Salió del calabozo sin mirar atrás.

Esta vez, no se fue directamente a las aulas.

Preguntó. Observó. Escuchó conversaciones a medias.

Así descubrió la verdad.. había dos guardias. El que la dejaba entrar.. el sobornado, cansado y discreto.. y otro, más rudo, encargado de “mantener el orden” en los calabozos. Era él quien descargaba su frustración contra los prisioneros. Especialmente contra Alban.

Ginger lo encontró cerca de la salida, apoyado contra un pilar.

—Necesito hablar contigo —dijo sin rodeos.

El guardia la miró con burla.

—¿Conmigo, mi lady?

Ginger sacó la bolsa y la abrió apenas lo suficiente para que el brillo del oro hablara por ella.

—Al prisionero Alban Mortis No lo vuelvas a tocar -

El guardia soltó una carcajada.

—¿Y por qué habría de obedecer a una niña noble?

Ginger no respondió con palabras.

Dejó caer las monedas una a una en su mano. Oro pesado. Real. Más del que había visto junto en meses.

El guardia dejó de reír.

—No quiero saber nada. Solo quiero que siga con vida… y entero.-

El hombre dudó un instante. Luego cerró los dedos alrededor del oro.

—No será problema, mi lady.. No volveré a ponerle una mano encima.-

Ginger sostuvo su mirada unos segundos más, asegurándose de que entendiera que no era una petición.

Luego se dio la vuelta.

Al día siguiente, cuando Ginger volvió a descender a los calabozos, lo notó de inmediato. Alban estaba en la misma posición de siempre, encadenado a la pared, pero algo no había heridas nuevas. Su rostro seguía marcado por cicatrices antiguas, el labio aún sensible, pero no había sangre fresca ni golpes recientes.

Ginger exhaló lentamente, como si recién entonces se permitiera respirar.

No dijo nada. No quiso celebrar en voz alta algo que aún podía romperse.

Se sentó frente a él y continuó con la rutina que ya se había vuelto casi sagrada. Le dio de comer con calma, le ofreció agua, revisó las vendas. Cuando terminó, sacó del bolso una porción extra de alimentos, envuelta con cuidado.

—Esto es para el fin de semana —explicó en voz baja—. No podré venir.

Alban levantó la mirada apenas, atento.

Ginger dejó también un frasco de ungüento y un trozo de tela limpia.

—Recuerda primero limpia las heridas con agua. Luego aplica esto -

Hizo una breve pausa, consciente de lo extraño que debía parecer.. una noble instruyendo a un prisionero sobre cómo cuidarse.

—Y no arranques las costras —dijo—. Sé que pican, pero necesitan tiempo.

Alban la observó en silencio.

No habló.

No agradeció.

No gruñó.

Pero cuando ella se levantó, él extendió la mano con dificultad y tomó el frasco. Sus dedos lo rodearon con cuidado, como si fuera algo frágil, valioso.

Ginger se detuvo un segundo.

—Volveré.. —dijo—. Aguanta.

Alban no respondió.

Sin embargo, cuando ella se alejó, escuchó el sonido suave del corcho al destaparse.

Y supo que, aunque no dijera una sola palabra, él estaba escuchando.

Arriba, en el castillo del sur, Ginger retomó sus clases como si nada ocurriera. Tomó apuntes, resolvió ejercicios, participó en debates. Para todos, era una joven brillante y aplicada.

Solo ella sabía que, bajo sus pies, en la oscuridad húmeda del calabozo, alguien estaba aprendiendo a sobrevivir.