En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 04: “Ausencia"
El comedor de la mansión parecía preparado para una velada de ensueño. Las velas altas titilaban sobre la mesa de roble, arrancando destellos en la porcelana fina y en las copas de cristal tallado. El aroma de la carne asada y el pan recién horneado se mezclaba con el perfume sutil de las flores que Wilfred había colocado en el centro, componiendo un cuadro digno de un aniversario perfecto. Todo estaba tal como Cedric lo había ordenado. Todo… excepto Cedric.
Ariadne esperaba sentada en el extremo de la mesa, rígida en su silla, con la espalda erguida y las manos entrelazadas sobre el mantel. Vestía su mejor traje azul noche, que realzaba la suavidad de su piel, y un delicado broche de plata sujetaba el recogido de su cabello, en el que había invertido horas de esmero. Había pintado sus labios con un leve brillo y aplicado rubor con precisión, intentando atrapar una belleza serena que ahora se sentía frágil, suspendida en el aire como una pompa a punto de estallar.
Su mirada se desvió por tercera vez hacia la puerta.
¿Por qué Cedric no llegaba?
Wilfred, siempre atento y discreto, se acercó con pasos firmes. El mayordomo la observó unos segundos, con la preocupación contenida de quien ha visto demasiadas noches felices convertirse en recuerdos amargos.
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó en voz baja.
Ariadne parpadeó, rompiendo el silencio.
—Sí… solo… no entiendo por qué se demora tanto —respondió, forzando una calma que no sentía.
—El señor Cedric es… distraído a veces. No debe preocuparse. Estoy seguro de que llegará en cualquier momento —dijo Wilfred, con una sonrisa casi paternal.
Pero en el pecho de Ariadne había algo más que impaciencia. Era una punzada de ansiedad, un presentimiento que no podía nombrar.
—¿Y si le pasó algo, Wilfred? —susurró, con la voz teñida de inquietud.
—No lo creo, mi señora. El señor sabe cuidarse muy bien —respondió con seguridad, intentando tranquilizarla.
Fue entonces cuando Eleonor apareció en el umbral, cargando un candelabro que apenas necesitaba, como si solo buscara excusa para estar allí. Tenía unos treinta años, el rostro dulce aunque sin la gracia etérea de Ariadne, y el cabello castaño recogido en un moño práctico. Sus ojos, sin embargo, brillaban con un veneno disfrazado de picardía.
—¿Todavía esperando, señora? —preguntó Eleonor, apoyándose en el marco de la puerta y ladeando la cabeza con un brillo burlón en los ojos—. Seguro el señor Cedric encontró algo más interesante que jugar a la parejita con una simple criada.
Wilfred se irguió de inmediato, frunciendo el ceño.
—Eleonor… mide tus palabras —dijo con severidad, su tono seco como un latigazo.
Ariadne se quedó inmóvil, sintiendo cómo el calor de las velas le subía al rostro. Sus dedos se aferraron al mantel, blancos por la tensión.
—Retírate, Eleonor —dijo finalmente, con una voz suave que temblaba como un cristal a punto de quebrarse.
La criada no se movió. Dio un paso hacia adentro, lenta, como si el salón le perteneciera.
—Parece que a mi señora no le gusta escuchar la verdad… —murmuró, con ese tono venenoso disfrazado de dulzura—. Me pregunto cuánto tardará en romperse esa carita de muñeca cuando vea que su esposo prefiere cualquier otra cosa antes que estar aquí.
—¡Cállate! —estalló Ariadne, la voz quebrada, los ojos brillando de rabia y de lágrimas contenidas—. Él… sí va a venir. Tú no lo conoces como yo.
Eleonor rió, una risa baja y cruel, y comenzó a caminar hacia la mesa con pasos medidos.
—¿No lo conozco? Oh, créame, lo conozco mucho mejor de lo que usted imagina. ¿Quiere que le cuente cómo llegué a ser la criada principal? —susurró, inclinándose un poco hacia ella—. Tal vez su esposo ya se lo explicó… o tal vez prefirió callar ciertos… detalles.
Wilfred dio un paso adelante, interponiéndose como un muro.
—¡Basta ya, Eleonor! —tronó, con una autoridad que pocas veces mostraba—. Estás cruzando una línea peligrosa.
La criada ladeó la cabeza hacia él, pero no retrocedió.
—¿Peligrosa para quién? —preguntó con una sonrisa ladeada—. ¿Para mí, que solo digo la verdad, o para ella, que se sienta aquí todas las noches creyendo que es la reina de un hombre que nunca está?
Ariadne sintió cómo un nudo de vergüenza y rabia le subía por la garganta.
—¡No, no puedes hablarme así! —dijo, poniéndose de pie con un movimiento torpe pero decidido—. Esta es mi casa, y te ordeno que te vayas de inmediato.
Eleonor la miró de arriba abajo, con un destello de desprecio apenas contenido.
—¿Su casa? —repitió, casi con sorna—. No me haga reír. Esta mansión siempre ha sido de los Sinclair. Y usted solo… pasó por aquí.
Wilfred alzó la voz, perdiendo por completo la paciencia:
—¡Eleonor! Pide disculpas ahora mismo o juro que hablaré con el señor Cedric para que te despida sin una moneda.
La criada soltó una carcajada seca, que resonó como una bofetada en el comedor.
—¿Cree que no lo he visto antes? —dijo, mirando de reojo a Ariadne—. Las esposas nuevas siempre creen que tienen poder. Pero todas terminan igual: solas, esperando, mientras el señor Sinclair encuentra… distracciones más interesantes.
Ariadne dio un paso atrás, como si las palabras fueran un golpe físico. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero se negó a derramarlas frente a ella.
—Eres... una vil mujer —murmuró, con la voz quebrada.
Eleonor sonrió con un veneno dulce.
—Y usted es una ilusa.
Entonces, inclinó apenas la cabeza en una falsa reverencia, un gesto que era una burla evidente, y salió del comedor sin prisa, dejando tras de sí un silencio denso, cargado de humillación y rabia contenida.
Ariadne permaneció de pie, respirando con dificultad. La mesa perfecta, la vajilla reluciente, la carne enfriándose bajo la luz temblorosa de las velas… todo parecía un escenario vacío.
Con la mirada clavada en la puerta por donde Eleonor había desaparecido. El eco de sus palabras aún flotaba en el aire, venenoso, y el latido en sus sienes retumbaba con una fuerza casi dolorosa. Por un instante, no supo si quería llorar, gritar o levantarse y huir de aquel comedor que parecía haberse convertido en una celda brillante. La luz de las velas, antes cálida, ahora parecía desnudarla, iluminando su soledad como si todo el salón fuera un escenario donde solo ella actuaba, sin público ni aplausos.
Respiró hondo, despacio, intentando recomponer la máscara de serenidad que tanto le costaba sostener. Se sentó de nuevo, erguida, con los hombros tensos, como si la rigidez pudiera mantenerla entera. La mesa, impecable y majestuosa, se convirtió en su enemiga: la carne asada enfriándose sobre bandejas de plata, el pan que se endurecía poco a poco, el vino inmóvil en las copas, reflejando la luz de las velas como dos ojos que la observaban. Todo parecía burlarse de ella, de su espera, de su ilusión.
El reloj de pared marcó la hora con un solo campanazo.
Uno.
Largo. Solitario.
Ariadne levantó la vista hacia la puerta por cuarta vez. Nada. Solo el silencio que, por momentos, parecía respirar con ella. Apretó los labios hasta sentirlos arder. Tomó el tenedor con dedos helados y probó un pequeño trozo de carne. Estaba tibia, insípida, ajena. Masticar se convirtió en un esfuerzo imposible, el nudo en su garganta era demasiado grande para dejar pasar cualquier bocado.
Una ráfaga de viento golpeó los ventanales, haciendo vibrar los cristales, y el sonido pareció un lamento. Ariadne se imaginó a Cedric caminando por las calles empedradas, con el abrigo cerrado hasta el cuello, quizás riendo con alguien más… quizás sin recordar que ella lo esperaba aquí, vestida con su mejor seda, con el corazón tendido sobre la mesa como otra ofrenda olvidada.
Las lágrimas le nublaron la vista, brillando al compás de las velas, pero se negó a dejarlas caer.
No.
No le daría ese triunfo a Eleonor. Ni a nadie.
Enderezó la espalda con una dignidad que le quemaba por dentro y llevó la copa de vino a los labios. El líquido cálido bajó lento por su garganta, pero fue inútil: el frío que tenía en el pecho no se iría con un sorbo. La mansión entera parecía un mausoleo, demasiado grande, demasiado silenciosa. Solo el crujir del fuego y el tictac del reloj acompañaban su humillación.
La noche avanzaba y las velas se consumían, inclinándose como si compartieran su cansancio. Ariadne siguió sentada, inmóvil, viendo cómo la cena que había soñado perfecta se transformaba, minuto a minuto, en un recuerdo que la perseguiría siempre: la noche en que celebró sola su aniversario, con la soledad como único invitado.
Mientras tanto, en la otra punta del pueblo, Cedric avanzaba tambaleante por un sendero fangoso, con el viento frío cortándole las mejillas y el sabor agrio del vino aún ardiéndole en la lengua. La noche olía a tierra mojada y a hojas podridas, y cada ráfaga de viento le traía un escalofrío que ni el alcohol podía espantar. Sus botas chapoteaban en los charcos que reflejaban la luna como fragmentos rotos de un espejo, y la bruma del campo parecía enredársele en las piernas, como si quisiera sujetarlo y devolverlo a casa.
A lo lejos, recortada contra el cielo nublado, se alzaba la silueta de la casa abandonada que Aurora le había señalado. Cuanto más se acercaba, más irreal parecía. La vivienda era un jirón de pesadilla: el tejado hundido en varios tramos, las ventanas negras como cuencas vacías y las enredaderas secas trepando por los muros de piedra como venas petrificadas. La chimenea estaba rota, torcida hacia un lado, como si la casa hubiera intentado gritar antes de morir.
Cedric tragó saliva y subió los escalones carcomidos del porche. La madera se quejó bajo su peso, larga y aguda, como si la casa advirtiera su presencia. La puerta principal colgaba torcida, sujeta apenas por una bisagra oxidada que emitió un gemido metálico cuando él la empujó. Al abrirla, un aliento rancio lo golpeó: humedad, madera podrida y un fondo lejano a moho y polvo viejo, ese olor a tiempo detenido que solo tienen los lugares donde nada vive desde hace años.
Entró.
El eco de sus pasos fue lo único que respondió.
El vestíbulo estaba vacío, salvo por algunas tablas flojas y un rastro de hojas secas que el viento había ido empujando hacia adentro. El aire era frío y denso, y cada sombra parecía observarlo desde los rincones. Una corriente de aire se colaba por las grietas de las paredes, produciendo silbidos que se confundían con murmullos apagados. Cedric sintió un escalofrío en la nuca; por un momento juró que alguien lo seguía con la mirada.
Avanzó por los pasillos desiertos. No había ni un mueble, ni un retrato, ni rastro alguno de vida. Solo paredes desconchadas y el suelo cubierto de polvo. Cada paso levantaba pequeñas nubes que flotaban como fantasmas diminutos en la penumbra. La sensación de vacío era tan absoluta que casi podía oír su propio corazón rebotando contra las paredes desnudas.
Entonces, un sonido lo sacó de su aturdimiento.
Un crujido distinto, justo bajo su pie.
Se agachó, conteniendo la respiración. Palpó las tablas con cuidado. Una de ellas sonó hueca al golpearla con los nudillos. Su pulso se aceleró; el vino ya no era suficiente para adormecerlo. Cedric respiró hondo, alzó el puño y golpeó. La madera astillada cedió con un crujido seco, dejando ver un hueco oscuro. Entre el polvo y las telarañas, algo brilló.
Un collar.
Una cadena de plata ennegrecida por el tiempo, rematada con una gema roja que parecía arder desde dentro, como si contuviera una chispa de fuego líquido atrapada en el cristal.
Cedric lo tomó con manos temblorosas. En el instante en que sus dedos rozaron la piedra, un dolor fulminante le atravesó la cabeza, tan intenso que soltó un grito desgarrado. Se llevó las manos a las sienes mientras caía de rodillas.
No fueron imágenes claras, sino ráfagas que lo arrastraron sin piedad.
Primero, un destello dorado: una sala de mármol, un rey inclinándose ante Aurora con un anillo en la mano. Ella lo miraba con esa sonrisa altiva que podía quebrar voluntades, y Cedric sintió que estaba allí, en medio de la corte, oyendo el murmullo expectante de los nobles.
Un parpadeo, y el mundo giró. Aurora reía, girando entre los brazos de un hombre. La música de un salón lleno de luces se apagaba a su alrededor, mientras el beso que se daban se le clavaba a Cedric en el pecho como una hoja helada. Por un instante, creyó sentir el roce de esos labios que no eran suyos, el perfume que no lo pertenecía.
Otra sacudida.
Piedra húmeda bajo sus pies. Aurora corría por un pasillo estrecho, su respiración agitada resonando contra los muros. Cedric podía sentir su miedo, ese pánico que lo hizo girar la cabeza hacia una sombra que nunca alcanzó a ver. Algo la seguía, algo que olía a peligro y a muerte.
El último recuerdo fue un latigazo de dolor: Aurora cayendo de rodillas, llevándose una mano a la boca. La sangre manchaba sus dedos delicados, y la tos sacudía su cuerpo con violencia. Cedric sintió cómo esa misma desesperación le oprimía los pulmones, como si la enfermedad le atravesara el pecho a él también.
Entonces todo terminó.
El silencio lo golpeó con la misma fuerza que el recuerdo, dejándolo jadeando en el suelo, con el corazón acelerado y la gema roja latiendo en su mano como un corazón ajeno.
—¿Qué… qué fue eso? —susurró, aturdido, con la voz rota.
El recuerdo del hombre que besaba a Aurora se le clavó como un veneno. No sabía quién era, pero su silueta lo persiguió al cerrar los ojos. La imagen de Aurora en otros brazos lo llenó de un desconcierto que rozaba los celos.
—¿Quién eres…? —murmuró, mirando la gema que ahora parecía latir.
El silencio regresó, más pesado que nunca. La casa parecía haberse dado cuenta de su presencia. Y en el aire flotaba una sensación inquietante, como si algo… o alguien… acabara de despertarse.
Cedric se apoyó contra la pared húmeda, la frente pegada a la piedra fría. La respiración le salía entrecortada, y cada latido le golpeaba la sien con violencia. La gema roja ardía en su palma; parecía latir. Temió que la piel se le abrasara, así que la escondió en el bolsillo interior del abrigo, como si al apartarla del tacto pudiera acallar el vértigo que le sacudía la cabeza.
Cruzó la puerta de un empujón y salió a la noche. La lluvia había ganado fuerza y lo recibió de lleno, empapándolo en segundos. Las gotas rebotaban en su cara con tal fuerza que le dolían, y el agua le corría por la nuca, helándole la espalda. Avanzó por el sendero fangoso, con los pies hundiéndose en la tierra blanda, mientras el viento le arrancaba jirones de aliento.
Cada árbol del camino parecía moverse. Las ramas dobladas azotaban el aire, y los arbustos se agitaban con un rumor que imitaba pasos. Un relámpago iluminó la casa que quedaba atrás: las ventanas vacías parecían seguirlo. Cedric no se detuvo. La gema en su bolsillo pesaba más que cualquier piedra, y con cada paso la sentía palpitar.
Atravesó el bosque tambaleándose, tropezando con raíces que no veía bajo el barro. El agua le chorreaba por el cabello, le pegaba la ropa al cuerpo, y el mundo se redujo a su respiración agitada y el chapoteo de las botas. Las imágenes que la piedra le había mostrado se repetían sin orden en su cabeza: Aurora girando entre los brazos de otro hombre, su huida por pasillos de piedra, el rojo de la sangre en sus labios. Apretó los dientes; la visión del beso lo quemaba más que la lluvia.
El sendero se abrió de repente hacia el pueblo. Las farolas apenas lograban perforar la cortina de agua, luces amarillentas deformadas por el agua que le corría por los ojos. Las casas parecían dormidas, ajenas a su huida. Siguió avanzando sin mirar atrás, mientras la mansión, oscura entre los árboles, emergía al fondo como una sombra inmóvil. Cada paso hacia ella se sentía más pesado.
El portón de hierro emergió entre la cortina de lluvia como un espectro familiar, torcido y ennegrecido por los años. Cedric empujó con el hombro, y el chirrido de las bisagras se perdió en el rugido del aguacero. El sendero de grava, que de día siempre le había parecido tan pulcro, era ahora un torrente de barro y agua oscura. Cada paso levantaba salpicaduras que le empapaban los pantalones, mientras el viento le empujaba de lado, decidido a devolverlo al pueblo.
La mansión se alzaba sobre él, inmóvil, con su techo negro contra el cielo cargado de nubes. Ninguna luz brillaba en las ventanas del piso superior; solo un débil resplandor anaranjado escapaba por los ventanales del comedor. Reflejado en los charcos, parecía un faro cálido… y a la vez distante, como si perteneciera a la vida de otro hombre.
Cedric se detuvo al pie de las escaleras de piedra. El agua le corría por el rostro, fría y pegajosa, mientras la respiración le salía entrecortada. No era cansancio, ni miedo. Era algo distinto: la sensación de estar a mitad de un sueño del que no deseaba despertar. La gema roja ardía en el bolsillo interior de su abrigo, tibia y vibrante, como si lo llamara a otro mundo. Aurora parecía acompañarlo aún, flotando entre la lluvia y el relámpago.
Subió los escalones con pasos lentos, escuchando el eco hueco de sus botas chapoteando sobre la piedra mojada. En el vidrio de la puerta vio su reflejo: un hombre empapado, con los ojos enrojecidos, el cabello pegado al rostro. No parecía un esposo que regresaba; parecía alguien que traía la noche consigo.
Giró el picaporte y entró.
El calor del interior lo envolvió de golpe, casi doloroso tras el frío de la tormenta. La luz de las velas titilaba en el comedor, reflejada en la plata y el cristal. El aroma de la carne asada y el pan flotaba aún en el aire, pero para él no significaba nada. Era otro mundo.
Ariadne estaba sentada en las escaleras del vestíbulo.
Al verlo, se puso de pie lentamente.
Cedric la observó en silencio. No hubo culpa en su mirada, ni disculpa. Solo el cansancio tibio del vino, la lluvia escurriendo por su abrigo, y el brillo secreto de la gema en su bolsillo.
Las gotas que caían de su ropa golpeaban el suelo con un ritmo lento y persistente. Entre cada gota, Ariadne respiraba agitada, esperando unas palabras que no llegaban.
Las gotas que caían de su abrigo empapado golpeaban el suelo de mármol con un compás irregular, marcando cada segundo de silencio. Entre cada golpe, Ariadne respiraba entrecortada, los labios temblando, como si temiera que cualquier palabra pudiera romperla por completo.
Cedric avanzó tambaleante hasta quedar frente a ella. La luz temblorosa de las velas le dibujó la figura de una mujer que había esperado demasiado: ojos hinchados, el maquillaje deshecho en los bordes, el vestido azul impecable aferrado a un cuerpo rígido de tensión. Parecía una estatua frágil en medio de un mausoleo.
Ella dio un paso hacia él, con los brazos ligeramente extendidos, mezcla de alivio y rabia.
—Cedric… —su voz fue un hilo quebrado, ahogado en lágrimas—. Pensé que te había pasado algo… he estado aquí… toda la noche.
Al acercarse, el olor acre del vino le golpeó el rostro. Sus labios temblaron; el alivio se transformó en reproche.
—¿Estuviste… bebiendo? —preguntó, la voz cargada de llanto contenido—. ¿Fue por eso que no viniste… a nuestra cena?
Cedric apartó la mirada hacia la escalera como si ella fuera un mueble más. Intentó pasar de largo, pero Ariadne, desesperada, le sujetó el brazo con ambas manos.
—¡Cedric, mírame! —su grito resonó en el vestíbulo vacío, lleno de ecos—. ¡Respóndeme!
Él giró la cabeza despacio, los ojos enrojecidos por el alcohol y la lluvia, y con un movimiento brusco se soltó de su agarre.
—Suéltame.
Ariadne dio un paso atrás, ahogada en lágrimas. Pero sus palabras salieron entrecortadas, cargadas de un miedo más profundo que la ira.
—Si… si tienes a otra… —su voz se quebró del todo—. Dímelo. Solo dímelo y… me iré. Te dejaré vivir tu vida en paz…
Cedric se detuvo en seco. La ira encendida por la ebriedad lo arrastró de nuevo hacia ella en dos zancadas. Sus dedos, fríos y húmedos, le sujetaron el rostro con una fuerza que la hizo gemir.
—¿Y a ti qué demonios te importa si tengo a otra? —escupió, con un tono en el que la crueldad parecía tan natural como respirar—. Tú… solo eres una máscara. Una fachada. Para que mi abuelo no me quite el dinero.
Ariadne lo miró sin entender, con las lágrimas empañándole la visión.
— Eso no es verdad... —murmuró, casi inaudible.
—No eres nada para mí. —Las palabras salieron como un golpe seco—. Nunca lo fuiste.
La soltó de golpe, con un empujón que la hizo tropezar hacia atrás. Sus manos se aferraron al barandal para no caer. El chasquido de sus tacones contra la piedra resonó en la sala como un disparo. Las llamas de las velas vacilaron con la corriente de aire levantada por el movimiento, proyectando sombras que parecían burlarse de ella.
El vestíbulo quedó en un silencio tenso, roto solo por los sollozos de Ariadne. Se cubrió el rostro con ambas manos mientras su cuerpo temblaba, como si el propio aire le pesara. Cedric la observó un segundo, los ojos turbios, incapaz de sentir nada que se pareciera a compasión. Luego giró sin decir palabra y subió las escaleras.
Cada pisada mojada dejó huellas oscuras en la alfombra, marcando su retirada como una serie de heridas. Ariadne permaneció abajo, sola, con los hombros sacudidos por un llanto mudo, mientras la mansión crujía a su alrededor como si hubiera presenciado un crimen sin sangre.
El amanecer se filtraba gris y húmedo entre las cortinas pesadas del dormitorio, con una luz apagada que parecía no querer tocar nada. Cedric abrió los ojos con un dolor punzante, como si su cabeza estuviera llena de martillos golpeando al compás de su corazón. La boca le sabía a vino rancio y a metal.
Se quedó tumbado unos segundos, respirando despacio, intentando recordar la noche anterior. Nada claro. Solo fragmentos sueltos: lluvia, frío, un portazo… un llanto. No sabía si era real o un sueño.
Con un quejido, se incorporó y dejó que los pies tocaran el suelo helado. El silencio de la habitación era extraño, opresivo; ni siquiera los pájaros parecían querer cantar en aquella casa. Cedric estiró el brazo, agarró el jarrón de agua que descansaba sobre la mesa de noche y bebió con avidez, dejando que el líquido frío le raspase la garganta seca.
Tardó unos minutos en reunir fuerzas para ponerse de pie, cambiarse la ropa empapada de la noche anterior y bajar por las escaleras. Cada peldaño crujía bajo su peso, y la casa entera parecía observarlo en silencio, como si guardara rencor.
En el vestíbulo lo esperaba Wilfred, erguido como siempre, pero con el rostro tensado. Ni un saludo cálido, ni un atisbo de su habitual compostura servicial; solo una seriedad que cortaba el aire.
—Buenos días, Wilfred —dijo Cedric, intentando disimular el mareo y la voz pastosa, como si nada hubiera pasado.
El mayordomo apenas inclinó la cabeza, sin mirarlo a los ojos.
—Señor Cedric.
Cedric notó el filo en ese tono, pero decidió ignorarlo y se dirigió al comedor. Esperaba encontrar la rutina de siempre: el aroma de pan recién horneado, el ruido de la vajilla, la presencia de Ariadne en la cabecera, esperándolo.
Nada de eso estaba allí.
La mesa estaba puesta, el mantel impecable, el desayuno intacto… pero el aire se sentía hueco. No había risas, ni palabras suaves, ni la mirada atenta de Ariadne.
El vacío le atravesó el pecho. Aquella chica siempre estaba ahí. Siempre.
Confundido, Cedric regresó al vestíbulo.
—Wilfred… ¿sabes dónde está Ariadne? —preguntó, sin entender—. No está en el comedor… ¿ya desayunó?
Wilfred alzó la mirada, y en sus ojos había una dureza que rara vez mostraba.
—¿Después de lo que pasó anoche, de verdad me pregunta por qué no está?
Un escalofrío recorrió a Cedric.
—¿Qué… qué pasó anoche? —murmuró, con una voz casi infantil—. No recuerdo… Bebí demasiado.
Wilfred apretó la mandíbula antes de hablar.
—No vino a la cena de aniversario, señor. La señorita Ariadne lo esperó toda la noche… —hizo una pausa, y cada palabra cayó como plomo—. Usted regresó borracho, la hizo llorar… y le dijo que no era nada para usted. Que solo era una fachada para su abuelo.
El recuerdo lo golpeó como una ola helada: fragmentos de gritos, su mano apartando el brazo de Ariadne, el llanto ahogado, la mirada rota de ella.
—Mierda… —susurró, llevándose las manos al cabello—. ¿Yo… dije eso?
—Lo dijo, señor —respondió Wilfred, firme—. Y la señorita Ariadne se marchó antes del amanecer. Se llevó sus cosas.
Cedric sintió que el estómago se le encogía, un vacío más brutal que cualquier resaca. Apoyó una mano en la pared, respirando entrecortado.
—¿Cómo… cómo pude hacerle eso…?
El mayordomo lo observó con un destello de tristeza que no ocultaba el reproche.
—Era una buena chica. No merecía eso.
Sin esperar respuesta, Cedric giró sobre sus talones y corrió hacia la puerta. Cada paso resonaba en el piso silencioso. Su corazón latía como un tambor, pero ya no era por el vino ni la ira: era puro miedo, culpa y desesperación.
Sabía adónde ir.
Si Ariadne se había marchado, solo podía estar en un lugar: la casa de sus padres.
Cedric llegó a la casa jadeando, con la respiración ardida por la carrera y la resaca aún zumbándole en la cabeza. La vivienda de los padres de Ariadne estaba al borde del pueblo, una construcción sobria de piedra con el jardín embarrado por la lluvia nocturna. Subió los escalones de la entrada sin pensar, y golpeó la puerta con el puño varias veces, casi con desesperación.
Tardó unos segundos que parecieron eternos antes de que la puerta se abriera.
Apareció el padre de Ariadne, un hombre alto y ancho de hombros, de rostro curtido y arrugas marcadas en la frente. Su presencia llenaba el marco de la puerta. Al ver a Cedric, su expresión se transformó en una furia contenida que casi estallaba.
—Tú… —su voz era un gruñido bajo, ronco de ira—. ¿Tienes el descaro de aparecer aquí?
Cedric levantó las manos en un gesto casi instintivo, como si tratara de calmar a un toro enfurecido.
—Señor… yo… yo solo quiero hablar con Ariadne… —balbuceó, con la respiración entrecortada—. Solo… solo necesito verla.
El padre dio un paso al frente y su sombra lo cubrió por completo.
—¡Hablar! —escupió la palabra como si le quemara la lengua—. Después de lo que le hiciste a mi hija, ¡todavía te atreves a venir a mi casa a decir que quieres hablar! —levantó un puño, y Cedric sintió que el corazón se le hundía en el estómago.
En ese instante, apareció la madre de Ariadne desde el pasillo, con un chal sobre los hombros y el rostro pálido de preocupación. Se interpuso entre ambos, posando una mano firme sobre el brazo de su marido.
—¡Basta, Richard! —dijo, con un tono que no admitía discusión—. No aquí. No así.
El hombre respiraba con fuerza, la mandíbula apretada, pero bajó el puño lentamente, sin apartar la mirada asesina de Cedric.
La madre de Ariadne lo miró entonces a él, con ojos llenos de reproche y decepción.
—¿Qué buscas, Cedric? —preguntó, y su voz fue más fría que cualquier grito—. ¿No fue suficiente con humillarla?
Cedric tragó saliva y sintió que las palabras se le atragantaban, pero logró hablar, casi suplicando:
—No… no fue mi intención… —dio un paso hacia la puerta, sin atreverse a entrar—. Solo… solo quiero verla. Solo quiero pedirle perdón… decirle que… que no quise… —su voz se quebró, incapaz de sostener la frase—. Por favor… déjeme hablar con ella. Una sola vez.
La madre de Ariadne lo observó en silencio unos segundos que se le hicieron eternos. La lluvia de la noche anterior había dejado el aire húmedo, y Cedric sentía que cada gota que caía del alero de la casa golpeaba su conciencia.
Al final, la mujer suspiró hondo.
—Está bien… pasa.
Cedric cruzó el umbral despacio, con la cabeza ligeramente baja. La calidez modesta de la casa lo envolvió al instante, pero en lugar de consuelo solo sintió una oleada de vergüenza. Sus botas mojadas mancharon el suelo pulido, y le dio la impresión de que cada paso profanaba un lugar donde él no pertenecía.
El padre de Ariadne lo siguió con la mirada, rígido, sin apartarse del marco de la puerta, mientras Cedric avanzaba torpemente hacia la sala.
Cedric permaneció de pie en la sala modesta, con las manos inquietas y la vergüenza clavándole espinas en la nuca. El corazón le golpeaba con tanta fuerza que sentía que lo iban a escuchar. Frente a él, Ariadne estaba sentada en una silla junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el regazo. Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos, la piel bajo ellos ligeramente amoratada por el llanto que había consumido toda la noche. No lo miraba directamente; parecía debatirse entre la rabia y el dolor.
Cedric dio un paso adelante, tragando saliva.
—Ariadne… yo… —su voz se quebró de inmediato, y se odió por lo débil que sonaba—. Perdóname… Por favor… Yo estaba borracho. No… no sabía lo que decía.
Ella levantó lentamente la cabeza. Sus labios temblaban, pero la mirada era dura como el hielo.
—Sí sabías —dijo al fin, con un hilo de voz que dolía más que un grito—. Solo que el vino te quitó la máscara.
Cedric sintió que esas palabras le cortaban el aire. Dio unos pasos vacilantes y, en un impulso desesperado, cayó de rodillas frente a ella. El suelo frío le atravesó el pantalón, pero no le importó. Sacó del bolsillo el pequeño collar que había guardado para ella, aquel que había imaginado colocándole en la cena que nunca llegó a existir.
—Mira… esto era para ti —balbuceó Cedric, extendiendo el collar como si aquel pequeño objeto pudiera sostener el peso de todo lo que había roto—. Solo quería verte sonreír… Nunca quise hacerte daño… No lo sentía… lo juro…
El sonido de la bofetada atravesó la sala como un trueno en un cielo despejado. La cabeza de Cedric giró con el golpe, y un calor ardiente le subió a la mejilla. Quedó quieto, sin atreverse a parpadear, mientras Ariadne temblaba con el brazo todavía en alto.
—¡No te atrevas a decir que no lo sentías! —gritó, y su voz, rota, llevaba la fuerza de todas las lágrimas que se había tragado en silencio—. Me humillaste. Me usaste. Me hiciste sentir… que no valía nada. ¡Y luego me arrojaste como si no existiera!
Se levantó de un salto, el pecho agitado, con el collar apretado en los dedos. La rabia y la tristeza la hicieron caminar hacia la puerta casi sin verla, guiada solo por la necesidad de echarlo de su mundo. Cedric intentó ponerse de pie, con la mano extendida, pero la culpa lo mantenía clavado en el suelo.
Ariadne abrió la puerta de golpe. El viento frío de la mañana se coló en la casa, y sin mirarlo, lanzó el collar hacia la calle. El tintineo del metal sobre la piedra fue seco, breve… pero sonó como una sentencia definitiva.
—No vuelvas nunca más —dijo, con la voz temblorosa y ahogada por el llanto—. No quiero volver a verte.
Cedric permaneció de rodillas, vacío, sintiendo que su corazón no le pertenecía ya. Entonces sintió un peso sobre el hombro, fuerte y duro. Levantó la vista y se encontró con los ojos del padre de Ariadne: dos cuchillos de hielo.
—¿No entendiste lo que dijo mi hija? —su voz era baja, pero estaba hecha de pura amenaza.
Cedric apenas tuvo tiempo de balbucear algo antes de que lo levantara de un tirón y lo empujara sin miramientos hacia la puerta. Tropezó, cayó sobre la calle, y el golpe en las rodillas le arrancó un gemido. La puerta se cerró tras él de un portazo que retumbó como un disparo en la mañana gris.
Quedó allí, solo, con el cielo encapotado sobre su cabeza. El aire frío le mordía la piel, y por primera vez en su vida, Cedric sintió el peso absoluto de la soledad. La casa detrás de él estaba cerrada para siempre, y en el empedrado, el collar brillaba mojado por el rocío, como un recuerdo que ya no le pertenecía.