Angela, una psicóloga promesa del país, no sabe nada de su familia biológica y tampoco le interesa saber, terminará trabajando para un hombre que le llevara directo a su pasado enterandose la verdad de su origen...
NovelToon tiene autorización de sonhar para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPITULO 4
¿A quién se le puede ocurrir que yo, precisamente yo, pueda encontrar a un príncipe azul? Y peor aún… ¿en mi trabajo? ¿Con qué tiempo podría siquiera conocer a un chico? Las relaciones son demasiado complicadas. Solo terminaría perdiendo tiempo, energía… y dinero.
Soy psicóloga. Bueno, por ahora apenas soy una practicante en una asociación vinculada a la universidad. La paga no es gran cosa, pero disfruto profundamente mi trabajo. Me gusta especialmente trabajar con niños. Son más transparentes, menos complicados que los adultos, y a veces siento que puedo entenderlos mejor.
—Señorita, tiene un nuevo paciente —dijo una voz firme interrumpiendo mis pensamientos.
—¿Cuál es su caso? —pregunté con desgano, esperando que no fuera otro adulto.
—Es una mujer que perdió a su hijo en un accidente.
—¿Y cuál es el problema específico?
—Se culpa por su muerte. Además, tiene el rostro golpeado… Todo indica que su esposo la maltrata.
Sentí un nudo en el estómago. No porque no quisiera ayudarla, sino porque ya sabía lo que vendría después.
—Tú sabes que no me gusta trabajar con adultos… —dije en voz baja.
—Eso no me importa. Aquí eres una practicante, no tienes derecho a escoger a tus pacientes. Y una cosa más: la señora no viene por voluntad propia.
Suspiré. Me molestaba que me hablaran como si fuera una niña, pero también entendía que en este lugar había reglas.
—Tampoco me regañes… trabajaré con la señora —respondí resignada.
—Haz tu mejor esfuerzo. Sabes que alguien que viene obligada no será fácil de tratar.
—Lo sé. Pero ya verás que lograré crear un vínculo con ella —afirmé con determinación.
Cada paciente que tengo es un nuevo reto, y nunca me rindo. Mi actitud suele ser muy infantil —quizá por eso conecto tan bien con los niños—, pero también tengo una sensibilidad especial para ver más allá de lo que dicen con palabras. Esta vez no será diferente. No importa que ella no quiera venir. Yo estaré ahí.
—¿No cree que es un poco joven para ser psicóloga? —me preguntó con cierta incredulidad en la voz, como si mi edad pudiera invalidar todo lo que soy capaz de hacer.
Fruncí el ceño, molesta. —¿Y qué tiene que ver mi edad con mi profesión? —respondí firme, sin dejar que su comentario me afectara más de lo necesario.
Hubo un silencio incómodo antes de que ella rompiera el hielo con un suspiro cansado.
—A decir verdad, me parece que es usted demasiado mayor para no darse cuenta de que tiene problemas y necesita ayuda.
Me dolieron esas palabras, pero no porque fueran duras, sino porque tocaban una verdad incómoda. —No estoy loca —le aseguré con voz quebrada—. Solo estoy atravesando un dolor profundo, un dolor que cualquier madre sentiría tras perder a un hijo.
Sus ojos no mostraban reproche, sino una mezcla de tristeza y comprensión. —Nadie dijo que esté loca. Todos pasamos por momentos así en algún momento. Pero es importante que siga adelante, por las personas que aún la rodean y que la quieren ver feliz.
Negué con la cabeza, sintiendo que nadie podía realmente entender lo que sentía. —Usted no entiende mi dolor.
Ella me miró con suavidad. —Claro que lo entiendo.
—No, no lo entiende —insistio con fuerza—. ¿Ha perdido usted un hijo?
Negó lentamente. —No.
—Entonces no puede entender mi dolor —susurré, con lágrimas amenazando salir.
Hubo un silencio denso. Finalmente, ella rompió el silencio, su voz temblorosa pero llena de sinceridad. —Quizá no un hijo, pero sí a mi madre. La vi morir frente a mí. Eso también es un dolor inmenso.
Inspiré hondo, intentando calmar la tormenta dentro de mí. —¿Qué puede ser más difícil que ver morir a tu madre sin poder hacer nada para salvarla? —pregunté, con la voz entrecortada—. Vi cómo la sangre de mis padres corría por la calle… ¿Aún me dice que no entiende mi dolor?
Sus ojos se humedecieron. No tenía respuestas, solo un profundo respeto por el sufrimiento que compartíamos, aunque de formas distintas. En ese instante, supe que, aunque nunca podría medir mi dolor, sí estaba dispuesta a acompañarme en él.
—A decir verdad, usted es demasiado mayor para no darse cuenta de que tiene problemas y necesita ayuda —me dijo con un tono serio, pero no exento de cierta preocupación.
Sentí que esas palabras golpeaban directo a un lugar vulnerable en mí. Respondí con firmeza, aunque mi voz temblaba un poco:
—No estoy loca. Solo estoy atravesando un dolor profundo, un dolor que cualquier madre sufriría tras la pérdida de un hijo.
Ella me miró con calma, con esa paciencia que a veces solo un terapeuta puede mostrar:
—Nadie dijo que esté loca. Todos enfrentamos momentos así en la vida. Lo importante es que pueda seguir adelante, por las personas que aún la aman y quieren verla feliz.
Un nudo se formó en mi garganta y casi pude oír el eco de mi propio corazón rompiéndose.
—Usted no entiende mi dolor —le reproché, sin poder ocultar la desesperación.
—Claro que lo entiendo —me respondió con voz suave, pero decidida—.Negué con la cabeza, casi con enojo: —No, no lo entiende. ¿Ha perdido usted un hijo?
—No.
—Entonces no puede entender lo que siento —dije, apretando los puños para no dejar caer las lágrimas.
Ella guardó silencio por un momento, y luego, con una sinceridad que atravesó la habitación, dijo: —Quizá no he perdido un hijo, pero sí a mi madre. La vi morir lentamente, y eso es un dolor que no se puede describir.
Respiré profundo, intentando encontrar fuerzas en mis propias palabras: —¿Qué puede ser más terrible que ver morir a tu madre sin poder hacer nada? Vi la sangre de mis padres correr por la calle, y aún así, ¿me dirá que no entiendo su dolor?
Un silencio pesado llenó el espacio. Finalmente, ella rompió el silencio
—Usted vivió todo ese infierno.
Asentí con lentitud, casi sin fuerzas.
—Sí, pero aquí sigo, de pie, luchando por seguir adelante. Usted también puede hacerlo. Al principio duele tanto que parece insoportable, pero con el tiempo ese dolor se va transformando, se vuelve más llevadero.
Sentí que bajaba la guardia y me permití mostrar mi vulnerabilidad
—Ayúdeme… ya no quiero sentirme así. Mi esposo me golpea, me culpa constantemente por la muerte de nuestro hijo. Así es todo el tiempo. No aguanto esta vida.
Pasamos una hora hablando. Por primera vez, ella se abrió y me contó todo lo que había pasado. Ese era un gran avance: al menos reconocía que necesitaba ayuda profesional.
Mientras la escuchaba, no pude evitar que mi mente viajara al pasado. Lo que más temía era encontrarme con un caso parecido al mío, porque lo que viví de niña fue un trauma profundo.
Después de lo que pasó en mi familia, quedé en shock total. No hablé por más de dos años. No quería ver a ningún niño porque siempre estaban acompañados por sus padres, y yo… no tenía a los míos.
Mi supuesta tía me llevó a un orfanato, porque no quiso hacerse cargo de una niña muda y callada como yo (por lo menos es lo me contaron). Allí conocí a Daniela. Al principio solo fue una linda amistad, pero con el tiempo se convirtió en mi hermana.
Una mujer nos adoptó a las dos, nos dio educación, amor y cuidados… hasta que ella también murió en un accidente. De mis padres biológicos no sé nada.
He visto morir a muchas personas que amaba, y por eso tengo tanto miedo de que algo le pase a Daniela.
Como psicóloga, sé que el camino de la sanación no es lineal, pero también sé que la resiliencia existe, que podemos reconstruirnos aunque las heridas sigan allí. Por eso, a pesar de mi dolor, estoy decidida a ayudar a esa mujer a encontrar su propia fuerza, porque en sus ojos veo reflejado mi propio miedo y mi esperanza.
—¿Cómo te fue con tu paciente? —me preguntó Mirella, la jefa de la asociación, mientras tomábamos un breve descanso. —La vi salir un poco más contenta.
—Bien —respondí, un poco cansada, pero satisfecha—. Al parecer decidió continuar con su terapia por voluntad propia, sin obligación de nadie.
—Eso es excelente —me sonrió con orgullo—. Felicidades, hoy hiciste un buen trabajo. Si sigues así, te daremos una buena bonificación y, si el jefe lo considera, podrías ser promovida.
—Gracias —le agradecí con una sonrisa—. Pero ahora tengo que ir a la farmacia. Daniela está enferma.
—No es bueno que se automediquen. Deberías llevarla al hospital.
—Tenemos una enfermera que nos ayuda con la receta. Y Daniela no quiere ir al hospital.
—¿Hasta cuándo vas a seguir con ese miedo al hospital? Algún día tendremos que hablar de eso —me dijo Mirella con tono serio, pero comprensivo.
Suspiré, sabiendo que esa conversación era inevitable. —Sé que eres mi psicóloga desde pequeña, pero no quiero hablar de eso. Soy consciente de que un miedo así se puede superar, pero no quiero volver a recordar ese momento. Tú lo sabes bien: si revivo eso, empeoraría mi situación.
—Está bien —asintió—. Pero ya sabes que mientras antes lo afrontes, mejor. Me da miedo que tengas que enfrentarte a otro caso parecido al tuyo y no puedas sobrellevarlo.
—Para eso estás tú —respondí con firmeza—. No me enviarás casos que sean parecidos al mío.
—No siempre será así, y tú lo sabes. En una semana serás promovida por tu buen desempeño durante todo este tiempo.
—Eso es genial —dije con alegría—. Ya me voy, ¡lo haré bien, lo prometo!
Salí y llegué a la farmacia para comprar los medicamentos. Al salir, bajando por el parque, me topé de casualidad con un niño pequeño. Tenía vendas en el brazo y parches en la cara.
—¿Qué sucede? —le pregunté con suavidad—. ¿Por qué no me dices nada? ¿Estás bien, pequeño? Dime si te lastimé, si es así, me encargaré de tus medicamentos.
Fue extraño ver la expresión vacía en su rostro. No mostraba emociones, algo poco común en un niño.
—Pequeño, por favor, dime sí o no. Solo quiero estar tranquila, ¿vale?
El silencio se extendió un momento. Entonces, el niño sacó varias tarjetas de su bolsillo. En ellas había imágenes.
Recordé que esos recursos sirven para que los niños que no pueden hablar se comuniquen. Yo misma usaba algo parecido cuando era pequeña.
—¿Estas tarjetas son porque no puedes hablar, cierto? —le pregunté suavemente.
El niño asintió moviendo la cabeza, confirmando lo que decía.
—¿Por qué estás solo en la calle? ¿Cómo llegaste aquí? ¿Estás perdido? —le dije con una sonrisa cálida—. Ven, siéntate aquí conmigo un momento. Esperemos un rato y luego veremos qué hacemos.
—Quiero que estés tranquilo, no te haré daño. Confía en mí.
Él me miró y sonrió tímidamente.
—Te contaré un cuento mientras esperamos a tus padres. Había una vez un conejo… —comencé a narrarle sin darme cuenta de que el niño ya se había dormido en mi regazo.
Minutos después, varias figuras vestidas de negro se acercaron rápidamente. Uno de ellos se acercó y me preguntó:
—Señorita, ¿cómo encontró al niño? Lo hemos estado buscando durante media hora por toda esta zona.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunté, un poco sorprendida.
—Somos los guardaespaldas de la familia del niño —respondió—. Allá viene su tío, se llama Miguel.