En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Capítulo 8. El Espejo de Oricalco
Capítulo 8. El Espejo de Oricalco
Los rumores habían llegado a Artemisia como llegan todas las cosas que importan: envueltos en miedo. Marineros exhaustos hablaban de un templo hundido en la costa oriental, un lugar maldito donde las aguas brillaban de un color extraño y las gaviotas no se atrevían a volar. Se decía que allí yacían los restos de una ciudad devorada por la furia de los dioses, y que en sus entrañas se guardaba un artefacto de poder incalculable: un espejo forjado con oricalco, el metal que los ancestros llamaban “sangre de las estrellas”.
Artemisia escuchó en silencio cada relato. Había aprendido que la verdad siempre se escondía tras los velos del miedo popular. Y el miedo, cuando es insistente, suele señalar algo digno de atención.
—El espejo existe —afirmó Selene, repasando tablillas antiguas en la biblioteca del palacio—. Aparece en los registros fenicios, aunque lo describen como un arma, no como un objeto ritual.
—Un arma que muestra verdades —añadió Irina, que siempre desconfiaba de los misterios—. Prefiero una espada de hierro.
Artemisia cerró el rollo de pergamino con un gesto firme.
—El hierro corta la carne. El espejo, quizá, corte el destino.
Nadie discutió más.
La expedición partió al amanecer. Tres naves con marineros escogidos, sacerdotes del mar para interpretar los presagios, y un grupo reducido de guerreros de confianza. El aire olía a tormenta mientras el viento inflaba las velas, como si el mar mismo quisiera probar su determinación.
Durante días navegaron hacia el este, hasta que finalmente avistaron la costa prohibida: un acantilado retorcido, ennegrecido por antiguas llamas, donde no crecía árbol ni flor. El agua alrededor brillaba con un reflejo metálico, como si miles de fragmentos de cobre flotaran bajo la superficie.
Selene se estremeció.
—Parece un mar herido.
—O un espejo roto —susurró Artemisia, con un brillo en los ojos que no era miedo, sino expectación.
Descendieron por una grieta que conducía a una caverna sumergida. Antorchas y lámparas de aceite iluminaban el camino, proyectando sombras que parecían respirar en las paredes húmedas. Los sacerdotes entonaban cánticos antiguos, invocando protección.
Tras horas de descenso, llegaron a una cámara inmensa, parcialmente inundada. Columnas corroídas se alzaban como huesos gigantescos, y en el centro, sobre un pedestal de piedra, descansaba un objeto cubierto de algas y salitre.
El espejo.
Era redondo, del tamaño de un escudo, y su superficie, aunque manchada por el tiempo, brillaba con un fulgor dorado rojizo imposible de apagar. El oricalco latía con vida propia, como si respirara.
Irina desenvainó la espada.
—No deberíamos tocarlo. Ningún objeto olvidado tanto tiempo trae algo bueno.
—Los dioses nos ocultan lo que temen que aprendamos —replicó Artemisia.
Se acercó sola al pedestal. Cada paso resonaba como un tambor en la cámara. El aire se volvió pesado, cargado de un silencio expectante.
Extendió la mano y rozó la superficie del espejo. El metal estaba frío, pero al contacto un calor extraño recorrió su cuerpo, como si una corriente la atravesara desde el corazón hasta los ojos.
El reflejo apareció.
Al principio, Artemisia vio su propio rostro. Pero no como lo veía cada día en el agua tranquila o en los bronces pulidos. Era un rostro endurecido por los años, surcado de arrugas, con los ojos cansados y la corona torcida. Una corona que no estaba sola: de ella emergía una serpiente, viva, enroscada en los metales, siseando contra su oído.
El corazón de Artemisia golpeó con fuerza. Trató de apartar la mano, pero no pudo. El espejo la sujetaba, exigiendo que viera más.
La imagen cambió: Halicarnaso en llamas, barcos hundiéndose, y sobre todo ello, una sombra gigantesca que tenía su silueta, pero no su rostro. Era como si otra Artemisia, hecha de sombra pura, gobernara un reino muerto.
—Tu reflejo será tu enemigo —susurró una voz que no era suya.
El espejo se quebró en la visión, pero no en la realidad. Artemisia cayó de rodillas, jadeando, mientras Selene corría a sostenerla.
—¿Qué viste? —preguntó, preocupada.
Artemisia levantó la mirada. Sus ojos brillaban con una intensidad que no pertenecía al mundo de los vivos.
—Verdad. Vi la verdad.
De regreso a la superficie, el aire fresco no alivió la opresión que sentía. El espejo fue cargado cuidadosamente en el barco insignia, cubierto por mantos oscuros. Los sacerdotes murmuraban oraciones, temerosos de que el objeto hubiera maldecido a la flota.
En la cubierta, Irina se acercó a su reina.
—Ese artefacto no nos traerá aliados, sino fantasmas.
—Los fantasmas también son armas, si sabemos cómo usarlos —replicó Artemisia, sin apartar la vista del horizonte.
Selene, más prudente, bajó la voz.
—Majestad… lo que sea que viste ahí, ¿fue advertencia o destino?
—Ambos —respondió Artemisia. Y en sus labios, por primera vez, asomó una sombra de duda.
Esa noche, mientras el mar dormía bajo la luna creciente, Artemisia volvió a soñar. El espejo la esperaba en la oscuridad. Esta vez, no mostraba su rostro, sino miles: mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, todos con la corona en la frente, todos con la serpiente a su lado. Un linaje interminable, condenado a cargar el peso del juramento.
En el último instante, uno de los reflejos habló con voz clara:
—No gobiernas para ti, Artemisia. Gobiernas para el eco.
Despertó sobresaltada, con las manos temblorosas. Selene dormía cerca, Irina montaba guardia. Artemisia cubrió el espejo con un paño más pesado y ordenó que no lo tocaran hasta que ella lo dispusiera.
Porque comprendió, con el corazón helado, que aquel objeto no era un regalo.
Era una deuda.
Y las deudas, como el mar, siempre regresan a cobrarse.