La muerte llega para darte una segunda oportunidad
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Afilando cuchillos
El día del juicio llegó con un aire denso, cargado de miradas, cámaras y murmullos que temblaban como cuerdas flojas. El tribunal estaba lleno. Entre el público, algunos buscaban justicia, otros querían espectáculo. Y al fondo, sentada con el rostro sereno y los labios sellados con orgullo, Regina Tobón de Carrasco.
Manuel estaba junto a ella, impecable, con la mirada de un hombre que no va a permitir más injusticias. Su mano rozó la de ella por debajo de la mesa. No necesitaban palabras.
En el estrado, Eylin parecía más niña que mujer. Su rostro reflejaba noches sin dormir, los labios mordidos por la ansiedad. A su lado, un abogado que más parecía rezar que defender.
La jueza hizo una señal, y el primer video fue proyectado.
El silencio se hizo trizas.
La jeringa. El cuerpo de Regina desvaneciéndose. La risa contenida de Eylin.
Los murmullos escalaron como una ola.
—Objeción, ese material fue filtrado y no verificado —gritó el abogado defensor.
—No fue filtrado —intervino José desde el público—. Fue entregado por Horacio Cabello, quien pidió declarar.
La sala se quedó muda. Horacio entró, escoltado. Su rostro era el de un hombre que lo ha perdido todo… pero que decidió morir limpio.
—Ella lo planeó todo —dijo con voz quebrada, señalando a Eylin—. Y no fue la primera vez…
Todos se giraron hacia Estela, quien en ese instante sintió una ola helada recorrerle la columna.
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Horas después, la mansión Carrasco celebraba una pequeña cena privada. Solo los leales. Solo los que sabían que la guerra aún no terminaba.
Regina lucía un vestido negro elegante, y en sus ojos, aún con el cansancio de todo lo vivido, había fuego. Mariela servía el vino con una sonrisa demasiado tranquila. Al pasar junto a Estela, se detuvo un segundo, susurrándole:
—Hermosa noche… ¿cierto? ¿Te acuerdas de la última vez que vestiste de negro? Fue… justo antes de que Alicia muriera. Coincidencias.
Estela palideció.
Regina la observó a la distancia. Sus miradas se cruzaron. Y por primera vez, Estela bajó la vista.
Manuel rodeó la cintura de su esposa y susurró contra su oído:
—Te ves peligrosa… y perfecta.
—Y tú te ves como alguien que quiere más que una venganza —dijo ella, girándose para mirarlo—. ¿Qué ves cuando me miras así?
—Veo a la mujer con la que voy a construir un imperio… y quemar lo que quede del pasado.
Ella se mordió el labio.
—¿Eso incluye amarme de verdad?
Él acarició su mejilla con un dedo.
—Incluye amarte sin escapatoria.
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Más tarde, en su habitación, Regina se sentó en la cama mientras Manuel hojeaba una carpeta que le entregó José.
—Están por embargar las acciones restantes de Industrias Aguilar. Pronto no quedará nada de ellos.
—¿Y Estela? —preguntó ella.
—Estela está sola. A partir de ahora, la guerra será más silenciosa… pero más cruel.
Regina bajó la mirada.
—Siento que... Alicia no descansa aún.
Manuel se acercó, tomó una pequeña cajita de su abrigo y se la entregó. Ella la abrió: un anillo antiguo, de oro blanco y zafiros azules.
—Era de mi madre. No me importa si crees o no en los cuentos de amor. Pero si algún día decides quedarte… que sea también por ti.
Ella lo miró, y por primera vez, se permitió llorar frente a él sin miedo.
—¿Y si mi alma no merece paz?
—Entonces nos condenamos juntos.
Y se besaron. Lento, profundo, como dos enemigos que pactaron vivir por encima del odio.
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Mientras tanto, en su habitación, Estela rompía en llanto. Releyó la nota que Mariela había vuelto a dejar:
> “Recuerda: los gritos se quedan en las paredes. Y hay paredes que hablan…”.
Su mundo comenzaba a resquebrajarse. Pero Estela no es de las que caen sin disparar antes.
Y en alguna parte del pasado, Alicia Marino sonreía… al fin se estaba haciendo justicia.