En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 2. SIN HEREDERO
CAPÍTULO 2. SIN HEREDERO
Diez años han despues.
—Ángel, ¿dónde estás? ¡Todas están ansiosas por comenzar el rosario!
La voz de Sor Magnolia resonaba por los jardines de la abadía. Rodeada de árboles frondosos y arbustos perfectamente recortados, la monja caminaba por los caminos de grava que crujían bajo sus pasos. El aire matutino tenía un aroma fresco a lavanda y romero que crecían en el huerto de las hermanas.
—Ángel, si no apareces en un instante, le diré a Sor Mari que te quedes sin postre. Hoy hay fresas con crema. . .
—¡No, por favor, eso no! ¡Ya estoy en camino, ya estoy en camino!
Una figura pequeña apareció de detrás de un arbusto. Vestía un sencillo vestido de lino color crema y tenía el cabello rojizo suelto y desordenado por jugar. Ángel sonreía traviesamente mientras se sacudía las hojas de la falda. Sor Magnolia, una mujer mayor con una mirada estricta pero ojos amables, la miró con aparente severidad antes de darle un suave pellizco en las mejillas.
—Ajá, sabía que estabas aquí. Vamos, niña traviesa, todas te están esperando. Sabes cómo se pone la abadesa cuando te ocultas.
La monja tomó su mano y juntas se dirigieron al claustro central. Este lugar, flanqueado por columnas de piedra con capiteles desgastados por el tiempo, tenía un pozo cubierto de musgo en su centro. Allí esperaban las otras monjas en el coro, con los rosarios en los dedos y los labios moviéndose en oración. La pequeña capilla, con vitrales en tonos rojizos y dorados, emanaba una paz sagrada que envolvía todo.
Ángel había crecido rodeada de amor, disciplina y silencios profundos. Aunque la vida en la abadía era sencilla, ella había aprendido a encontrar alegría en los pequeños momentos: las historias que Sor Mari le contaba sobre los santos, las lecciones de escritura con la abadesa y las tardes recolectando flores en el jardín. Su risa resonaba naturalmente entre las paredes de piedra, como si el lugar hubiera esperado su llegada desde siempre.
Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia, en el palacio ducal de un feudo cercano, el ambiente era muy diferente. En una habitación adornada con tapices flamencos y muebles tallados, Lady Angela estaba sentada en un sillón de respaldo alto, con las manos apretadas sobre su regazo. Frente a ella, un médico anciano, vestido con una toga oscura y birrete, hablaba con voz grave y tranquila.
—Mi señora, lamento informarle que no podrá tener más hijos. Los abortos recurrentes han dejado su útero en un estado irreversible.
Los ojos de Lady Angela, que solían ser fríos y calculadores, ahora brillaban con lágrimas que contenía. A su lado, su esposo, el duque Douglas, se levantó de repente, empujando la silla con un sonido seco.
—¡Esto es intolerable! —gritó, mirando a su esposa con furia—. ¿Qué utilidad tiene una duquesa incapaz de darme un heredero?
Angela mantuvo su control. Su vestido de brocado azul oscuro, ceñido por el corsé, crujió al erguirse con dignidad. Le echó una mirada suplicante al médico.
—¿No hay nada más que se pueda hacer? ¿Algún tratamiento o alguna esperanza?
El anciano médico movió la cabeza en signo de negación, retrocediendo con tristeza.
—Os recomiendo que descanséis, mi señora. Presionar vuestro cuerpo solo causará más dolor.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Douglas se dirigió a su esposa con un desdén apenas contenido.
—Eres un fracaso. Un título sin heredero carece de valor. Tal vez deba buscar en otro lugar lo que tú no puedes darme.
Angela —herida, pero con dignidad— levantó la barbilla.
—Haz lo que desees, Douglas. Pero no olvides quién soy. Este ducado existe gracias a la riqueza de mi familia. No te atrevas a desafiarme.
Douglas soltó un desprecio y salió de la habitación, dejando a Angela sola con su angustia. La duquesa, aunque destrozada por dentro, prometió no rendirse. Si no podía darle un heredero al ducado, hallaría otra manera de asegurar que el poder se mantuviera en sus manos.
En la abadía, la vida continuaba. Las campanas sonaron marcando la hora nona, y las monjas se retiraron a sus celdas para meditar. Ángel, ahora con diez años, se había convertido en una niña inquisitiva y vivaz. Esa tarde, mientras Sor Magnolia preparaba hierbas para remedios, la pequeña se sentó a su lado, pensativa.
—¿Por qué nunca salimos de aquí, Sor Magnolia? —indagó, con ojos grandes y brillantes fijos en ella.
—Porque este es un lugar seguro, Ángel. El mundo afuera puede ser cruel.
—Pero quiero verlo. Quiero saber qué hay más allá de los árboles.
Sor Magnolia suspiró y acarició suavemente su cabello.
—Quizás algún día. Pero por ahora, este es tu hogar.
Las palabras de la monja no pudieron calmar la inquietud que crecía dentro de la niña. Aunque amaba la abadía y a las personas que la rodeaban, sentía que algo faltaba, como si parte de su historia estuviera oculta tras esos silenciosos muros.
Esa noche, cuando las estrellas comenzaron a aparecer en el cielo, Ángel se quedó despierta. Sentada junto a la ventana, observó la oscura silueta del bosque, soñando con el día en que podría salir de su mundo y descubrir quién era realmente.