Ella tiene 17, él 25.
Ella quiere vivir, él quiere estabilidad.
Ella apenas empieza, él ya está listo para formar una familia.
No tienen nada en común... excepto lo que sienten cuando se miran.
Lía no está buscando enamorarse. Oliver no puede permitirse hacerlo. Pero el destino no siempre pregunta.
Un roce de manos, una conversación a medianoche y el miedo de amar cuando no se debe…
Una historia dulce, intensa y real sobre el amor que llega en el momento menos adecuado… o tal vez, en el más perfecto.
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capitulo 10
Narra Lía
Cuando llegamos, no tardé ni cinco minutos en ponerme el bikini y salir como una lagartija rumbo a la piscina. Me sentía fabulosa. Me puse mis lentes de sol, agarré una soda fría y me senté en una reposera como toda una diva. La reina del lugar. Bueno, hasta que vi que Oliver estaba saliendo de la casa… acompañado.
Y ahí fue cuando apareció ella.
Cabello largo, caderas que podrían aparecer en una portada de revista, y una risa que parecía salida de un comercial de pasta dental. Amiga de Elías. No la conocía, pero ya me estaba cayendo un poquito mal. ¿Qué quieren que les diga? Tengo un radar para esas cosas.
—¿Y tú eres el famoso Oliver? —le dijo ella, acercándose con una sonrisa demasiado blanca para ser real—. El arquitecto que vivía en Italia… suena muy interesante.
Oliver sonrió de lado, incómodo. Lo conozco. Esa sonrisa era de “por favor, alguien rescátame”.
—Eh… sí, ese soy yo. ¿Y tú?
—María José —respondió ella, y se sentó justo al lado de él sin pedir permiso, con total confianza, como si fueran novios de toda la vida. Le tocó el brazo al hablar. Lo tocó. ¿Quién hace eso? ¿Estamos en una novela turca? ¿Dónde está el respeto?
Yo fingí que no estaba mirando, pero sí lo estaba. Con mis lentes oscuros de espía profesional.
—¿Y tienes novia? —preguntó la descarada. ¿Ven por qué les dije que tenía un radar?
Oliver se rió, una risa tensa, de esas que no sabes si vienen del alma o del intestino.
—No… —respondió él—. Estoy enfocado en mi trabajo, más que nada.
Excusa de hombre que no quiere decir “me estás incomodando pero no sé cómo huir sin parecer grosero”.
Me acomodé mejor en mi asiento, tomé mi soda y bebí lentamente, como en una película de drama. Me ardía algo, no sé qué. ¿Celos? Nah. ¿Molestia? Tal vez. ¿Incomodidad? Sí. Era eso. Incomodidad. Claro.
La conversación entre ellos continuó unos minutos más hasta que Oliver, con una habilidad digna de espía, dijo que iba a ayudar a Elías con algo y se escabulló. Casi me dieron ganas de aplaudirle.
Y justo cuando pensaba que el show había terminado, María José se volteó hacia mí y me dijo:
—¿Tú también estudias arquitectura?
Yo me la quedé viendo.
—No, pero tengo talento innato para las maquetas con palillos —respondí con mi mejor sonrisa.
Ella me miró raro. Supongo que no entendió el sarcasmo. Lástima.
Después de un rato, me levanté y fui hacia la cocina por algo de fruta. Y ahí estaba Oliver, cortando sandía como si su vida dependiera de ello.
—Veo que haces escapismo nivel ninja —le dije, apoyándome en la barra.
—¿Ah, sí? ¿Me delaté?
—Un poquito. No te preocupes, no diré nada. Soy buena manteniendo secretos.
Él sonrió, esta vez de verdad. Esa sonrisa que me gusta, esa que le sale cuando se siente cómodo. Le robé un trozo de sandía y me senté en la mesada. Nos quedamos así, en silencio, comiendo fruta como dos cómplices de alguna conspiración secreta.
Y fue entonces, en ese instante tonto y simple, que sentí su mirada sobre mí. No de forma rara ni invasiva, no. Era… suave. Cálida. Como si me viera de verdad. Como si notara algo que yo no sabía que estaba mostrando.
Mi corazón, muy traicionero él, decidió latir un poquito más rápido. Solo un poquito.
—¿Qué? —le pregunté, sin mirarlo, con la voz bajita.
—Nada… —dijo él—. Solo… te ves bien hoy.
No supe qué contestar. Solo sonreí. Me bajé de la mesada, agarré otra rodaja de sandía y antes de irme, le dije:
—Tú también te ves bien… cuando no estás siendo acosado por una modelo publicitaria.
Y lo dejé ahí, riéndose solo.
[...]
La noche llegó envuelta en un cielo despejado, con estrellas que parecían guiñarnos el ojo. La abuela sacó unas luces viejas que colgamos alrededor de la piscina y pusimos música en un parlante que parecía haber sobrevivido a cinco generaciones.
Así, sin planearlo, sin quererlo, armamos una pequeña fiesta improvisada.
Alguien apareció con vasos de plástico llenos de refrescos y otros con lo que definitivamente no era refresco. Risas, gritos, y música bailable. Todos con los pies en el agua o directamente metidos en ella. Parecíamos personajes de una película adolescente.
Yo me había quedado sentada en una reposera, con una toalla sobre los hombros, mirando cómo bailaban algunos chicos. Elias y sus amigos haciendo el ridículo con sus pasos robóticos, como si estuvieran en una batalla de break dance sin sentido. Me reí sola. Esa clase de risa tonta que te sale sin filtro.
Y de pronto lo vi.
Oliver estaba recostado contra la baranda de madera que daba al jardín, con un vaso en la mano y esa expresión entre divertida y melancólica que le aparece cuando cree que nadie lo mira. Vestía una camiseta blanca que ya tenía un poco de agua por culpa de algún salpicón, y unos shorts que lo hacían ver incluso más joven.
No sé por qué, ni cómo, pero me paré. Caminé hacia él entre risas ajenas y luces parpadeantes. Él me vio venir, y me sonrió como quien ve venir un problema bonito. Yo, inocente como una nube, me acerqué y, sin pensarlo mucho, lo abracé. Así, suave, como quien encuentra un refugio en medio del ruido.
—¡Baila conmigo! —le dije, dándole un beso en la mejilla como si fuera cualquier cosa. Como si fuera Elías. Como si no me diera cuenta de nada.
Oliver se quedó quieto por una fracción de segundo. Esa fracción en la que se le trabó el mundo. Yo ni noté nada.
—Vamos, muévete, arquitecto —le dije riendo—. ¡Quiero ver tus pasos prohibidos!
Y lo jalé sin darle tiempo a pensarlo dos veces.
La música sonaba fuerte, algo de reggaetón viejo mezclado con pop latino. Ridículo y perfecto. Empezamos a bailar entre todos, con Elías liderando el desastre coreográfico. Oliver trataba de seguirnos, de no hacer el ridículo, pero era imposible. Todos lo hacíamos.
Yo giraba, saltaba, me reía. A veces lo empujaba a él para que bailara más exagerado. Él fingía indignación, pero se reía como un niño.
—¡Te estás burlando de mí! —me gritó entre risas.
—¡Obvio que sí! ¡Baila bien, Oliver, por Dios!
—¡Esto es lo mejor que tengo!
Y ahí estábamos. Él levantando los brazos como un zombie descoordinado. Yo girando como trompo feliz. Gritamos. Cantamos. Hicimos el paso del robot, el del borracho, el del pulpo. Creo que hasta inventamos una coreografía grupal digna de TikTok.
En un momento, nuestras miradas se cruzaron. Yo me reía a carcajadas. Él también. Nos quedamos así, riéndonos sin sentido. Y no sé por qué, sentí algo calientito en el pecho. Como cuando estás exactamente donde quieres estar, con la persona que no sabías que querías.
Pero fue solo eso. Una risa compartida. Una chispa de algo que no quise analizar.
Después, sin darme cuenta, lo abracé de nuevo, esta vez con más fuerza. Él me apretó también, sin pensarlo, como si en medio del ruido, ese abrazo fuera una pausa secreta.
—Gracias —le dije, sin saber por qué exactamente.
—¿Por qué?
—No sé… por bailar como si nadie nos estuviera viendo.
—Y por dejar que me ridiculice en público —agregó él, rodando los ojos.
—Exacto —sonreí.
Y seguimos bailando, riéndonos como niños. Sin dramas, sin pensar, sin darnos cuenta de nada. O al menos… yo no me di cuenta de nada.
[...]
La mañana siguiente fue como despertar en una película de desastres naturales… pero con olor a cloro, papas fritas frías y tragos mal combinados.
Me asomé por la ventana de la habitación de la abuela, medio dormida aún, y lo primero que vi fue un flotador con forma de unicornio boca abajo en medio de la piscina. Dos vasos flotando, una sandalia (¿de quién era?), papas fritas tiradas en el césped y hasta una piñata rota.
Sí, había una piñata. Nadie recuerda en qué momento apareció.
Bajé en pijama, con el cabello recogido en un moño desastroso y un vaso de agua en la mano. Me encontré con Oliver afuera, ya recogiendo latas y vasos vacíos con una bolsa negra enorme.
—Buenos días, terremoto —me saludó sin mirarme, con cara de "esto es tu culpa".
—Hola, señor amargado —le respondí con una sonrisa mientras le pasaba un vaso.
—¿Dormiste algo?
—Dormí como una princesa en coma.
Nos pusimos manos a la obra. Literalmente.
Él con su típica eficiencia y yo haciendo el intento entre risas, distracciones y alguna que otra historia inventada para justificar la piñata.
Mientras él barría, yo intentaba juntar los vasos… pero terminé enredándome con la manguera y mojándome completa.
—¡Ay, no! —grité cuando el agua fría me dio en la espalda.
—¡La manguera tiene vida propia!
Oliver se rió.
—Dame eso antes de que termines regando a los vecinos.
Lo miré con mi cara más dramática.
—¿Me salvaste?
—Te salvé de ti misma, que es peor.
Me acerqué y lo abracé por detrás, sin pensarlo.
—Gracias, héroe mío.
Él se quedó tieso un segundo, y luego relajó los hombros.
—No tienes remedio —murmuró sonriendo.
Después de dejar el patio más o menos decente, entramos a la cocina donde Elías ya había hecho café (quemado, por cierto) y había pan con mantequilla en la mesa.
—Tengo hambre —dije dejando caer mi cabeza sobre la mesa.
—¿Y eso qué cambia? Siempre tienes hambre —respondió Elías, metiéndose medio pan en la boca.
Me levanté y fui a sentarme justo al lado de Oliver. Le robé un poco de su mermelada con el dedo, la probé y le ofrecí una galleta que había encontrado en la alacena.
—¿Quieres? —pregunté, llevándosela a la boca.
Oliver abrió la boca sin discutir, masticó y me miró.
—Estás imposible hoy.
—algo si estoy —le respondí divertida.
Mientras desayunábamos, me recosté en su brazo. Él no dijo nada, solo me miró de reojo con una pequeña sonrisa torcida. Me sentía cómoda, natural, como si estuviéramos así desde siempre. Y eso me encantaba.
Más tarde, decidimos ir a comprar ingredientes para cocinar algo más elaborado. Yo me ofrecí de copiloto (obvio), y me la pasé hablándole todo el camino. De todo y de nada. Él solo se reía y me miraba de vez en cuando como si no pudiera entender de dónde sacaba tanta energía en la mañana.
En el supermercado, colgué mi brazo del suyo como si nada. Como si fuera Elías. Como si Oliver no tuviera esa forma de apretarme el alma cuando me sonreía sin querer.
—Agarra tú los tomates, yo voy por el queso —le dije. Y cuando volvió, me acerqué y le limpié una gotita de jugo que tenía en la comisura de los labios.
—Te ensucias como un niño —le dije.
—Y tú limpias como una abuela.
Reímos.
Después de pagar, estábamos saliendo cuando una señora nos miró con ternura.
—Qué linda pareja hacen —nos dijo.
Yo solté una carcajada mientras Oliver se atragantaba con el aire.
—¡No, no! —dije rápido—. Solo somos… amigos.
La señora solo nos sonrió, como si no nos creyera.
De camino a casa, iba cantando con la ventana medio abierta, jugando con el viento. Oliver iba serio, pero con la comisura de los labios levantada. Como quien no quiere sonreír, pero no le queda de otra.
—¿Estás feliz? —me preguntó de repente.
—¿Sí… por?
—Solo quería saberlo.
Lo miré. Me miró. Y en ese instante, sin palabras, le respondí con otra sonrisa.
Sí.
Estaba feliz.
Y él… también, aunque todavía no supiera qué hacer con todo eso.