Ansel y Emmett han sido amigos desde la infancia, compartiendo risas, aventuras y secretos. Sin embargo, lo que comenzó como una amistad inquebrantable se convierte en un laberinto emocional cuando Ansel comienza a ver a Emmett de una manera diferente. Atrapado entre el deseo de proteger su amistad y los nuevos sentimientos que lo consumen, Ansel lucha por mantener las apariencias mientras su corazón lo traiciona a cada paso.
Por su parte, Emmett sigue siendo el mismo chico encantador y despreocupado, ajeno a la tormenta emocional que se agita en Ansel. Pero a medida que los dos se adentran en una nueva etapa de sus vidas, con la universidad en el horizonte, las barreras que Ansel ha construido comienzan a desmoronarse. Enfrentados a decisiones que podrían cambiarlo todo, ambos deberán confrontar lo que realmente significan el uno para el otro.
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📌Novela Gay.
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Capítulo 23. Sensación de libertad.
Emmett se incorporó lentamente en la cama, sus ojos fijos en el pequeño cofre que descansaba sobre el estante. Allí guardaba los recuerdos que había acumulado a lo largo de los años, como si fueran reliquias de un tiempo más feliz. Era irónico, pensó, que esas fotografías y esa carta, a las que había atesorado como si fueran un tesoro, ahora representaban el peso de su cobardía. Nunca había tenido el valor de confesar sus verdaderos sentimientos por Ansel, y ahora el miedo que lo había paralizado durante tanto tiempo lo consumía, haciéndole dudar si quedaba algo que salvar de su relación.
—¿Cómo llegamos a esto? —murmuró en voz baja, cerrando el cofre con un suspiro pesado que reflejaba su agotamiento emocional.
Se levantó con lentitud, como si cada movimiento fuera una batalla contra el peso de sus pensamientos, y se acercó a la ventana. Desde allí, podía ver la calle iluminada por las débiles luces de los faroles. La casa de Ansel, al otro lado de la calle, permanecía en penumbras. Las cortinas estaban cerradas, como si su amigo también estuviera evitando enfrentarse a la realidad, a esa misma verdad que Emmett tampoco se atrevía a encarar. Tal vez ambos estaban atrapados en un ciclo de incertidumbre y temor, incapaces de avanzar.
Sus pensamientos lo llevaron de nuevo a la conversación que había tenido con Alex justo antes de dejarlo frente a su casa. Las palabras de su amigo resonaban en su mente, crudas y directas, pero no por ello menos ciertas. Alex siempre tenía razón, incluso cuando sus palabras dolían. "Has esperado demasiado", le había dicho, "y si sigues así, lo perderás". Emmett lo sabía, pero enfrentar ese miedo le resultaba casi insoportable. Se había convencido de que la relación con Ansel, aunque ambigua, podría mantenerse inmutable, como si el simple hecho de no actuar fuera suficiente para mantenerlos unidos. Pero ahora entendía que no podía seguir así. El vacío entre ellos se hacía cada vez más grande, más tangible.
Los días en los que Ansel solía apoyarse en su hombro mientras caminaban por los pasillos de la universidad ya parecían tan lejanos. Aquellos momentos de cercanía, cuando las risas compartidas y las miradas cómplices parecían tan naturales, eran ahora recuerdos distantes. En las pocas veces que se cruzaban por el campus, las conversaciones eran breves, casi incómodas. Ansel estaba distraído, distante, y Emmett no sabía si era porque ya no sentía lo mismo o porque estaba cansado de esperar.
Esa incertidumbre lo devoraba. Se preguntaba si Ansel aún lo veía de la misma forma, si seguía sintiendo esa conexión que habían compartido durante años o si, por el contrario, había decidido dejarlo atrás, cansado de la ambigüedad. La sonrisa de Ansel ya no tenía la misma calidez, y sus ojos, que solían brillar con una mezcla de complicidad y cariño, ahora parecían apagados, como si algo en su interior se hubiera roto.
Emmett cerró los ojos, permitiéndose recordar. Las imágenes de su juventud invadieron su mente, trayendo consigo una nostalgia dolorosa. Se veía a sí mismo, caminando junto a Ansel por los pasillos del colegio, riendo despreocupadamente, haciendo planes para un futuro que entonces parecía tan seguro. Pero la vida universitaria lo había cambiado todo. Las responsabilidades, las expectativas y, sobre todo, los sentimientos no confesados, habían creado una barrera invisible pero impenetrable entre ellos.
Odiaba sentirse así. Odiaba la sensación de impotencia, de saber que su silencio había contribuido al distanciamiento. Pero más que eso, odiaba la idea de haber lastimado a Ansel, ya fuera directa o indirectamente. Quería ser valiente, quería gritarle al mundo lo que sentía por él, darle a Ansel la seguridad que necesitaba. Pero, para hacerlo, primero debía enfrentar sus propios miedos: su familia.
Desde niño, había crecido bajo la sombra de expectativas tradicionales. Aunque sus padres no eran estrictamente conservadores, sus abuelos siempre le habían inculcado la idea de formar una "familia correcta". "Debes encontrar una buena esposa", le decían, "una mujer que se quede en casa, cuide de tus hijos y te reciba cuando vuelvas del trabajo". Esas palabras, repetidas tantas veces a lo largo de los años, habían dejado una marca en su mente, aunque nunca las aceptó del todo. Emmett siempre había considerado esas ideas anticuadas, retrógradas. No quería una sirvienta, no quería una esposa que se viera obligada a renunciar a su propia vida para satisfacerlo. Quería una pareja, alguien con quien pudiera compartirlo todo, con quien pudiera construir una vida basada en el amor y el respeto mutuo.
Miró el reloj sobre la mesita de noche. Apenas eran las diez cuarenta y cinco. Sus padres seguramente estarían aún en el estudio, trabajando como solían hacer después de la cena. Ese era el momento, pensó. Si seguía postergando la conversación, nunca encontraría el valor para afrontarla. Se levantó, sintiendo cómo el peso de sus emociones lo aplastaba, y salió rumbo al estudio.
Frente a la puerta, el miedo lo envolvió. Parecía que aquella entrada se hacía cada vez más grande, como si le advirtiera del colosal desafío que estaba a punto de enfrentar. Pero Emmett sabía que no podía seguir huyendo. Inspiró profundamente, soltando el aire en un suspiro largo, tratando de liberarse de la tensión que se acumulaba en sus hombros. Finalmente, después de unos segundos de duda, golpeó suavemente la puerta.
—Adelante —respondió la cálida voz de su madre desde el interior.
El aire en la habitación se sentía denso, casi irrespirable. Emmett había repasado este momento en su mente cientos de veces, pero ahora que estaba aquí, las palabras parecían atascadas en su garganta. Miró a sus padres sentados frente a él, sus rostros serenos, sin sospechar la tormenta que se desataba en su interior.
Había amado a Ansel desde hacía tiempo, aunque no lo había admitido ni siquiera ante sí mismo hasta que la intensidad de sus sentimientos se hizo imposible de ignorar. Era un amor que había crecido silencioso, casi sin que se diera cuenta, desde esos primeros días en los que solo eran amigos. La forma en que Ansel lo hacía sentir seguro, la risa fácil que compartían, y esa manera en que lo miraba, como si fuera la única persona que importaba en el mundo. Y aunque Emmett no estaba seguro de que Ansel lo viera de la misma manera, sabía que lo amaba. Lo sabía en lo más profundo de su ser.
Pero ese amor que lo llenaba también lo aterraba. Durante años, había vivido bajo el peso de las expectativas de su familia. Sus abuelos siempre habían sido claros: la familia Dubois tenía que mantenerse fuerte, tradicional. Un matrimonio con una mujer que pudiera llevar adelante el linaje. El simple pensamiento de decepcionar a sus padres, y peor aún, a sus abuelos, lo sofocaba.
"Un hombre debe ser el pilar de su familia, un ejemplo a seguir", le había dicho su abuelo en más de una ocasión. Emmett había asentido sin cuestionar, aceptando las palabras como si fueran mandamientos grabados en piedra. ¿Cómo podría confesarles ahora que el pilar que tanto habían querido construir se tambaleaba? Que su amor no era por una mujer, sino por Ansel, un hombre que hacía que todo su mundo cobrara sentido.
Sus manos temblaban mientras jugueteaba con el borde de su camisa. Sentía un nudo en el estómago, una tensión que se extendía hasta sus hombros. Cada segundo que pasaba en silencio hacía que su respiración se volviera más pesada, como si el aire mismo se negara a entrar a sus pulmones. No podía seguir posponiéndolo.
—Mamá, papá... necesito decirles algo —comenzó, su voz quebrándose apenas. Había imaginado este momento tantas veces, pero las palabras no salían como él esperaba. Su madre lo miró con preocupación, inclinándose un poco hacia adelante.
—Hijo, ¿qué pasa? —preguntó su madre, su tono suave, pero atento.
El pecho de Emmett subía y bajaba rápidamente. La ansiedad le robaba el aire. ¿Y si no lo entendían? ¿Y si lo rechazaban? Sintió el sudor correr por sus manos y tragó saliva, intentando calmarse.
—Yo... —El corazón le martillaba en el pecho, pero no podía detenerse ahora. Tenía que decirlo—. Yo estoy enamorado de alguien. De un hombre. De... de Ansel.
El silencio que siguió fue abrumador. El tiempo parecía haberse detenido, y la mirada de sus padres permaneció fija en él, congelada en un mar de emociones que no podía descifrar. En esos segundos, el miedo lo consumió. Imaginó a su abuelo, furioso, gritando que lo había decepcionado. Que había traicionado a la familia. Que ya no era digno de llevar el apellido Dubois.
Su padre fue el primero en hablar. La seriedad en su rostro no era lo que Emmett esperaba. Pero entonces, su padre respiró profundamente y dijo:
—Emmett, hijo... —Su voz era baja, tranquila, pero firme—. Sabemos lo difícil que esto debe ser para ti. Y te amamos, sin importar nada.
Su madre asintió rápidamente, sus ojos llenos de ternura.
—Lo que nos importa es que seas feliz, Emmett. Que te sientas amado, sea quien sea. —Le tomó la mano, apretándola con calidez—. No necesitas cargar con lo que los demás esperan de ti. Si Ansel es quien te hace feliz, entonces estaremos a tu lado.
Emmett sintió que las lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos. Durante tanto tiempo había temido este momento, imaginando el rechazo, la desilusión. Pero en su lugar, encontró aceptación, amor incondicional. Apretó la mano de su madre con fuerza, incapaz de contener las lágrimas que rodaron por sus mejillas.
—Gracias... —susurró, su voz quebrada por la emoción—. No saben lo que significa para mí.
Su padre se levantó de la silla y se acercó para rodearlo con sus brazos, un gesto que parecía romper el peso invisible que había estado cargando durante tanto tiempo. Emmett se dejó llevar por el abrazo, permitiéndose, por primera vez, respirar sin miedo.
El amor que tanto había temido revelar, el que había mantenido escondido por miedo al rechazo, finalmente estaba a la luz. Y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió libre.