Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 4
León
Había algo reconfortante en saber que tenía todas las cartas en mi mano. No era arrogancia; era simplemente la realidad. Ya había recuperado tres de los cinco millones que el viejo Perdomo me debía. Los dos restantes serían pan comido.
O al menos, eso creía.
—Julián —dije por teléfono—, prepara tu maleta. Te quiero aquí esta noche.
Mi abogado soltó un suspiro pesado del otro lado de la línea.
—¿Este asunto no podía esperar a mañana?
—Si pudiera, ya estaría resuelto —respondí con sequedad—. Y trae al perito. Vamos a hacer esto rápido.
—¿A qué hora pasamos por la finca Perdomo?
Miré por la ventana del despacho. El sol comenzaba a caer sobre mis tierras, pintándolas de un naranja cálido. Me apoyé en el marco, cruzando los brazos.
—No se los diré —respondí—. Que la muchacha esté nerviosa desde temprano.
—León…
—Julián, sabes que esto funciona así. Quiero que sienta presión. La gente suelta la verdad cuando está tensa. —Hice una pausa—. Además… —una sonrisa se me formó sin pedir permiso—, siempre he tenido talento para manejar la psicología humana.
Mi abogado resopló resignado.
—Muy bien. Te veo mañana.
Colgué, satisfecho.
A la mañana siguiente, el camino hacia la finca de los Perdomo estaba más seco que el día del entierro. El polvo se levantaba detrás de la camioneta mientras avanzábamos.
Julián revisaba papeles; el perito observaba el paisaje con una mezcla de lástima y curiosidad.
Cuando cruzamos el portón de madera desgastada, la vi.
La muchacha.
La hija del viejo.
De pie en el porche, con los brazos cruzados y el mentón en alto, como si estuviera dispuesta a enfrentarse a un ejército. O al menos, a mí.
Y lo cierto es que lucía mucho más segura de lo que debería estando prácticamente en la ruina.
—¿Cómo se llama? —pregunté en voz baja.
—Abril —respondió Julián.
Ah, cierto. Abril Perdomo. No lo había olvidado… solo lo había bloqueado. Tal vez porque no quería recordar que tenía ojos bonitos. O porque esa expresión dura le quedaba demasiado bien.
Apenas bajé de la camioneta, ella habló:
—Llegan tarde.
La miré de arriba abajo. No por falta de respeto, sino porque era honesto: sí sabía cómo mantenerse firme. Pero su voz tembló apenas. Lo suficiente para confirmarme que el plan de no dar hora había funcionado.
—No di ninguna hora —respondí con tranquilidad—. Por lo tanto, no puedo llegar tarde.
Ella apretó los dientes y sonrió sin humor.
—Qué conveniente.
—Siempre lo es —contesté, devolviéndole la sonrisa.
Julián se aclaró la garganta para cortar el choque de miradas.
—Señorita Perdomo, venimos a revisar los documentos del préstamo que su padre otorgó al señor Andrade.
—Del préstamo que el señor Andrade le otorgó a mi padre —lo corrigió ella, altiva.
Le di crédito. Tenía carácter.
—Percival —llamé al perito, sin apartar la vista de ella—. Haz tu trabajo.
El perito asintió y caminó hacia los potreros, mientras los trabajadores de la finca lo veían con cara de que iban a perder el poco trabajo que quedaba.
Entramos a lo que alguna vez fue la oficina de su padre. Ahora era un desastre: papeles revueltos, libros tirados, polvo en cada superficie.
—Qué ordenado el viejo —dije con sarcasmo.
Abril no se quedó atrás.
—Seguramente estaba muy ocupado haciendo tratos con usted.
Sonreí.
—Tocada sutil. Y con veneno. No está mal.
Ella me miró como si estuviera lista para lanzarme la carpeta que traía en la mano.
—Aquí están todos los documentos que encontré. Quiero que los revisemos juntos. No pienso firmar nada que no esté respaldado.
—Perfecto —respondí, sacando una silla y sentándome como si la oficina fuera mía—. Me gusta la gente que sabe leer.
—Y a mí me gusta la gente que no abusa de situaciones vulnerables —disparó ella.
—Entonces hoy ninguno va a estar satisfecho.
Su abogado casi se atraganta.
Comenzamos a revisar los papeles. Contratos, adendas, notas firmadas por su padre con letra temblorosa. Algunos documentos eran claros… otros no tanto.
Pero ahí estaba.
El acuerdo principal.
Firmado.
Sellado.
Abril lo leyó con atención. Sus manos se tensaron. Sus ojos se agrandaron apenas.
Luego me miró.
—Esto… esto dice que si mi padre no podía pagar… debía garantizar el monto con un acuerdo alternativo.
—Ajá —respondí, apoyando los codos en la mesa.
Ella tragó saliva.
—¿Qué significa “acuerdo alternativo”? Esto no especifica nada.
—Sí lo especifica —respondí, arqueando una ceja—. Está en la última página.
Ella pasó la hoja.
La leyó.
Su rostro cambió.
—No —susurró—. Esto… esto es absurdo.
Sonreí despacio, disfrutando cada segundo.
—No es absurdo. Es legal. Tu padre lo firmó.
Ella leyó de nuevo, como si le costara creerlo.
“En caso de no cumplir el pago total, la deuda podrá saldarse mediante un acuerdo matrimonial con la heredera.”
Sus ojos se clavaron en los míos, encendidos de rabia, incredulidad y algo más que no alcanzó a disimular.
—¿Usted… pretende que yo…?
—Sí —respondí, sin rodeos—.
Pretendo que te cases conmigo.