Lo secuestró.
Lo odia.
Y, aun así, no puede dejar de pensar en él.
¿Qué tan lejos puede llegar una obsesión disfrazada de deseo?
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Capitulo 18: Oso celoso
Dylan se despidió de Andrik en la puerta del departamento, prometiéndole que volvería a visitarlo durante las dos semanas que estaría en el país. Claro que no le dijo dónde estaba viviendo ahora. Ese detalle era mejor dejarlo en secreto, al menos por el momento.
Cuando regresó a la casa aún era temprano. El aire olía a césped recién cortado y a café del desayuno que Doña Rosa acababa de terminar. Dylan entró con las manos en los bolsillos, pensando que ese día no quería quedarse tirado sin hacer nada.
La idea le llegó de golpe, absurda y extraña incluso para él: quería prepararle el almuerzo a Nathan.
—¿Qué demonios me pasa? —murmuró, rascándose la cabeza.
No entendía de dónde había salido esa necesidad, pero ahí estaba. Tal vez era porque ese hombre lo sacaba de quicio y, al mismo tiempo, lo mantenía atrapado. Tal vez porque después de tantas peleas y tensión, quería demostrarle —o demostrarse— que podía hacer algo más que insultarlo.
Doña Rosa, que estaba limpiando la encimera, lo miró con ternura cuando lo vio entrar a la cocina.
—¿Y ahora qué travesura se trae, joven Dylan?
—Ninguna —respondió él, serio, aunque la sonrisa lo delató—. Solo… quiero cocinarle algo a Nathan.
Ella arqueó las cejas, sorprendida pero encantada.
—Eso sí que no me lo esperaba.
Y ahí estuvo Dylan, con un delantal prestado y cara de concentración absoluta, intentando no arruinar cada paso mientras Doña Rosa lo guiaba. Hubo risas, un par de insultos a las ollas, y casi incendia la sartén, pero al final lo logró. El resultado, aunque lejos de ser perfecto, olía bastante bien.
Cuando terminó, se cruzó de brazos y miró el plato con orgullo, como si hubiera corrido una maratón.
—No está tan mal.
—Es un logro —admitió Doña Rosa con una sonrisa—. Y lo mejor, joven, es que no quemó la casa.
Dylan rió, satisfecho, y sin pensarlo mucho tomó las llaves del auto. Quería sorprender a Nathan en la empresa con ese almuerzo improvisado.
Se miró al espejo del pasillo, ajustó la camiseta y sonrió con ese aire pícaro que nunca perdía.
—A ver qué cara pones ahora, Liu.
Y salió hacia el garaje, con el plato bien asegurado, como si llevara un tesoro.
La sala de juntas estaba bañada por la luz de la tarde que entraba por los ventanales. El ambiente era sobrio, pulcro, con la mesa de cristal cubierta de carpetas, contratos y tazas de café a medio terminar.
Nathan estaba sentado en el sillón principal, relajado, con una pierna cruzada y la chaqueta perfectamente acomodada en el respaldo. Frente a él, Andrik Lara hojeaba un informe con la seriedad de alguien acostumbrado a las cifras y a la competencia.
Era la primera vez que coincidían cara a cara en un entorno de negocios. Dos hombres distintos, pero con la misma aura de control.
—Su propuesta de distribución tiene puntos interesantes —dijo Andrik al fin, cerrando la carpeta con calma—. Pero si hablamos de alianzas estratégicas, necesitamos más que velocidad de producción. El mercado pide innovación constante.
Nathan lo miró fijo, con esa media sonrisa que rara vez mostraba en juntas.
—Por eso estamos aquí, ¿no? Liu Motors no solo produce. Redefinimos lo que otros intentan imitar.
Andrik sostuvo la mirada, sin perder la compostura.
—Ambicioso. Pero me interesa. Nuestra cadena de suministro puede cubrir parte de lo que ustedes necesitan para el próximo trimestre. Y a cambio… esperamos acceso a su tecnología de baterías híbridas.
Nathan tamborileó los dedos contra el reposabrazos, evaluando.
—No esperaba menos de los Lara. Directos y sin rodeos.
Hubo un breve silencio, de esos que no incomodan, sino que marcan la medida de quién cede y quién mantiene el pulso. Al final, Nathan asintió.
—Bien. Empecemos a trazar números.
Ambos hombres se inclinaron hacia adelante, los documentos entre ellos como piezas de un tablero de ajedrez. La conversación avanzaba con fluidez: plazos, cifras, porcentajes. Profesionalismo puro.
Lo que ninguno de los dos dijo en voz alta, pero flotaba en el aire, era evidente: no se trataba solo de negocios. Era también un pulso entre dos hombres que no estaban acostumbrados a perder.
[Dylan]
Nunca pensé que un simple picaporte me diera tanto miedo.
Llevaba las bolsas con el almuerzo que había preparado (y sobrevivido) junto a doña Rosa, todavía con la sonrisa satisfecha en la cara, cuando levanté la vista y lo vi.
La puerta se abrió desde dentro y ahí estaba.
Mi hermano.
Andrik salió primero, con ese porte impecable de siempre, la mandíbula apretada, el traje perfectamente acomodado. Y justo detrás, como si el universo se estuviera cagando en mí, apareció Nathan, caminando con calma, su chaqueta abierta y esa sonrisa cínica que podía despertar incendios.
Se me heló la sangre. Sentí que el azúcar me bajaba a los talones.
—¡Hermano! —alcancé a decir, intentando sonar normal, como si no me hubieran pescado en medio de una escena de pesadilla.
Andrik levantó las cejas, sorprendido.
—¿Dylan? ¿Qué haces aquí?
Antes de que pudiera inventar alguna excusa, Nathan se adelantó medio paso, mirándome como si disfrutara cada segundo de mi cara de espanto.
—Ah, llegaste a tiempo, gatito.
“Gatito”.
No, no, no… ¿tenía que decirlo justo ahora?
El rostro de Andrik cambió de inmediato. Esa sonrisa ligera que siempre tenía conmigo se borró, reemplazada por una mirada seria, cargada de algo más que sorpresa.
Celos.
Posesión.
Se giró hacia Nathan, clavándole los ojos como si lo estuviera evaluando en cuestión de segundos.
—¿Gatito? —repitió con un tono bajo, seco.
Yo casi me tragué la lengua.
—E-es solo… una manera de hablar —balbuceé, metiéndome entre los dos como un árbitro improvisado—. Nada raro.
Nathan sonrió aún más, como si supiera exactamente lo que estaba provocando. Se inclinó apenas hacia mí, sin apartar la mirada de Andrik.
—Lo llamo así porque me gusta cómo suena.
Andrik apretó la mandíbula.
—Interesante.
El aire se volvió denso, como si la sala se hubiera encogido de golpe. Los dos eran hombres grandes, seguros, con esa autoridad natural que llenaba el espacio. Y yo, en medio, sintiéndome como un maldito muñeco de trapo al que le iban a arrancar los brazos.
Intenté reír, aunque sonó forzado.
—Vale, vale, ya está. No pasa nada. Los dos son… adultos, ¿sí? No hagamos un drama por un apodo.
Nathan me miró de reojo, con esa calma suya que solo escondía más descaro.
—No es drama, Dylan. Solo una presentación… intensa.
Andrik, en cambio, no apartaba la vista de él. Su tono fue cortante, casi frío:
—Sí, intensa es la palabra.
Me pasé la mano por la cara, resignado. El almuerzo se me antojaba ahora la peor idea del mundo.
La cafetería de Liu Motors estaba tranquila, con apenas un par de mesas ocupadas. Todo parecía normal… menos la mesa donde yo estaba atrapado entre dos lobos que no se quitaban la vista de encima.
Andrik estaba frente a mí, serio, con los brazos cruzados. Nathan, a mi lado, demasiado cómodo, como si disfrutara la incomodidad del momento. Yo jugueteaba con el tenedor, deseando que un trueno cayera justo encima del edificio y me sacara de ahí.
—Explícame una cosa, Dylan —dijo Andrik de golpe, clavándome la mirada—. ¿Por qué no me dijiste nada?
Tragué saliva.
—¿Nada de qué?
—De él —respondió, señalando a Nathan con un movimiento mínimo de la barbilla—. ¿Desde cuándo estás con este tipo?
Me encogí de hombros, incómodo.
—No es lo que piensas.
Andrik entrecerró los ojos.
—Entonces explícame qué es. Porque no me gusta enterarme así.
Nathan intervino con calma, apoyando un brazo en el respaldo de mi silla, demasiado cerca.
—Tal vez porque no era de tu incumbencia.
Andrik lo fulminó con la mirada.
—A ti no te he preguntado. Estoy hablando con mi hermano.
Yo puse las manos sobre la mesa, intentando calmar el fuego.
—No estoy “con” nadie, ¿vale? Solo… son cosas que pasaron.
Andrik apoyó los codos en la mesa, acercándose un poco.
—¿Cosas como qué? ¿Que un desconocido se crea con derecho a llamarte “gatito”?
Mi cara ardía. Quise contestar, pero Nathan fue más rápido.
—No soy un desconocido.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Andrik apretó la mandíbula.
—Para mí lo eres. Y no me gusta cómo suena.
Nathan sonrió de lado, esa sonrisa que me ponía nervioso porque nunca sabías si iba a reír o a morder.
—Acostúmbrate.
Yo casi me ahogo con mi propio aire. Miraba de uno a otro, viendo cómo el ambiente se volvía más espeso con cada palabra.
—Basta, ¿sí? —solté al fin, exasperado—. No soy un trofeo. Andrik, deja de interrogar. Nathan, deja de provocar.
Ellos no dijeron nada, pero el silencio hablaba solo. Y yo, en medio, me preguntaba cómo carajos iba a sobrevivir con los dos hombres más territoriales que conocía midiéndose frente a frente… por mí.