Una relación nacida de la obsesión y venganza nunca tiene un buen final.
Pero detrás del actuar implacable de Misha Petrov, hay secretos que Carter Williams tendrá que descubrir.
¿Y si en el fondo no son tan diferentes?
Después de años juntos, Carter apenas conoce al omega que ha sido su compañero y adversario.
¿Será capaz ese omega de revelar su lado más vulnerable?
¿Puede un alfa roto por dentro aprender a amar a quien se ha convertido en su único dueño?
Segunda parte de Tu dulce Aroma.
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Capítulo 15
Andrei Petrov no sabía de escrúpulos. En la bratva lo conocían como el hombre que no titubeaba su ambición era una marea que lo devoraba todo y su vida entera había sido una inversión en el poder. Había puesto cuerpo y alma —y personas— en ese empeño, aun así sus hijos le habían resultado decepcionantes, incapaces, blandos y prescindibles. Irónicamente, el único con verdadero temple era un omega —Mikhail—, y esa contradicción lo consumía en silencio. Si Misha hubiese nacido alfa, Andrei no dudaría en coronarlo como su sucesor, pero que fuera un omega convertía esa posibilidad en una fantasía rota.
Reclinado en la húmeda penumbra de su sauna, los ojos de Andrei se cerraban a medias. Allí, entre el vapor y las vigas oscuras descargaba la tensión que le dejaban los conflictos. Los últimos días habían sido una sucesión de golpes, pérdidas de hombres leales y sobre todo la sensación de que alguien —ese pelirrojo— había logrado agitar su mundo. No toleraba la humillación.
Se secó con una toalla la tela chirrió y avanzó por el pasillo hacia su alcoba. La puerta estaba abierta de par en par con la cama desordenada como siempre. Allí, a medio lado, yacía el frágil cuerpo de un muchacho, un joven omega delgado con la piel pálida que delataba más que una noche de exceso. Andrei frunció el ceño las betas eran torpes estos días, pensó, y al borde de la cama lanzó la orden con la indiferencia de quien está acostumbrado a que sus palabras lo cambien todo.
—Levántate y lárgate de aquí —gruñó, y le sacudió la pierna con brusquedad.
La piel contra su mano estaba fría. Andrei detuvo el impulso y por primera vez en varios minutos la inquietud le atravesó la espalda. Tomó el pulso con dedos curtidos y, sin ceremonia, masculló una expresión que no era exactamente enojo.
—Mierda… creo que me sobrepase—dijo, como si aquello fuera una molestia inconveniente—. Solo duró una noche.
Alguien llamaba a la puerta con dedos torpes. Entró la Babushka, la beta mayor con el rosto arrugado, con los cabellos recogidos lucia más sombra que mujer en algunos días. Su vista estaba menguada y su audición igual, pero su presencia era un ancla para todos allí.
—Sácalo y deshazte del cuerpo —ordenó Andrei con una voz de mando que no toleraba réplica—. Tráeme otro para la noche, pero que sea más resistente que este. Dormiré en otra habitación.
La Babushka asintió sin fruncir el ceño, porque la lealtad era una cuestión que no se discutía. Había visto muchas escenas como aquella. Había aprendido a cerrar los ojos, a recoger los restos y pronunciar las fórmulas del cuidado y de la despedida sin pensar en nombres. Para aquellas mujeres el precio de pertenecer a la casa Petrov era la renuncia a cualquier indulgencia.
Mientras esperaban las betas se movieron como un ritual de luto. Envolvieron el cuerpo del muchacho con telas limpias sus manos, acumuladas de años de trabajo, lo hicieron con cuidado automático. Las marcas en la piel eran evidentes hematomas, cortes y señales de que se había resistido, de que había intentado escapar. No era la primera vez que veían eso y esa repetición no los hacía menos crueles al alma.
—Te dije que no te resistieras, pequeño —murmuró la Babushka al inclinarse, su voz era una mezcla de compasión y cansancio—. Él lo prefiere así. Si no te resistes él se aburrirá rápido y tal vez te deje marchar. Esto... es su juego.
Nadie respondió. La habitación tenía el olor seco de la cera y del alcohol de limpieza y un silencio pesado. Las betas, formadas y endurecidas por una vida de servicio, recogieron todo. Una puso una vela con fuerte aroma a conífera en la mesilla. Era una costumbre amargamente humana reservada para cuando sacaban un cuerpo de la habitación del alfa, encendían una vela por el tránsito de esa alma. Un pequeño gesto de humanidad envuelto en hipocresía.
Andrei no asistía a esos ritos. Para él, todo era optimización si un recurso dejaba de ser útil, lo descartaba y buscaba uno nuevo. Y la betas eran las encargadas de lidiar con su mugre, pensó, debían reaccionar con rapidez. Esa era la lógica que lo guiaba.
En su despacho la tarde se fue llenando de papeles y mapas. Tenía que trazar nuevas líneas para los refugios, rutas, sustituciones. Había llamado a Lev y a Román para presentarles un frente unido, ya no era momento de fragilidad. Pero cuando uno de sus hombres le entregó la última respuesta, el papel parecía consumido por un desprecio igualmente frío pues Lev y Roman no solo se negaban, sino que devolvían un mensaje simbólico que heló la sangre de Andrei. En la caja, bajo un sello habían enviado algo grotesco la cabeza cortada de una serpiente de tres cabezas, un emblema que cualquiera podía interpretar.
La ira de Andrei brotó sin moderación. Estrelló los documentos contra la madera del escritorio, las hojas flotaron en el aire como hojas secas. Esa traición, un mensaje sin palabras, era un ultraje todavía más doloroso porque venía de la sangre. Los habría formado a su semejanza, los había cuidado y criado, les había dado más de lo que merecían, más de lo que podría conceder cualquier padre. Y así ahora le pagaban con la deslealtad.
—Debí haberlos lanzado al vacío, como a sus madres —rugió, una exhalación que parecía desgarrar la habitación. Había un matiz de algo roto en su voz, la rabia se mezclaba con la incredulidad.
Su mente ya era un laboratorio de represalias. Cuando el león está enjaulado —pensó— se vuelve más peligroso. Y Andrei, para sobrevivir, estaba dispuesto a tomar medidas que otros no podrían comprender. Había recompensas por capturar al enemigo, había ojos por todas partes. Si Misha no podía ser alcanzado con facilidad, bien, entonces multiplicaría la vigilancia, estiraría su red hasta que el omega no tuviera dónde ocultarse.
Afuera, la noche cerraba como un telón. Las betas, ya sin el peso del cuerpo, regresaban a sus quehaceres. La Babushka encendió otra vela en la capilla pequeña del recinto mientras decidía si orar o no, el ritual les devolvía algo como la ilusión de que con ese gesto limpiaban la mancha. Nadie podía decir que lo intentaban por el muerto, en realidad lo hacían para no enfermar del corazón. La violencia constante había erosionado su alma, pero no su disciplina.
Andrei repasó nuevamente la lista de alianzas las cartas estaban sobre la mesa y el frío del papel le resultó absurdo. Iba a necesitar más que amenazas, iba a necesitar trampa, paciencia y la crueldad de quien no perdona. Él mismo se estaba preparando para pagar el precio que fuera. Tenía la reputación, la fuerza y la red. Pero había algo que no comprendía del todo la chispa incontrolable que era Misha. ¿Qué fuerza, qué astucia, había llevado a aquel omega a desafiarle con eficacia? Pensó en ello como un problema por resolver y ya estaba preparando soluciones.
Mientras la brisa golpeaba las contraventanas, Andrei encendió un cigarro, miró la luz de la llama como si buscara respuestas en la ceniza. Al otro lado del muro, la fortaleza respiraba con los hombres que discutían mapas, betas que susurraban planes, niños que no comprendían el peso de lo que se tejía. En el tablero de su mente, Andrei movía fichas y analizaba las piezas que podían ser sacrificadas, lo sabía, el tablero le pertenecía.
Y el juego apenas comenzaba.