Luna Vega es una cantante en la cima de su carrera... y al borde del colapso. Cuando la inspiración la abandona, descubre que necesita algo más que fama para sentirse completa.
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Capítulo 24: Orlando
Jennifer deja una botella de agua frente a Luna y se cruza de brazos.
La cantante se gira en la silla, retira la tapa de la botella y responde sin levantar la vista.
—Sé lo que vas a decir.
Su manáger arquea una ceja.
—¿Ah, sí? Yo lo que vi ayer fue a Selena en medio de un enjambre de flashes. Y no recuerdo que ella haya firmado para eso.
El golpe va directo.
Luna frunce el ceño, pero no responde.
Jennifer se inclina hacia ella.
—Dime, ¿qué era lo que querías realmente? ¿Verla? ¿Arrastrarla a tu caos un rato?
La cantante abre la boca, pero nada sale. La verdad se le atasca en la garganta.
Jennifer la observa un segundo más, y después sacude la cabeza con un suspiro.
—Luna... será mejor que no te juntes más de lo que deberías con esa chica. Selena no tiene experiencia. No ha vivido titulares inventados, ni persecuciones, ni rumores que te aplastan en cuestión de horas. Ese mundo es tuyo, no el suyo.
El silencio se prolonga.
El bajo que sigue latiendo en otra sala suena lejano, como si viniera de otra vida.
Luna aprieta la botella entre las manos.
—No era que quisiera verla —responde al fin, ronca, obstinada—. La necesitaba. Necesitaba su ayuda.
Jennifer clava los ojos en ella.
—¿Ayuda? ¿O refugio? Piénsalo bien, porque una cosa es trabajar juntas y otra muy distinta es abrirle la puerta al infierno que tú ya conoces.
Las palabras se quedan flotando, hirviendo. Luna aparta la vista, fija los ojos en el techo de la cabina, en las luces rojas que parpadean como si midieran su pulso.
En ese momento, DiDi Kain asoma de nuevo con una sonrisa amplia, cargado de energía.
—Vamos, Vega. El puente te está esperando. Cuando lo tengamos, esta pista va a reventar la calle.
Luna recoge los cascos y se coloca tras el micrófono.
El beat arranca con un golpe seco, DiDi Kain mueve los hombros como si él ya estuviera interpretando la canción en directo. La voz de Luna entra afilada, deslizándose por los compases con la fuerza de alguien que no duda, aunque por dentro tenga un nudo en el pecho.
Cuando termina, la sala queda vibrando unos segundos.
—Eso es, maldita sea. Eso es —aplaude DiDi, satisfecho, mientras graba la última toma en el ordenador—. Esta canción va a sonar en todas partes.
El rapero, con la energía aún encendida, se acerca a ella con su habitual descaro.
—¿Qué dices, Vega? ¿Lo celebramos esta noche como se debe? Una copa, un club, buena música y yo te hago reír. Tú sabes.
Luna arquea una ceja.
—Sabes que no —responde sin rodeos.
El rapero sonríe como si ya lo esperara.
—Algún día dirás que sí.
Ella recoge su chaqueta y sale sin darle más vueltas. Apenas cruza la puerta del estudio, la oscuridad de la calle se ilumina con flashes.
Una nube de periodistas la acorrala.
—¡Luna, unas palabras sobre tu colaboración con Didi Kain!
—¿Es cierto que hay romance entre esas paredes?
—¡Luna, ayer por la noche se te vio en una universidad! ¿Qué hacías allí?
Las preguntas caen como proyectiles.
Luna baja la visera de la gorra y mantiene la mandíbula firme.
—La colaboración va genial —dice, breve, la voz medida—. Estamos creando música, nada más.
Sigue caminando, ignora los gritos, hasta que uno insiste con fuerza sobre la universidad.
Luna se detiene un segundo, ajusta la gorra y responde, fría:
—No fui por nada especial. Así que dejad tranquilos a los estudiantes, ellos no tienen la culpa de vuestra curiosidad.
No añade nada más; cualquier palabra extra sería un incendio.
Vuelve a avanzar entre los flashes hasta llegar al coche negro que la espera con el motor encendido.
La puerta trasera se abre y Jennifer la observa desde el asiento delantero.
—Sube, rápido.
Luna se deja caer en el asiento y cierra con un golpe. El coche arranca, despegando de la nube de fotógrafos.
Por primera vez en toda la noche, el silencio le da un respiro.
Saca el móvil.
La pantalla aún muestra el mensaje de Selena, ese "Estoy mejor ahora, gracias por preocuparte ayer". Sus dedos dudan un segundo sobre el teclado, hasta que finalmente responde:
Luna Vega: Me alegra saberlo. Perdón por lo de ayer. No volveré a ponerte en esa situación.
Aprieta enviar y apoya la frente contra la ventana.
Afuera, las luces de la ciudad pasan veloces como chispas que no se dejan atrapar. El coche enfila hacia las colinas, donde la mansión de Luna espera en silencio.
El vehículo se detiene al pie de la entrada iluminada. Jennifer no dice nada más, solo la observa unos segundos antes de que Luna baje y cierre la puerta.
La mansión la recibe como siempre: silenciosa, demasiado grande para una sola persona.
Sube las escaleras con paso lento, como si cada peldaño pesara. Se detiene frente a su cuarto y enciende la luz. El espejo del vestidor refleja a una chica agotada, el maquillaje corrido, la gorra en la mano, los ojos cansados.
Se desviste sin prisa, dejando caer las prendas en el respaldo de una silla. La ducha la envuelve con el sonido constante del agua. El vapor borra los espejos mientras ella cierra los ojos y deja que el agua arrastre el cansancio, los flashes, las voces de los periodistas.
Piensa en lo que dijo Jennifer: "Será mejor que no te juntes más de lo que deberías. Esa chica no debe entrar en este mundo."
El agua no se lleva esa frase.
Se le queda pegada en la piel.
Cuando sale, con una camiseta ancha y el pelo húmedo, se tumba en la cama de espaldas, la habitación bañada por una luz suave.
Entonces ve que sobre la mesa de noche, reposa un libro de tapa sobria.
Orlando, de Virginia Woolf.
Se queda mirándolo un instante.
El recuerdo le llega como un eco: Selena, con el ceño fruncido y ese aire de estar siempre un paso de perder la paciencia, alargándole el libro sin una palabra más. Un gesto seco, contundente, como si con eso bastara para cerrar cualquier conversación.
—¿Y de qué va?, había preguntado entonces Luna, con una curiosidad descarada.
—Léelo y ya me cuentas fue todo lo que recibió a cambio.
La cantante coge ahora el libro entre las manos y lo abre por las primeras páginas.
La prosa de Woolf la envuelve poco a poco, extraña y magnética, como si se moviera en un territorio sin reglas.
Orlando aparece como un joven en la corte isabelina, bello, inconstante, rodeado de lujos y espectros. Un personaje que atraviesa siglos y, de pronto, cambia de sexo sin más justificación que la voluntad de la propia historia.
Luna frunce el ceño, fascinada con el personaje. Una persona que puede reinventarse, que no se ata a un tiempo ni a un cuerpo. Que se esconde detrás de máscaras y, al mismo tiempo, las rompe todas.
La idea le golpea demasiado cerca.
Porque ella también sabe lo que es vivir disfrazada.
No con corsés ni miriñaques, sino con gorras, gafas oscuras y sonrisas fabricadas. Sabe lo que es que el mundo la vea de una manera, cuando por dentro late algo muy distinto.
Y aunque su cuerpo no haya cambiado de la forma en que lo hace el de Orlando, siente que cada día interpreta un papel que no siempre encaja.
Pasa una página más, y otra.
La narrativa fluye como un espejo líquido. ¿Será por esto que Selena me lo dio?, se pregunta. ¿Quiso mostrarme, sin explicaciones, que ella también me ve como alguien atrapado entre lo que es y lo que finjo ser?
Luna deja escapar una risa suave, sin alegría. Esa chica tiene demasiada puntería.
La cantante pasa una hora con el libro entre las manos.
A cada página, la historia se mezcla más con la suya propia, como si Virginia Woolf hubiera escrito para alguien que viviera siglos después, alguien como ella. Una vida que no se deja atrapar en un molde. Una identidad que nunca se acomoda del todo en lo que esperan los demás.
Cierra el libro un momento y se queda pensativa, los dedos tamborileando sobre la portada. Tal vez debería decirle a Selena lo que pienso. Tal vez debería admitir que entiende más de lo que parece.
Alarga la mano hasta su móvil, lo desbloquea y abre la conversación.
Pero entonces se detiene. Un nuevo mensaje parpadea sobre la pantalla, recibido hace apenas unos minutos. No lo había visto. Es de Selena.
Selena: Deberíamos hablar. En persona. Es importante.
Luna se queda inmóvil, las palabras clavándose en su pecho.
De pronto, Orlando, Virginia Woolf, incluso sus propias reflexiones sobre la identidad y el tiempo... todo queda relegado a un rincón de su mente.
Ahora solo le importa lo que ella tenga que decir.
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