En un mundo donde las brujas fueron las guardianas de la magia, la codicia humana y la ambición demoníaca quebraron el equilibrio ancestral. Veydrath yace bajo ruinas disfrazadas de imperios, y el legado de la Suprema Aetherion se desvanece con el paso de los siglos. De ese silencio surge Synera, el Oráculo, una creación condenada a vagar entre la obediencia y el vacío, arrastrando en su interior un eco de la voluntad de su creadora. Sin alma y sin destino propio, despierta en un mundo que ya no la recuerda, atada a una promesa imposible: encontrar al Caos. Ese Caos tiene un nombre: Kenja, un joven envuelto en misterio, inocente e impredecible, llamado a ser salvación o condena. Juntos deberán enfrentar demonios, imperios corrompidos y verdades olvidadas, mientras descubren que el poder más temible no es la magia ni la guerra, sino lo que late en sus propios corazones.
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CAPÍTULO XV: El Orgullo Eterno
—Frayi —
El amanecer se abrió ante mis ojos como un lienzo cruel, pintado con colores demasiado hermosos para un día que debía ser de despedida. El templo respiraba en un silencio solemne, pesado, como si incluso sus viejas paredes comprendieran que hoy no era un día cualquiera, sino el último de una vida que conocía. No había canto de pájaros, ni risas, ni el juego travieso del viento. Solo un aire denso, que se quebraba en cada respiro, como si el mundo mismo quisiera llorar en silencio.
Yo, Frayi… el zorro que alguna vez jugó a ser guardián, sé que mis patas ya no caminarán a su lado. Hoy lo comprendo: el niño al que cuidé, el joven al que protegí, el guerrero que creció frente a mis ojos… partirá. Y en su marcha, arrastrará consigo todo lo que soy, todo lo que fui.
Este día llegó demasiado pronto, disfrazado de alegría y de belleza, como si el cielo mismo se burlara de mi dolor. Y sin embargo, verlo marchar hacia ese horizonte desconocido, verlo con los ojos encendidos, con el espíritu erguido, convertido en un verdadero guerrero… me llena de un orgullo inmenso. Soy, al mismo tiempo, el zorro más feliz del mundo… y el más roto.
Hoy, finalmente, mi tarea ha terminado.
La voluntad de la suprema Aetherion ha llegado a su fin, y con ella mi misión como guardián y protector del joven Kenja. Mi despedida… mi dolorosa despedida.
Sabía que ese abrazo, antes de que él descendiera a la mazmorra, sería el último. Por eso no lo solté. No me importaba que mis garras se aferraran a su ropa ni que mi cuerpo temblara contra el suyo. Solo quería que ese instante, ese mínimo fragmento de eternidad, me perteneciera para siempre.
La noche antes de su misión, cuando el silencio cubría el templo, él habló con un hilo de voz que casi no pude escuchar:
—Frayi… —susurró, acariciando mi pelaje con manos que ya no eran de niño—. Gracias… por todo. Y perdóname… si no cumplo la misión. Perdóname si… no vuelvo.
Mis orejas se agacharon, mi pecho ardía como fuego. Lo rodeé con mi cola, envolviéndolo como si quisiera protegerlo de un destino imposible.
—Amo bonito… —le respondí, con lágrimas que quemaban mis ojos—. Usted es el gran, magnífico Kenja. No diga eso. Usted está destinado para grandes cosas.
Él sonrió débilmente, y en esa sonrisa había más valentía que en mil espadas. Cerró los ojos, y se quedó dormido. Yo no pegué los míos en toda la noche. Me quedé mirándolo, memorizando cada gesto, cada respiro, sabiendo que al amanecer… el adiós sería inevitable.
Aún recuerdo el día en que Aetherion me trajo a este mundo. Yo, un espíritu Kitsune errante, sin rumbo ni destino, fui bendecido con una tarea: cuidar, proteger y guiar al pequeño Kenja. Desde el principio lo supe, mi vida tendría sentido únicamente si se entrelazaba con la suya.
Criar a un humano nunca fue fácil. No tenía experiencia, ni ayuda, ni certezas… pero cada error se volvió risa, cada tropiezo se volvió enseñanza. Y ahora que lo veo erguido como un guerrero, entiendo que ese niño fue, y siempre será, el mayor regalo que la vida me concedió.
Recuerdo cuando se desplomó después del duro entrenamiento con Synera. Lloró en silencio, ocultando el rostro para que nadie lo viera vulnerable. Yo fingí enojarme, para darle fuerzas, y lo animé a no rendirse, a levantarse de nuevo.
cómo olvidar cuando era apenas un chiquillo, y me pedía que le contara historias durante las noches de tormenta. Yo inventaba leyendas absurdas hasta que él caía dormido, abrazado a mi cola como si allí estuviera a salvo del mundo.
Recuerdo cómo, con ojos brillantes, me prometió que algún día él me protegería a mí. Y yo reí, convencido de que siempre sería yo su guardián.
—Lo he amado… —susurré al cielo, con la voz rota, recordando cada instante—. Lo he amado como a un hijo, como a un amigo… como a todo lo que soy. Tal vez él nunca quiso que lo protegiera tanto… tal vez solo deseaba que lo acompañara.
El viento sopló fuerte, levantando hojas secas, acariciando mi pelaje como si la propia Aetherion me ofreciera su despedida. Y en ese instante lo entendí: mi ser se desvanecía, no con tristeza, sino con orgullo. Orgullo de haber cumplido mi misión, orgullo de haberlo amado más de lo que jamás creí posible.
Estos dieciocho años junto a él fueron los mejores de mi existencia. Afuera, en el mundo real, pasaron siglos. Pero aquí, en este templo que alguna vez estuvo detenido en el tiempo, mi corazón descubrió algo eterno. Criar a Kenja me transformó en algo que jamás imaginé ser: un padre.
Y mientras mi silueta se disolvía en la brisa, el último recuerdo que guardé fue la imagen de esta mañana.
Kenja, caminando hacia adelante, firme, sin mirar atrás.
Porque ese era su destino.
Y ese… mi orgullo eterno.
Aquí afuera, todo parecía hermoso. Pero de pronto, entre aquel silencio roto por el viento, escuché los pasos apresurados de Synera que llegaban hasta donde yo me encontraba.
—¿Frayi? —preguntó con su tono habitual, firme, pero esta vez disfrazado de tristeza y preocupación.
Mi relación con ella nunca fue la mejor. Sin embargo, en todos estos años, terminé por tomarle un cariño inmenso a esa bruja fastidiosa. Sabía que, tras esa coraza de orgullo y mordacidad, se ocultaba un alma hermosa… tan luminosa como un ángel caído en la tierra.
No respondí de inmediato. Mis ojos seguían clavados en el cielo, que empezaba a oscurecerse bajo el resplandor de la aurora.
—Al amo bonito se le ha hecho tarde… —murmuré al fin, con un hilo de voz—. Prometió llegar antes del atardecer.
Synera guardó silencio un instante. Luego su voz cortó el aire como un susurro cargado de reproche.
—¿Acaso piensas irte… sin despedirte de él?
Sabía lo que estaba ocurriendo. No necesitaba explicación alguna; ella siempre fue más intuitiva que nadie en este mundo. Al fin y al cabo, era una extensión de mi amada suprema Aetherion.
—Eso quisiera, Synera… —dije, cerrando los ojos con cansancio—. Pero no me queda mucho tiempo.
Ella dio un paso más cerca, con la voz temblando en una súplica oculta:
—No tienes por qué irte. Yo… podría encontrar la manera de hacerte quedar.
Sonreí débilmente, tumbándome en el suelo.
—Vaya… no sabía que en ese corazón podías guardar un poco de bondad.
No contestó. En cambio, se arrodilló y me sostuvo entre sus brazos, como si fuera un niño al que no quería dejar caer. Yo la miré, y con lo poco que me quedaba de fuerzas, envolví su cuerpo con mi cola en un abrazo eterno.
—Prométeme algo, Synera… —susurré, mi voz ya casi apagada.
Ella asintió, aferrándose más a mí, sin poder disimular que también temblaba.
—Prométeme que cuidarás de él, tanto como puedas. Y si algún día nos volvemos a encontrar… yo estaré allí, esperándolos.
Entonces ocurrió lo inesperado: de sus ojos carmesí rodó una lágrima diminuta, pura, frágil, la primera que le vi en toda mi vida.
—No puedes dejarme sola con tanta responsabilidad… —murmuró, intentando sonar firme, aunque su voz se quebraba en cada palabra—. No prometo cuidarlo del todo bien, pero sí te juro que estaré a su lado… todo el tiempo posible.
Mi cuerpo comenzó a titilar, volviéndose cada vez más translúcido. El tiempo se me escapaba de entre las patas como agua entre los dedos.
—Hubiera deseado… poder despedirme de él… —dije con la voz quebrada—. Synera… gracias. Por darme más tiempo. Por dejarme acompañarlos. Estos últimos cinco años… fueron los más felices de mi vida.
La abracé con más fuerza, mi cola rodeando su cuerpo mientras la tristeza llenaba esos hermosos ojos rojos.
—Adiós… —susurré—. Que esté bien. Despídeme de Kenja… dile que… nos veremos…
Y antes de que pudiera responder, mi forma se deshizo en un millar de partículas de luz. Brillaban como luciérnagas, elevándose hacia el cielo nocturno, perdiéndose entre las estrellas.
Synera, con las manos aún vacías, me miraba partir. Y en el silencio que quedó atrás, solo supe que… mi amor, mi misión, mi orgullo eterno, seguirían viviendo en Kenja.
El silencio se alargó, como si el mundo mismo contuviera el aliento.
—Kenja…
El viento soplaba distinto, con un rumor grave, como si la tierra misma lamentara algo. El cielo estaba teñido de auroras que danzaban sobre la noche, y los copos de nieve descendían con una lentitud ceremonial. La espada en mi espalda vibraba suavemente, como si presintiera una verdad que yo aún me negaba a aceptar.
Al cabo de las horas, llegué al templo. No cumplí la promesa de volver antes del atardecer, pero aun así caminé hasta la entrada. Las puertas estaban abiertas… como si hubiesen aguardado por mí desde siempre.
Y allí estaba ella. Synera.
De pie, frente al altar, los brazos cruzados, su silueta rígida como una estatua esculpida por el destino mismo. Su presencia era inquebrantable… pero la energía que la envolvía estaba herida, quebrada.
—Llegas tarde —dijo, sin girar a verme.
Mi corazón se agitó. Algo estaba mal.
—¿Dónde está Frayi? —pregunté con urgencia.
El eco de mi voz se perdió en el techo alto del templo. Synera volteó lentamente. Sus ojos carmesíes titilaron, apenas un instante, pero bastó para que lo entendiera.
Dolor…
—Se fue —respondió, con una calma que me dolió más que cualquier grito—. Su misión terminó.
—No… —di un paso hacia adelante, la voz quebrándose—. No, no, ¡él no puede irse! ¡No así!
Las fuerzas me abandonaron y caí de rodillas. No podía imaginar un mundo sin él. Frayi era mi sombra, mi guía, mi voz cuando el miedo me paralizaba… mi familia.
—Ni siquiera… se despidió de mí… —susurré, con la garganta cerrada.
Synera caminó despacio hacia mí. Se detuvo a mi lado. No extendió la mano; no hizo falta.
—No necesitaba decirlo —dijo con voz baja, firme—. Tú eras su despedida.
—No… no lo entiendes —respondí, con lágrimas desbordando mis ojos—. Yo era un niño cuando me entregaron en sus brazos. Él me enseñó a leer… a cazar… a no rendirme. A vivir. Todo lo que soy… es porque él creyó en mí cuando nadie más lo hizo.
La nieve, entrando por los techos agrietados del templo, empezó a cubrirnos a ambos. Por primera vez, nevaba allí… como si el mundo quisiera guardar duelo.
Silencio.
Solo el crujir del hielo bajo mis dedos.
—A veces… —murmuró Synera, con esa voz neutra que rara vez mostraba ternura—… la despedida más profunda no se grita. Se guarda aquí.
Se tocó el pecho. Y lo entendí.
Mi respiración se quebró. Cerré los ojos y lloré. No con furia ni con desesperación… lloré con la certeza de una ausencia que no se puede reemplazar. Una que cambia el contorno de tu alma para siempre.
Y entonces, lo sentí.
Una ráfaga suave, como un aliento cálido rozando mi cuello.
Una voz fugaz, como un susurro entre la nieve.
"No llores por mí, Kenja… sonríe cuando mi recuerdo te abrace."
Mi cuerpo se estremeció. La espada en mi espalda se cubrió de escarcha, como si ella también guardara luto.
Synera habló por última vez esa noche, mientras caminábamos fuera del templo, bajo un cielo quebrado.
—El mundo no espera, Kenja… pero yo sí.
Y así avanzamos. Dos sombras bajo la nevada.
Un niño sin su guardián.
Un oráculo sin su ama.
Una historia aún incompleta.
Y el eco de un zorro que había cargado consigo un pedazo de cielo.
Mientras descendíamos por los escalones, el silencio entre nosotros pesaba más que la nieve. Cada paso era borrado por el viento, como si el mundo quisiera negar nuestra existencia.
Entonces, Synera se detuvo. Miraba al frente, inmóvil, como si aguardara a un destino que yo aún no podía comprender.
—Cuando todo esto termine… desapareceré —dijo, sin girar hacia mí.
Mis manos se cerraron en puños. El miedo me desgarró.
—No digas eso. No puedes… ¡No dejaré que te pase lo mismo que a Frayi! No serás solo un recuerdo, Synera. No lo permitiré.
Ella me miró al fin. Sus ojos eran un océano de tristeza y comprensión.
—Kenja… yo no fui creada para quedarme. No soy humana, no soy como él. Cuando mi misión acabe… mi propósito también lo hará. Y entonces… mi existencia dejará de tener sentido.
Di un paso hacia ella. Mi corazón latía con desesperación.
—Entonces haré que tu misión nunca termine —dije, con voz rota, pero firme. —¡Haré que siempre haya algo por lo que luchar! ¡Algo por lo que vivir!
Synera guardó silencio. El tiempo pareció detenerse; incluso la nieve quedó suspendida en el aire, como escuchando.
—Kenja… —susurró al fin—. No puedes escapar de lo que está escrito.
—Sí puedo —respondí, tomando su mano con fuerza, buscando en sus ojos algo más que destino. —Prométeme que, cuando todo termine, seguirás aquí. Que no desaparecerás como él. Que no serás solo una sombra en mi memoria. Promételo, Synera… por favor.
Ella me observó largo rato, y en sus labios apareció una sonrisa pequeña, triste, pero luminosa.
—Te lo prometo, Kenja. —Su voz, por primera vez, no dudó.
Y aunque la incertidumbre siguiera flotando en el aire, algo cambió. Esa chispa frágil que se llama esperanza ardía todavía.
Nos quedamos allí, mirándonos en silencio, mientras la nieve nos envolvía como un manto eterno. Y comprendí… que a veces lo único que necesitamos es la promesa de que no estaremos solos.
Y esa noche, esa promesa… fue suficiente.