Siempre pensé que mi destino lo elegiría yo. Desde que era niña había sido un espíritu libre con sueños y anhelos que marcaban mi futuro, hasta el día que conocí a Marcelo Villavicencio y mi vida dio un giro de ciento ochenta grados.
Él era el peligro envuelto en deseo, la tentación que sabía que me destruiría, y el misterio más grande: ¿Por qué me había elegido a ella, la única mujer que no estaba dispuesta a rendirse? Ahora, mí única batalla era impedir que esa obligación impuesta se convirtiera en un amor real.
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Capitulo VII Nos casaremos
Punto de vista de Marcelo
Diana caminó arrastrando su equipaje hasta donde estábamos su padre y yo. La tristeza en sus ojos me conmovió de una manera que no podía entender; ella, una simple secretaria, había logrado lo que muchas mujeres no habían podido: hacerme sentir un miserable.
—¿Tan poco valgo para ti, papá? —Su voz salió con una mezcla de dolor y resentimiento.
—¡Vaya! Me parece perfecto que hayas escuchado todo. Así que no tengo que explicarte nada —Luis no mostró ni una pizca de arrepentimiento. Su indiferencia era asquerosa—. Ya escuchaste, te casarás con Marcelo Villavicencio y con esa unión acabaremos con la guerra entre las dos familias —sentenció.
—Olviden que haré algo tan estúpido como eso —dijo Diana con firmeza. Sus ojos, aunque húmedos, me miraron con desafío—. A usted no lo conozco, ni quiero conocerlo y mucho menos unir mi vida a la suya. Y tú, papá, si es que aún puedo llamarte así, nunca pensé que escogerías a Fabiana por encima de mí. —Su voz se quebró por un instante, y sentí un inusual impulso de tomarla de la mano.
Al escucharla me sentí un miserable y, por primera vez, me importaba ese sentimiento. Sin embargo, sacudí esa idea rápidamente de mi cabeza y continué con mi plan.
—Lo siento por ti, Diana —intervine, dando un paso al frente para eclipsar a Luis—. Pero mi decisión ha sido tomada, y es la única oferta que tengo para dejar a tu familia en paz.
—No sé cuál es su problema con la familia Vega, pero como puede notar, no es mi asunto —dijo, volviendo a su tono profesional, el que usó en el restaurante—. Y respecto al trabajo, déjeme decirle que renuncio.
Sonreí de medio lado ante la osadía de esta mujer al enfrentarme. Ella había firmado un contrato sin leer, uno donde se especificaba que si renunciaba antes del año debía pagar una indemnización millonaria. Si no lo pagaba, iría a la cárcel por rompimiento de un acuerdo de manera injustificada.
—¿A qué se debe su sonrisa burlona? —Preguntó Diana, y por primera vez vi el miedo en su mirada.
—Debiste leer mejor el acuerdo, Diana —Mi voz era un látigo—. Eres mía por un año. Si renuncias, tendré que demandarte por fraude contractual. ¿Recuerdas lo que significa eso para una persona que ya no tiene un padre que pague sus deudas?
Mi respuesta la hizo tambalear. Había olvidado por completo la letra pequeña, y la realización de su trampa la golpeó con la fuerza de un puñetazo.
—¡Basta de estupideces, Diana! —Exclamó Luis, visiblemente molesto. Ya no le importaba el secreto ni la vergüenza, solo quería el acuerdo—. Mi decisión ha sido tomada y sabes que mi palabra no se discute. Te irás con Marcelo Villavicencio y terminarás con esta estúpida guerra. La boda se realizará mañana mismo y fin del problema.
Diana cerró los ojos y se mordió el labio hasta que palideció. Miró a su padre con un odio tan puro que casi pude sentirlo. Yo era la prisión, pero él era el carcelero.
—Cásate con él, Diana. Es eso o la cárcel —Luis se acercó, pero no para consolarla, sino para empujarla hacia mí—. Una vez casada, el problema será de él.
El asco que sentí por Luis fue absoluto.
—Tienes una tercera opción, Diana —intervine, capturando su mirada antes de que ella colapsara—. Cásate conmigo. Y a cambio de un año de tu vida y tu apellido, te doy el divorcio sin condiciones, tu propio apartamento y la garantía de que Luis Vega no volverá a tocarte ni a destruirte. Seré tu protector y tu carcelero. Pero serás libre de él.
La guerra en sus ojos se detuvo, sustituida por una frialdad glacial que yo conocía bien: era la determinación de un luchador acorralado.
—Acepto —su voz era apenas un susurro roto—. Pero con una condición, Villavicencio: que mi padre vea cómo lo destruyo, usando su apellido, desde su propio círculo.
Sonreí. La frialdad había regresado. La miserable emoción que me había provocado se había desvanecido. Ella era un arma, y acababa de aceptar ser cargada.
—Trato hecho, señora Villavicencio —dije, tomando su mano con firmeza y arrastrándola fuera de esa jaula. Su maleta se quedó a un lado, Luis Vega no la miró.
Al salir de la mansión, el aire se sintió más pesado. Ya no era solo una secretaria. Ahora era mi futura esposa, mi arma, y la mujer que acababa de elegir la venganza por encima de todo. Y yo, Marcelo Villavicencio, estaba a punto de casarme.
—Tenemos que dejar las cosas claras —su voz seguía siendo fría—. Será solo un matrimonio por apariencias, usted y yo no estaremos realmente casados.
Diana era la primera mujer que no moría por meterse en mi cama. La vida era una ironía: todas las mujeres que llevé a la cama querían ser mis esposas y la que logró el matrimonio no quiere meterse en mi cama. Sonreí ante el sarcasmo de la vida.
—Eso será por ahora, Diana. Estoy seguro de que te rendirás a mis pies —dije, acorralándola contra el auto.
Moría por besar esos labios rosados, el color del pecado, pero debía mantener la distancia. Diana era un peligro que no podía permitir que entrara a mi corazón; debía verla como una mujer más del montón.
—Sabía que mi querida hermana no era más que una zorra —Una voz femenina llamó nuestra atención. Al escucharla llamar "hermana" a Diana, supe que se trataba de Fabiana Vega, acompañada por el ex de mi prometida.
—Cuida tus palabras, no permito que nadie le hable así a mi futura esposa —intervine con voz grave, sintiendo un placer oscuro al usar la palabra "esposa" frente a ellos.
El tal Sergio dirigió su mirada hacia Diana y luego hasta nuestras manos entrelazadas.
—¿Cómo que prometida? —preguntó incrédulo.
—Así es, Marcelo y yo nos casaremos mañana —respondió Diana con determinación. La vi crecerse ante su enemigo, y sentí un inusual orgullo.
—Yo te conozco, tú eres el hombre que busca destruir a nuestra familia —Fabiana me miró confundida—. Sabía que eras una cualquiera, más nunca pensé que también una traidora —eso último lo dijo posando su mirada de odio en Diana.
—¿Tú, hablando de traición? Ja, ja, ja, mejor vete al espejo. Ahora sí nos disculpan, tenemos que ir a descansar, mañana tendremos un día muy importante.
Diana subió al auto sin mirar atrás. Antes de que pudiera subir a su lado, una persona de servicio de la casa Vega salió con el equipaje de Diana, ayudando a subirlo al auto. Después de eso, nos dispusimos a marcharnos de manera triunfal, aunque sabía que por dentro mi prometida estaba cargando un gran peso.