Elizabeth Handford vive en la casa del frente, es una mujer amable, elegante, pero sobre todo muy hermosa.
La señora Handford ha estado casada dos veces, pero sus dos esposos ahora están muertos.
Sé que oculta algo, y tengo que descubrir qué es, especialmente ahora que está a punto de casarse de nuevo.
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15: Fragmentos del pasado
El recorrido desde Lakeside hasta Toronto fue un viaje completamente agotador. Más de tres horas de distancia con algunas paradas de descanso, donde comíamos algo ligero y después seguíamos adelante, impacientes por encontrar lo que fuera que nos esperaba allí, en la escuela que albergaba los más profundos secretos del pasado de Elizabeth Handford, pues todo parecía dar inicio en ese lugar.
–¿Ya pensaste qué haremos si no encontramos nada? –preguntó Henry minutos después de retomar el camino por la carretera luego de detenernos en una pequeña cafetería.
–En ese caso, me daré por vencida. Llamaré a la señora Witte y le diré que me voy de su casa, para nunca volver. Sólo espero que no me cobre mucho por el tiempo que viví ahí.
–¿Cuánto tiempo llevas viviendo en esa casa?
–Cuatro años, creo. Recuerdo perfectamente la época de la pandemia. Fue en ese entonces cuando me mudé.
–¿Y no te parece extraño? Que esa mujer te deje quedarte en su casa, sin tener que pagar nada… ¿La conocías bien?
–Nunca la he visto. Sólo sé que pertenece a la familia de mi madre, una prima lejana o algo así. Dijo que soy la única persona de la familia que queda, así que me ofreció su ayuda sin pedirme nada a cambio. Parece una mujer amable. Tal vez algún día la conozca. Julia Witte es mi única pariente con vida, así que… El momento llegará algún día.
–Pues no quiero que te vayas del pueblo, así que será mejor encontrar algo.
Luego del rápido beso que recibí de Henry el día anterior, ninguno de los dos se había atrevido a hablar de lo sucedido. Supongo que, de cierta manera, teme expresar sus sentimientos debido a la respuesta que pudiera recibir. No ha pasado mucho desde mi encuentro con el señor Perlman, y Henry sabe sobre mis sentimientos por él. Quizá eso le impide arriesgarse más, y por eso es paciente. Quiero que me guste. Quiero sentir por Henry lo que posiblemente siente por mí. No quiero estar enamorada de un hombre que me dobla la edad, y que conozco tan poco.
Unos minutos después de haber llegado a Toronto, Henry busca la ubicación exacta de la escuela que será nuestra mayor fuente de información. Su celular marca el camino exacto que debemos seguir, y pasado un rato el vehículo finalmente se estaciona frente al enorme lugar, permitiendo que observemos el sitio donde la señora Handford pasó gran parte de su adolescencia.
La escuela Norwood Crest es rodeada por enormes muros de piedra que se encuentran en la entrada principal extendiendo el gran portón de hierro abierto hacia el interior, dando pie a un largo camino de adoquines que conducen al edificio principal. Henry gira el auto e ingresa a través del camino de concreto, buscando con la mirada el estacionamiento ubicado a un costado del lugar. Luego de dejar el auto alineado con los demás, salimos de él y comenzamos a caminar hacia la enorme edificación.
Varios estudiantes caminan a nuestro lado, algunos ingresando y otros yéndose. Analizo sus uniformes, notando que tienen cierta similitud con la ropa ensangrentada que encontré en el sótano de la señora Handford. Con los años han realizado algunos cambios en su diseño, pero la esencia de aquel uniforme antiguo sigue allí, por lo que comprendo que estamos en el lugar correcto. En este lugar, dentro de sus enormes y elegantes pasillos, la señora Handford compartió una larga etapa de su vida con hombres que posteriormente se casarían con ella, para después terminar varios metros bajo tierra.
Henry y yo nos abrimos paso dentro del pasillo principal, observando las grandes columnas en las paredes de piedra blanca con grandes ventanales que permiten una iluminación completa dentro del lugar. Al entrar perdemos de vista el jardín del exterior, que era adornado por llamativas estatuas y flores exóticas. Mientras caminamos, observo a través de uno de los ventanales un poco del exterior de la escuela, viendo a lo lejos una pequeña parte de las instalaciones deportivas, que parecen extenderse mucho más allá de mi campo de visión. Veo también lo que parece ser una gran piscina olímpica, donde sospecho se está llevando a cabo una competencia en ese mismo instante, a juzgar por la multitud allí reunida. En el ventanal del lado opuesto, logro ver lo que parece un campo de golf, con algunos hombres hablando y riendo, seguramente maestros.
–Este lugar… –murmuro, sin poder apartar la mirada de las ventanas–. Es como si unieran todas las escuelas en las que estudié, y las mejoraran por completo.
–Creo que me dieron ganas de cursar la secundaria otra vez.
El suelo de mármol blanco nos conduce a un enorme salón con muebles y objetos que probablemente cuestan lo mismo que toda mi casa. Hay estudiantes hablando, riendo, leyendo, pero ninguno repara en la presencia de dos extraños que los observan con curiosidad. En las paredes hay elegantes cuadros de famosos artistas, brindando una decoración sutil pero llamativa al mismo tiempo.
–Disculpa –le dice Henry a una chica de aproximadamente quince años que pasa caminando a nuestro lado mientras sostiene algunos libros. Ella se detiene, observándonos con una amable sonrisa–. ¿Sabes cómo podemos hablar con el director de este lugar?
–La oficina de la directora está en el tercer piso, cerca de los dormitorios y del comedor.
Henry le agradece y la chica continúa su camino.
–Dormitorios –murmuro con impresión–. ¿Es una escuela o un internado?
Obedecemos las indicaciones de la chica y caminamos hasta una enorme escalera en espiral que conduce al piso superior. Después, nos dirigimos al piso siguiente, cruzando por el pasillo de enormes dormitorios. Algunos tienen sus puertas abiertas, por lo que logramos ver el enorme tamaño de cada habitación. Vemos al fondo el salón del comedor, por lo que identificamos una puerta marrón que se encuentra a un costado como la oficina de la directora. Henry se acerca y golpea la puerta con suavidad.
–Adelante –dice una voz del otro lado, por lo que abrimos la puerta y entramos al lugar.
La directora se encuentra sentada tras un elegante escritorio, vistiendo un hermoso traje negro y tecleando en su computadora sin parar. Detrás de ella hay una enorme ventana que nos permite ver los grandes prados verdes del jardín trasero de la escuela. Henry cierra la puerta en cuanto entramos, haciendo que la mujer frente a nosotros nos mire fugazmente para después regresar su atención al aparato sobre la mesa.
–No parecen ser estudiantes –dice con seriedad–. Si quieren inscribirse sus padres deben agendar una cita dos meses antes de iniciar el periodo académico, para reunir la documentación necesaria. ¿Quieren un boletín informativo?
–Ah, no… Nosotros no venimos a inscribirnos, somos universitarios –aclaro mientras observo la enorme oficina. Es posiblemente más grande que toda mi sala de estar.
–Vaya, se ven muy jóvenes –responde, a pesar de que sólo nos vio durante dos segundos al entrar–. ¿Qué es lo que necesitan?
–Como dijo mi compañera, estamos en la universidad –comenzó a hablar Henry, dando paso a la historia falsa que comenzamos a formar durante el viaje por la carretera–. Tenemos un proyecto bastante importante. Debemos investigar sobre la vida de nuestros padres, y hacer todo un ensayo sobre el tema. Ellos estudiaron aquí, en esta escuela. De hecho, aquí iniciaron su relación.
–Oh, qué adorable –dice con una mirada totalmente inexpresiva y un tono de voz neutro–. Debo decir que ustedes dos no se parecen en nada.
–Siempre nos lo dicen –respondo dejando salir una pequeña risa.
–¿No les parece más sencillo preguntarles a sus padres sobre su historia juntos, y ya?
–Ellos fallecieron –contesta Henry con frialdad, ganándose un golpe de mi parte. Es entonces cuando finge tristeza–. Tuvieron… Un trágico accidente, hace un par de años.
Finalmente, sus palabras hacen que la mujer deje de teclear en el computador, para después dirigir su mirada hacia nosotros a través de los enormes lentes que hacen ver sus ojos como si tuvieran el triple de su tamaño.
–Lamento escuchar eso –dice, esta vez con un tono de voz que sí va acorde a sus palabras–. Díganme qué puedo hacer por ustedes.
–Ellos estudiaron aquí en el año dos mil, aproximadamente. Nos preguntamos si hay alguna manera de reunir información de esa época. Anuarios, periódicos escolares, cualquier cosa –explica Henry–. O tal vez haya algún maestro que trabajara aquí en ese entonces.
–Me temo que todo el personal de este lugar ha cambiado con el pasar de los años. No queda nadie aquí que pudiera tener información de primera mano en cuanto a esa época –hace una pausa, como si intentara buscar alguna posible solución para nosotros–. Pueden ir a la biblioteca. Ahí hay archivos sobre los estudiantes de ese tiempo. Ahora que lo pienso… El señor Fleming lleva bastantes años trabajando aquí. Escuché que era profesor, y después de jubilarse decidió trabajar en la biblioteca, por entretenimiento. Él ya estaba aquí cuando fui asignada como directora.
–Eso es perfecto –digo con una genuina sonrisa de emoción–. Muchas gracias, de verdad.
La mujer asiente con la cabeza, y después centra su atención de nuevo en el computador, dejándonos allí parados mientras un incómodo silencio se apodera del interior de la oficina. Henry y yo nos miramos compartiendo una expresión confundida.
–Espero que puedan encontrar lo que buscan –dice de repente, haciéndonos dar un salto en cuanto su voz aguda hace eco en el lugar–. Sólo les advierto que el señor Fleming es un hombre un poco peculiar… Obtener información de él no será un trabajo para nada sencillo.
...***...
La biblioteca de la escuela Norwood Crest se encuentra ubicada en el primer piso de la gran edificación, pero cuenta con dos pisos cubiertos de largos estantes repletos de libros. En un extremo se encuentran las enormes y hermosas mesas de madera ocupadas por pequeños grupos de estudiantes que leen en completo silencio. De fondo suena una suave melodía de piano, a un volumen bajo para así no interrumpir el proceso de lectura de los chicos en las mesas. Henry y yo comenzamos a caminar entre los estantes, intentando buscar el sitio donde se encuentra la persona encargada. Caminamos a través del gran lugar durante un par de minutos hasta que finalmente nos encontramos con un hombre de aproximadamente sesenta años sentado detrás de una vitrina de cristal con más libros y documentos. Junto a él hay un computador apagado, y al acercarnos vemos que se encuentra leyendo un libro que reconozco al instante, pues tengo una copia de esa misma historia en mi hogar. Me apena tener que interrumpir su lectura, por lo que espero a que Henry lo haga.
–Buenas tardes –dice él con gentileza, sin recibir respuesta alguna por parte del mayor–. ¿Usted es el señor Fleming?
–Lo soy –contesta de forma cortante, sin decir nada más. Su actitud hace que me pregunte cómo es que trabaja en un lugar donde debe atender varias personas en el día, si parece ser pésimo haciéndolo.
–La directora nos envió con usted. Necesitamos información sobre unas personas que estudiaron en esta escuela en la época de los dos mil. Pensamos que podríamos ver algún anuario, expediente o registro… Es de mucha importancia.
–Son documentos privados, y ustedes no pertenecen a esta escuela.
Me pregunto cómo lo sabe, si ni siquiera ha despegado la mirada de aquellas páginas.
–Señor Fleming, es un asunto de vida o muerte. Sólo echaremos un vistazo rápido.
–No puedo ayudarlos.
–Tenemos el permiso de la directora.
–Que ella me lo pida personalmente, entonces.
Henry deja salir un suspiro de frustración, y después me mira con cierta molestia en su expresión. Le enseño una sonrisa que tiene la intención de tranquilizarlo un poco, y después me acerco a la pequeña vitrina de cristal que separa al señor Fleming de mí. Pongo mis brazos sobre ésta, observando fijamente la portada del libro que él tiene en sus manos.
–Ése es bueno –digo con confianza, y por primera vez el mayor dirige su mirada hacia mí, regresándola casi al instante hacia las páginas–. Es uno de mis favoritos de King.
–Lo estoy releyendo –contesta, esta vez con menos agresividad que antes–. Es la quinta vez, creo.
–Yo lo leí una vez y tuve más que suficiente. No conozco a nadie que haya leído El Resplandor y no haya sentido la angustia que transmiten sus páginas.
–Es lo hermoso de los libros.
–Soy más de películas.
–Las películas no te permiten imaginar las escenas en tu cabeza, y darles un poco de tu propia esencia.
–Tiene razón, y eso es lo fascinante. Lo obligan a ver una escena que alguien más diseñó para que se quede grabada en sus pensamientos… Para siempre, sin poder cambiar algo de ella.
–¿Le gusta el género de terror? –pregunta, manteniendo su mirada fija en mí y olvidándose por un momento del libro en sus manos.
–A los ocho años compraba las películas más espantosas y horripilantes y las veía sola en mi cuarto. No hay ningún género que me guste más.
–Yo prefiero el misterio. No hay nada como un misterio bien construido que te haga apartar la vista de las páginas cuando finalmente revelan la verdad.
–Perfecto –murmuro con entusiasmo–. Porque en este preciso momento necesito que me ayude a revelar una verdad mucho más oscura de lo que se imagina.
Me tomé la libertad de darle al señor Fleming una versión resumida de los acontecimientos que han girado en torno a mí durante los últimos meses. Desde la muerte de los esposos de la señora Handford, hasta la serie de hechos que me han llevado a sospechar de sus oscuras intenciones con el hombre que acaba de casarse con ella. El señor Fleming hizo a un lado su libro en cuanto le conté de la noche en la que vi a mi vecina asesinar a una mujer en su jardín. Su atención se enfocó completamente en mis palabras, y cuando un grupo de estudiantes se acercaba para solicitar el préstamo de un libro, él simplemente les decía que podían llevarse lo que quisieran, buscando no interrumpir mi narración. Henry se mantuvo a mi lado, en silencio.
Al culminar la historia, el señor Fleming caminó hasta un pequeño cubículo ubicado a sus espaldas, para después salir pasados unos minutos sosteniendo un par de enormes libros cubiertos por una ligera capa de polvo. Los puso sobre la mesa de cristal que nos separaba, y después me dirigió una mirada de confidencialidad.
–Éstos son los anuarios, desde 1999 hasta 2004. Según tus cálculos, esas personas estudiaron aquí durante esa época. Dime si encuentran algo, a lo mejor puedo recordar de quién se trata.
–Se lo agradezco.
Henry y yo nos distribuimos los libros y después comenzamos a caminar hacia una de las grandes mesas de madera que se encontraban al fondo del lugar, bajo la mirada atenta y curiosa de algunos estudiantes. Pusimos los libros frente a nosotros, y luego dimos inicio a la misión que nos había llevado hasta allí; reunir pruebas que demostraran que la señora Handford tenía una historia previa con cada uno de los hombres que habían muerto mientras vivían bajo el mismo techo que esa víbora mentirosa.
Los extensos libros contenían toda clase de información sobre aquella época. Fotografías de los estudiantes, de los maestros, registros de eventos y celebraciones llevadas a cabo en la escuela, entre muchas otras cosas que se encargaban de ocupar gran parte de sus páginas. Intenté enfocarme únicamente en las fotos de los estudiantes, buscando en ellas el curso donde Elizabeth Handford conoció a los hombres que años después asesinaría.
–Sabemos que su apellido no es Handford –dijo Henry, observando atentamente las páginas frente a él–. Ése era el apellido de su primer esposo. Busca a cualquier chica llamada Elizabeth que se parezca a ella.
–Sus esposos también pueden servirnos, suponiendo que estuvieran en el mismo curso.
Pasó casi una hora desde que el señor Fleming nos entregó los anuarios. Una larga hora donde tuvimos que leer y observar fotografías de cientos de estudiantes que no se nos hicieron para nada familiares. Comenzamos a temer que nuestro intento fuera inútil, que no encontraríamos nada allí que pudiera ser de utilidad. Cuando mis esperanzas se desvanecían, Henry logró traerlas de vuelta con un grito que provocó ciertas miradas de desagrado por parte de los estudiantes que compartían la mesa con nosotros.
–¡Aquí está! –exclamó con emoción. Hice a un lado el anuario que tenía en mis manos, y me acerqué al que mi amigo observaba. Con su dedo señalaba la foto de un chico, sobre la cual estaba escrita con tinta negra su nombre. Lo reconocí de inmediato, especialmente por su apellido.
–Su primer esposo –susurré, atónita. Observé las demás fotos, que estaban organizadas horizontalmente. Un grupo de adolescentes que observaba a la cámara con grandes sonrisas. No tuve que buscar mucho antes de ver a su segundo esposo, a un costado de la página–. Éste es su curso. La clase del 2002.
–El tercero –señaló Henry a un chico pálido y delgado con expresión seria. Continuamos buscando, esperando ver algún rastro de Elizabeth en aquellas fotos. El dedo de Henry se deslizó por la página hasta llegar a otro de los chicos–. El último. Sus cuatro esposos pertenecieron a esa clase.
–¿Ves al señor Perlman? ¿La ves a ella?
Continuamos buscando, pero no había ningún rastro de Elizabeth o de Joe.
–Grace… –susurra Henry, con cierta angustia en su voz. Dirijo mi mirada hacia él, confundida–. ¿Cómo me dijiste que se llama la dueña de tu casa?
–Julia –respondí, al mismo tiempo que él dirigía su dedo hacia la foto del centro. Una chica de aproximadamente diecisiete años observa fijamente a la cámara, con una triste mirada inexpresiva. Intenta ocultar su cuerpo con sobrepeso poniendo su mochila sobre su torso. Su cabello corto y despeinado se extiende hacia los lados sin control alguno, y la luz del sol resalta una gran cantidad de imperfecciones en su rostro. Debajo de ella, en la foto, logro leer su nombre–. Julia Witte.
La fotografía no tiene la mejor calidad debido a la época, pero luego de observar por varios segundos el rostro de aquella adolescente, comienzo a notar que es muy parecida a alguien que conozco. Henry demuestra que piensa lo mismo que yo al dirigirme una mirada de preocupación, que deja en evidencia la sospecha que compartimos.
Julia Witte y Elizabeth Handford son exactamente iguales.
–Es ella –murmura Henry, poniendo su mano derecha sobre mi hombro–. Cambió su nombre, y tomó el apellido de su esposo.
–No…
Aunque la evidencia está frente a mí, me cuesta creer en ella. Julia Witte se puso en contacto conmigo en cuanto mis padres murieron, y me aseguró que era una familiar lejana que quería ayudarme desinteresadamente. En ese entonces, yo ni siquiera sabía de la existencia de la señora Handford, pues aún no vivía en aquel pueblo donde todo dio inicio.
–No puede ser ella… –susurro, aún sin lograr comprender lo que acabamos de descubrir–. Es… Es imposible.
Me levanto de mi asiento y sujeto el anuario con fuerza, para después comenzar a caminar hacia la zona de la biblioteca donde aún se encuentra el señor Fleming, retomando su lectura. Pongo el anuario con fuerza sobre la vitrina, provocando un ruido que recorre todo el interior del lugar y hace que algunas personas se sobresalten, incluyendo al hombre frente a mí.
–¿Reconoce a estos cuatro chicos?
Señalo las cuatro fotografías bajo la atenta mirada del señor Fleming, y en cuanto ve aquellos rostros, se pone de pie inmediatamente y da dos pasos hacia atrás, sorprendido. Su mirada comienza a viajar una y otra vez desde el libro hacia mi rostro.
–¿Quién los envió? –pregunta en un tono de voz tan alto que incluso a mí me impresiona.
–Responda la pregunta –ordena Henry con imponencia.
–No me meteré en problemas. No ahora, después de tantos años. Eso ya quedó en el olvido.
–¿Qué me dice de ella?
Señalo la fotografía de Julia Witte, o Elizabeth Handford, o como sea que se llame realmente. El señor Fleming parece estar cada vez más impresionado y, al mismo tiempo, confundido.
–¿Ella es la mujer de la que me hablaron? –pregunta él entre tartamudeos–. Ella… ¿Se casó con esos hombres? ¿Están muertos?
–Vamos a ir con la policía, y será mejor que nos diga lo que sabe si no quiere que lo metamos en esto también.
–No le temo a la policía –su mirada nerviosa se mantiene fija en el anuario–. Le temo a las personas que están en esa foto.
–¿Quiénes eran?
–Los seis… Eran un grupo de amigos. Todos eran muy unidos. Esa chica, Julia… Era la única mujer del grupo. Muchos la confundían con un hombre más.
–¿Cuáles seis? –cuestiona Henry–. ¿Se refiere a los cuatro chicos y a ella?
–Cinco chicos –el señor Fleming estira su mano hacia la página del anuario, y señala a una persona que había pasado desapercibida para nosotros. Un chico moreno de cabello ondulado que se encontraba de pie a un extremo de la foto.
Henry y yo leemos su nombre, siendo envueltos por el impacto que viene acompañado de un silencio aterrador.
–James Cowan –murmuro con voz temblorosa, mientras dirijo poco a poco mi mirada hacia Henry–. Tu… Tu padre.
No sólo me impresiona saber que Elizabeth está relacionada con mi familia, que es la dueña de la casa donde vivo, o que incluso fue amiga del grupo de hombres que fueron su objetivo principal como venganza. Me impresiona que el oficial Cowan, siendo un hombre que nunca había estado en mi lista de sospechosos, esté envuelto en todo un asunto que aparentemente nunca había tenido relación con él, hasta ahora. Esperaba encontrar en este anuario a Joe Perlman, no al padre de mi mejor amigo.
–James Cowan y Julia Witte estudiaban en esta escuela gracias a una beca. Tuvieron suerte de ser admitidos. Los otros chicos… Provenían de familias muy poderosas, y por lo tanto tenían tanto dinero que es difícil imaginarlo.
–Dijo que eran muy unidos… –continué, aún observando cómo los ojos de Henry comienzan a llenarse de lágrimas–. ¿Qué fue lo que cambió?
–La chica, Julia… Ella fue enviada a otra escuela. No sé qué sucedió en ese grupo de amigos, pero en cuanto ella se fue, los cinco chicos dieron por terminada su amistad.
–¿Y eso es todo?
El señor Fleming asiente, intentando ocultar sus nervios.
–¿Por qué dijo que iba a meterse en problemas?
–Ya les dije suficiente. Si no se van de aquí ahora mismo, llamaré a seguridad, y si se resisten tendré que comunicarme con la policía –cierra el anuario con agresividad y después lo aparta de la vitrina–. Dijiste que te gustan las historias de terror. Pues te advierto que estás a punto de ser la protagonista de una, y si no quieres morir junto a tu amigo, te recomiendo que olvides lo que viste y dejen de buscar al respecto.
El señor Fleming toma el libro y camina de regreso al cubículo de donde lo sacó, desapareciendo entre las sombras de éste. Me acerco a Henry, esperando poder hablar con él sobre todo lo que acabamos de descubrir. Las evidencias están en esta escuela, y es momento de aprovecharlas.
–Henry…
Intento llamar su atención, pero su mirada está perdida en algún punto del suelo. Sus ojos continúan reteniendo algunas lágrimas, y puedo notar que sus manos están temblando. Está asustado, demasiado, y aún no logro comprender el motivo. Lo que acabamos de descubrir no es tan grave como para dejarlo en ese estado. Levanto mis manos y las pongo sobre ambos lados de su rostro, intentando hacer que me mire a los ojos.
–¿Henry?
–Va a matarme –dice de repente, con un tono de voz tan bajo que apenas logro escucharlo, incluso con la biblioteca en completo silencio–. Va a matarnos a los dos.
–¿Qué…?
No tengo tiempo de terminar mi pregunta, pues Henry me sujeta con fuerza del antebrazo y comienza a forzarme a caminar hacia la salida, llevándome casi a rastras hacia el pasillo exterior. Salimos de la biblioteca, y después su agarre me obliga a caminar por el inmenso pasillo que lleva a la puerta principal de la escuela. Intento liberarme, pero sin hacer un gran escándalo, pues no quiero llamar la atención sin saber primero qué es lo que sucede.
Salimos de la escuela, pero su puño continúa cerrado con fuerza, esta vez alrededor de mi muñeca. Me lleva hacia el estacionamiento, donde abre la puerta del copiloto y me lanza con agresividad hacia el asiento, provocando que me dé un fuerte golpe en la espalda y la cabeza. Intento preguntarle qué sucede, pero cierra la puerta de golpe, dejándome con las palabras en la boca. Rodea el vehículo, y después camina hacia su asiento, en silencio y con los puños temblorosos cerrados con ira. Cuando finalmente ingresa al auto, decido hablar.
–¿Qué mierda te pasa ahora?
Mientras pone el vehículo en marcha y comienza a conducir fuera del estacionamiento, veo sus dedos marcados sobre la piel de mi brazo derecho, demostrando la fuerza de su agarre. La rabia comienza a incrementarse dentro de mí.
–Sé que estás molesto, pero si vuelves a hacer algo como eso te juro que terminaré el trabajo que dejé pendiente –digo con molestia, observando el vendaje que sobresale de su camisa provocado por mi ataque del día anterior.
Sin embargo, no responde nada, y cuando cruzamos el portón de hierro acelera con fuerza, regresando a la solitaria carretera que nos llevó hasta allí.
–¿No vas a decir nada?
El giro repentino que da el vehículo a toda velocidad provoca que derrape por el asfalto y que mi cabeza se dé un fuerte golpe con la ventanilla a mi lado. Observo a Henry, que mantiene sus manos firmes sobre el volante, sujetándolo con tanta fuerza que pareciera querer desprenderlo de su lugar. Su pie mantiene presionado el acelerador a fondo, y cuando cambia las revoluciones empiezo a sentir que mi vida pende de un hilo.
–Henry, detente.
Como si hubiese escuchado totalmente lo opuesto a mis palabras, acelera con más fuerza.
–Sé que estás impresionado, pero yo igual. La señora Handford parece estar relacionada con mi familia, y me conoce desde antes de que yo llegara al pueblo. ¡Baja la velocidad y podremos hablar de esto!
La carretera se encuentra vacía, y al ver mi reloj de pulsera noto que apenas es mediodía. Comienzo a desear con todas mis fuerzas encontrar la cafetería más cercana, donde nos detuvimos antes de ingresar a la ciudad. De esa manera, podré convencer a Henry de detenerse y pensar con más claridad.
–Cuando él lo sepa estaremos muertos –dice con furia. Es la tercera vez que dice que moriremos, pero aún no comprendo por qué. Siempre supe que le tenía miedo a su padre, pero ahora parece estar completamente aterrado.
–Piensa sobre esto un momento, Henry. La señora Handford ha estado involucrada con muchísimas muertes misteriosas, que han sido catalogadas como accidentes. Sus esposos y sus familias, por ejemplo. Todos ellos están muertos. ¿No te parece extraño que nunca se haya iniciado una investigación en su contra?
–¿Qué es lo que estás sugiriendo?
–Para salir invicta, ella necesitaba la ayuda de alguien de autoridad. Alguien que pudiera ayudarla a ser libre de las sospechas de la policía. Tu padre la conoce desde que eran adolescentes, fueron amigos mucho tiempo, y es el único de sus amigos de esa época que sigue con vida. Todos los demás están muertos.
–No… No es posible.
–El oficial Cowan podría ser su cómplice.
–Cállate.
–Debemos ir con la policía y decirles lo que sabemos. La señora Handford ha estado asesinando personas como un plan de venganza, y tu padre es parte de eso.
Me quedo en silencio cuando Henry gira el volante abruptamente, haciendo que el auto dé un salto que lo deja ubicado entre un montón de arbustos y plantas a un costado del camino, donde finalmente nos detenemos. Henry presiona el freno y apaga el auto, permitiendo que escuche su respiración agitada.
–Debemos hacer esto –susurro cerca de él, intentando tranquilizarlo. Lentamente, acerco mis manos hacia él, esperando mostrarle mi apoyo–. Ellos deben pagar por lo que han hecho.
Cuando estoy a punto de tocar su hombro, Henry me toma por sorpresa, pues se gira hacia mí y levanta su brazo, cerrando con fuerza su mano derecha. Lo último que veo antes de quedar inconsciente es el puño de mi mejor amigo dirigiéndose hacia mi rostro.