Arata, un omega italiano, es el hijo menor de uno de los mafiosos más poderosos de Italia. Su familia lo ha protegido toda su vida, manteniéndolo al margen de los peligros del mundo criminal, pero cuando su padre cae en desgracia y su imperio se tambalea, Arata es utilizado como moneda de cambio en una negociación desesperada. Es vendido al mafioso ruso más temido, un alfa dominante, conocido por su crueldad, inteligencia implacable y dominio absoluto sobre su territorio.
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Capítulo 20: Amanecer
Mikhail despertó sintiendo una luz intensa que se filtraba por las cortinas, proyectando un brillo cálido sobre su piel. El calor del sol lo envolvía lentamente, devolviéndolo a la conciencia tras días sumidos en un abismo de instinto, deseo y rut. Parpadeó, tratando de ajustar la vista a la claridad del día que lo bañaba. Todo a su alrededor estaba extrañamente tranquilo, casi pacífico, pero su mente aún estaba atrapada en una niebla densa, luchando por recordar con claridad.
Cuando intentó levantarse, algo lo detuvo. El peso familiar sobre su pecho lo ancló a la cama. Al bajar la mirada, vio a Arata, dormido profundamente, su cuerpo enredado con el de Mikhail. Sus facciones estaban relajadas, mostrando una paz que contrastaba con los últimos días. Un poco de baba se escapaba de su boca, resbalando lentamente por su mejilla, y sus cabellos revueltos caían sobre su frente. Mikhail, que normalmente se habría reído o burlado de esa imagen, sintió una oleada de ternura. Pero no duró mucho.
De repente, todos los recuerdos de los últimos tres días golpearon su mente con la fuerza de una tormenta. Todo lo que había pasado, las horas intensas, la urgencia, la pérdida de control. Se quedó inmóvil, mientras el miedo y la culpa se abrían paso en su interior, desplazando cualquier otro pensamiento. ¿Qué había hecho? ¿Hasta qué punto había permitido que el rut lo consumiera?
Con manos temblorosas, y una urgencia apremiante, Mikhail levantó suavemente el cuerpo de Arata, deslizándolo con cuidado a su lado. Lo hizo sin querer despertarlo, como si de alguna manera pudiera retrasar lo inevitable. Pero entonces lo vio. Al retirar las sábanas, su mirada cayó sobre el cuerpo de Arata, y todo dentro de él se detuvo.
La piel del omega estaba cubierta de marcas. Mordidas, arañazos, moretones oscuros en sus caderas, muslos y costados. No había un solo centímetro que no mostrara algún rastro del rut. Las marcas se entrelazaban como si fueran cicatrices de una batalla. La imagen lo dejó paralizado. Su corazón se detuvo por un instante y luego se disparó, golpeando en su pecho con una mezcla de terror y culpabilidad.
Mikhail retrocedió, horrorizado por lo que veía. No podía creer lo que había hecho. No podía concebir cómo había sido capaz de dejar su huella en él. Su respiración se volvió irregular, y una punzada de miedo lo atravesó. ¿Y si lo había lastimado? ¿Y si había ido demasiado lejos?
La culpa lo devoraba. ¿Cómo había permitido que el instinto lo cegara tanto? Se pasó las manos por el cabello, casi desesperado, intentando procesar lo que veía. Se sentía como un monstruo, incapaz de controlarse. Todas las advertencias que le había dado a Arata, todos los esfuerzos por protegerlo… todo parecía inútil ahora. Lo había destrozado, había marcado su cuerpo sin piedad.
Justo cuando Mikhail se preparaba para alejarse, con la intención de salir de la cama y darle espacio a Arata, escuchó un murmullo adormilado detrás de él.
—No sabía que eras de los que huía por la mañana —la voz de Arata era suave, con un toque de sarcasmo que normalmente lo habría hecho sonreír, pero ahora solo lo dejó congelado.
Mikhail se giró lentamente, encontrándose con los ojos entreabiertos de Arata. Todavía somnoliento, el omega lo miraba con una expresión juguetona, aunque su voz estaba teñida por el cansancio. La broma no pasó desapercibida para Mikhail, pero no pudo responder de inmediato. Estaba demasiado consumido por lo que había hecho. Arata, aún medio dormido, probablemente no entendía la magnitud de lo que Mikhail sentía en ese momento.
Arata se estiró, sus músculos protestando levemente por el esfuerzo, y dejó escapar un suspiro satisfecho, como si esos tres días de tormenta hubieran sido simplemente otro desafío superado. Pero Mikhail no podía ver las cosas tan simples como él. No cuando tenía ante sí la evidencia física de su pérdida de control.
—Arata... —su voz salió quebrada, cargada de culpabilidad. Se inclinó hacia el omega, sus dedos rozando las marcas en su piel con una suavidad inusitada, como si no quisiera causarle más daño. Los recuerdos de cada mordida, cada rasguño, eran como un veneno en su mente. Sintió que su pecho se apretaba—. ¿Te duele? —la pregunta era simple, pero contenía un peso descomunal, como si la respuesta de Arata fuera a determinar el resto de sus vidas.
Arata abrió los ojos completamente, observando a Mikhail con una mezcla de curiosidad y ternura. Ladeó la cabeza, intentando comprender la intensidad en los ojos del alfa. Entonces, bajó la mirada, viendo las marcas que cubrían su cuerpo. Las reconoció, pero en lugar de horror o molestia, una pequeña sonrisa se formó en sus labios.
—No, Mikhail —respondió con voz suave—. No me duele. Estoy bien.
Mikhail negó con la cabeza, incapaz de aceptar esa respuesta. ¿Cómo podía estar bien? ¿Cómo podía no sentirse ultrajado o, al menos, asustado por lo que había sucedido? Se inclinó más cerca, sus dedos temblorosos acariciando los contornos de las marcas en la piel de Arata, trazando las líneas de su propia culpa.
—Te hice daño —dijo, su voz apenas un susurro. Sus ojos se movieron por el cuerpo de Arata, como si buscara confirmar su propia acusación—. Te marqué… te lastimé.
Arata, aún con una sonrisa adormilada, se sentó un poco más erguido y tomó la mano de Mikhail, apretándola con suavidad.
—Mikhail, te dije que entendía lo que significaba esto —su voz era firme, aunque tranquila—. Sabía en lo que me estaba metiendo, y lo acepté. No me arrepiento.
Mikhail apartó la mirada, incapaz de soportar la dulzura en los ojos de Arata. ¿Cómo podía ser tan comprensivo? ¿Tan inquebrantable?
—Pero… mírate —dijo Mikhail, con un gesto hacia las marcas—. No debería haberte hecho esto. Debería haber sido más fuerte, haber tenido más control.
Arata soltó una risa suave, que resonó en el silencio de la habitación.
—Eres mi alfa, Mikhail —respondió, como si esa fuera la explicación más simple y obvia del mundo—. Y yo soy tu omega. Estas marcas… —se señaló las cicatrices y mordidas en su piel— son solo una parte de eso. No son heridas, son pruebas de lo que somos. De lo que compartimos.
Mikhail lo miró, aún inseguro, pero las palabras de Arata comenzaban a abrirse paso a través de la niebla de su mente. Quizá tenía razón. Quizá… esto no era tan terrible como lo había imaginado.