En un mundo donde las historias de terror narran la posesión demoníaca, pocos han considerado los horrores que acechan en la noche. Esa noche oscura y silenciosa, capaz de infundir terror en cualquier ser viviente, es el escenario de un misterio profundo. Nadie se imagina que existen ojos capaces de percibir lo que el resto no puede: ojos que pertenecen a aquellos considerados completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que estos "dementes" poseen una lucidez que muchos anhelarían.
Los demonios son reales. Las voces susurrantes, las sombras que se deslizan y los toques helados sobre la piel son manifestaciones auténticas de un inframundo oscuro y siniestro donde las almas deben expiar sus pecados. Estas criaturas acechan a la humanidad, desatando el caos. Pero no todo está perdido. Un grupo de seres, no todos humanos, se ha comprometido a cazar a estos demonios y a proteger las almas inocentes.
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CAPÍTULO CATORCE: ESPACIO EN BLANCO
Victoria asintió, incapaz de desviar la mirada del cuadro frente a ella. Por un instante, le pareció que el hombre en la pintura sonreía de una manera inquietante, como si conociera un secreto oscuro que solo él podía comprender. Esa sonrisa le resultaba familiar, evocando los cuadros que había visto en la mansión de los Lith. Sin poder evitarlo, su curiosidad la llevó a explorar más a fondo la sala.
Se movió de un cuadro a otro, absorbiendo el ambiente cada vez más oscuro y perturbador. Finalmente, llegó a uno de los cuadros más grandes y llamativos de la sala. Era una obra impresionante que dominaba una pared completa. La pintura representaba a un hombre desnudo con una expresión de éxtasis macabro en su rostro. Lo que realmente le llamó la atención a Victoria fueron los cuernos en la cabeza del hombre, que parecían estar en el proceso de ser arrancados. La escena era grotesca pero fascinante, con una mezcla perturbadora de dolor y placer en la expresión del hombre.
La imagen era inquietante y visceral. La brutalidad y la desesperación plasmadas en la pintura eran intensas, y el hecho de que el hombre pareciera experimentar un deleite oscuro mientras le arrancaban los cuernos le daba un aire aún más perturbador.
—¿Sabes algo sobre este cuadro? —preguntó Victoria sin apartar la vista de la imagen.
Serena, que había seguido a Victoria, se acercó y miró la pintura con una expresión de contemplación.
—Este es uno de los más enigmáticos —dijo Serena con tono reflexivo—. Algunos dicen que el hombre en el cuadro era un antiguo líder de una secta secreta que fue castigado por sus pecados, pero la realidad es otra. Mi abuela dice que representa al diablo en el momento en el que le robaron los cuernos. ¿Conoces la historia de los cuernos del diablo?
—Sí, en mi familia suelen hablar mucho sobre las historias más perturbadoras del inframundo —respondió Victoria, mirando a Serena con una mezcla de curiosidad y familiaridad—. Dicen que sus cuernos fueron encerrados en una caja santa que fue bendecida por los ángeles…
Serena levantó una ceja, evidentemente sorprendida.
—¿En serio? —preguntó con un tono de fascinación—. Eso encaja con lo que se dice sobre el cuadro. Mi abuela siempre contaba que los cuernos del diablo tenían un poder especial y que la caja en la que fueron encerrados era muy importante. Decían que esa caja podía mantener a raya a las fuerzas oscuras, pero también que si alguien la abría, podría desatar una serie de eventos catastróficos.
Victoria asintió, sintiendo que el vínculo entre las historias de su familia y el misterio del museo se estaba volviendo más claro.
—Sí, la caja fue creada para proteger a la humanidad de un gran mal. Mis ancestros siempre me contaron que los ángeles la bendijeron para garantizar que nadie pudiera usar el poder de los cuernos para fines oscuros, ni siquiera que el propio diablo pudiera recuperarlos.
Serena parecía intrigada por la conexión que Victoria estaba haciendo entre las leyendas y el arte del museo.
—Eso es fascinante —dijo Serena—. A veces pienso que las historias y los objetos en lugares como este están más interconectados de lo que imaginamos. Quizás, al igual que este cuadro, los cuernos del diablo y la caja tienen una historia que va más allá de lo que se cuenta en los mitos y leyendas.
—Tal vez —dijo Victoria, con una mirada pensativa—. A veces, las historias más oscuras tienen una forma de encontrarnos cuando menos lo esperamos. Es entretenido hablar contigo. No entiendo como hay personas que dicen que eres…mala.
—¿Por qué alguien diría que soy mala? —preguntó Victoria, con una mezcla de frustración y confusión en su voz.
Serena la miró con empatía, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—Mi hermana dice que, como eres una Lith, debes serlo porque tu familia es muy extraña —respondió Serena, mostrando un gesto de incomodidad al hablar sobre su hermana.
—Ser extraño no te vuelve mala persona —dijo Victoria con firmeza—. Mi familia tiene sus propias costumbres y secretos, pero eso no significa que sean malas personas.
—Eso es lo que le digo a mi hermana, pero ella sigue encerrada en su burbuja de prejuicios. A veces, las personas se aferran a ideas preconcebidas y no están dispuestas a ver más allá de lo superficial.
—Es difícil cuando la gente te juzga sin conocerte realmente. En mi caso, el hecho de que mi familia sea diferente solo significa que tenemos nuestras propias historias y tradiciones. Eso no nos define como personas malas.
Victoria miró nuevamente el cuadro frente a ella, con una nueva perspectiva sobre el significado de lo que estaba viendo. El museo, con todas sus historias y leyendas, no solo era un lugar de descubrimiento sobre el pasado, sino también una oportunidad para explorar y afirmar su propia identidad en medio de los juicios y malentendidos. Era increíble.
Después de varios minutos recorriendo el museo, Serena y Victoria decidieron salir y se sentaron en las bancas que estaban afuera. El museo se encontraba casi en medio de la nada, una ubicación que podría causar terror en algunos visitantes, pero para aquellas que ya estaban allí, era simplemente parte del encanto del lugar.
Victoria bajó la mirada a sus manos, las cuales estaban llenas de anillos de oro que había heredado de su familia. Los anillos brillaban a la luz del sol, y ella se preguntaba si había alguna conexión entre ellos y las leyendas del museo. Mientras examinaba los anillos, su mente comenzó a divagar. De repente, al alzar la vista hacia el cielo, sintió una oleada de mareo. Imágenes confusas y cambiantes comenzaron a mezclarse en su mente, distorsionando la realidad que la rodeaba. Todo a su alrededor empezó a moverse de manera errática, como si el mundo estuviera girando a su alrededor.
—¿Victoria? —preguntó Serena, alarmada—. ¿Estás bien?
Victoria intentó responder, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Sus sentidos se volvían cada vez más desorientados, y la sensación de vértigo creció. El cielo se torció en un torbellino de colores, y los edificios y el entorno parecían ondular como si fueran parte de un sueño inquietante.
—Si... si me siento bien —logró decir Victoria con dificultad, aferrándose a la banca para estabilizarse.
— No pareces estar bien… ¿Quieres que…
—¡Estoy bien! —grito.
Victoria sintió cómo la tensión en su pecho se liberaba con el grito, pero al ver la preocupación en los ojos de Serena, se dio cuenta de que su reacción había sido desmedida. El eco de su grito se desvaneció en el aire, dejando una sensación de incomodidad. Serena se quedó en silencio por un momento, su expresión cambiando de sorpresa a una comprensión más profunda.
—Lo siento —dijo Victoria con un tono más suave—. No quise gritar. Solo… me asusté. No estaba segura de lo que estaba pasando.
Serena asintió, aun mostrando una mezcla de preocupación y empatía.
—Está bien —dijo Serena—. Todos tenemos momentos en los que nos sentimos abrumados. ¿Quieres hacer algo para distraerte?
Victoria miró los anillos en sus manos, el brillo dorado parecía tranquilizarla un poco. Respiró hondo, intentando calmarse.
—Tal vez distraernos un poco sería bueno —respondió Victoria—. Podemos subir al tercer piso del museo.
Serena sonrió con alivio y asintió.
—Vamos pues.
Victoria fue la primera en levantarse, siendo seguida de Serena quien comenzó a hablar como loro de temas desconocidos para ella, pero aun así, le pareció divertido ver la emoción con la que hablaba. Victoria no era muy habladora, pocas veces sucedía eso y era con personas con las que ella sentía algo de comodidad, así como lo era Thaddeus, quien en ese momento se encontraba subiendo las escaleras detrás de ellas dos, teniendo una conversación con Celine.
—Ahí está tu chica.
— No es mi chica, Celine. No sé por qué te empeñas en decirlo —dijo Thaddeus, tratando de mantener la calma.
— Es muy obvio que te gusta esa chica. No lo niegues, Thadis —respondió Celine con una sonrisa traviesa—. No puedes engañarme, lo noté desde el momento en que la ayudaste hace días.
— Definitivamente estás loca —replicó Thaddeus, intentando restar importancia a la conversación.
Celine rió y le dio un ligero codazo en el costado.
— Si estoy loca por ver cosas que tú no, entonces sí, estoy loca. —Su sonrisa se amplió—. Vamos, anímate. No puedes simplemente ignorar cómo te sientes.
— ¿Y qué debería hacer? ¿Hablarle del calentamiento global? —Thaddeus dijo esto con un tono sarcástico, pero la verdad era que no tenía ni idea de cómo abordar la situación.
— Sería interesante ver qué opina sobre eso —rió Celine—. Pero en serio, solo trata de encontrar un tema común. Puede ser algo tan simple como una pregunta sobre el museo. Si te interesa, deberías hablar con ella.
— Me dijiste hace días que me mantuviera alejado de ella —dijo Thaddeus, recordando la advertencia anterior de Celine.
— Las personas hacen lo que quieren, así que no sirve de nada lo que yo diga —respondió Celine con un encogimiento de hombros—. Mira, yo sólo te doy un empujón. Al final, tú decides qué hacer con tus sentimientos.
Thaddeus miró hacia el grupo de estudiantes que se estaban dispersando mientras exploraban el tercer piso. Victoria estaba un poco más adelante, inmersa en la exhibición. La visión de ella, incluso a distancia, hizo que su corazón latiera un poco más rápido. La verdad era que no podía ignorar lo que sentía. Celine tenía razón, aunque no quisiera admitirlo.
—Anda, muchacho, ve por ella.
— Quita esa loca idea de tu mente, Celine.
Al terminar de pronunciar esas palabras, desvió su mirada hacia un imponente monumento en medio de la sala. Era una estatua de mármol, majestuosa y muy grande que parecía observar a los transeúntes con indiferencia. Sin embargo, lo que lo dejó sin aliento no fue la estatua en sí, sino lo que apareció detrás de ella: el rostro ensangrentado de su hermana menor. El contraste entre la fría piedra y la calidez de la sangre que empapaba su rostro lo paralizó por un instante. Los ojos de ella, apagados por el dolor, lo miraban fijamente,
suplicantes. Su mano temblorosa se alzó hacia él, como si estuviera pidiendo ayuda. El dolor en su rostro era desgarrador. La expresión de su hermana era una mezcla de sufrimiento y desesperación, una imagen que parecía imposible de borrar de su mente. El peso de esa mirada lo aplastaba, y su cuerpo se movió por instinto. El miedo lo invadió por completo. Sin pensarlo dos veces, salió corriendo del lugar, sus pasos resonando en el pavimento mientras las curiosas miradas lo seguian. Corría sin rumbo, solo con el deseo de alejarse de esa visión aterradora. Sus pensamientos eran un caos, pero el terror se imponía sobre todo.
Finalmente, encontró un baño en el que se apresuró a entrar, cerrando la puerta de uno de los cubículos con un estruendo. Se dejó caer sobre la tapa del inodoro, sus manos aferrándose desesperadamente a su cabello. Sentía que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Su respiración se aceleraba, cada inhalación era más corta que la anterior, hasta que terminó hiperventilando, incapaz de controlar su propio cuerpo.
—¿Por qué la vi?—se preguntó entre sollozos mientras apretaba los dientes con fuerza. Su hermana... ella estaba muerta. Sabía que estaba muerta. La había visto ahí tirada en el suelo, el frío de su piel cuando la tocó por última vez aún lo perseguía en las noches más oscuras. Y sin embargo, ahí estaba, mirándolo con esos ojos llenos de angustia. Era imposible. No podía estar viva. No debía estar viva.
El sonido del agua corriendo en los grifos le pareció un eco distante, lejano, como si el mundo exterior se desvaneciera en ese instante. Todo a su alrededor era confusión. El frío del suelo bajo sus pies, el olor a desinfectante del baño, los murmullos de personas al otro lado de la puerta, todo parecía desvanecerse. Solo quedaba el recuerdo de su hermana, cada vez más nítido, más doloroso, más aterrador. La imagen se repetía una y otra vez en su mente, cada detalle más vívido, como si estuviera grabado a fuego en sus retinas.
—¡No puede ser real!—murmuró con la voz temblorosa, tratando desesperadamente de convencerse a sí mismo. Sentía que se estaba volviendo loco. —Es solo una alucinación... el estrés...—pero las palabras no lograban calmarlo. Esa voz interior que solía traerle paz en momentos de desesperación ahora solo añadía más caos. Las mismas palabras empezaron a repetirse en su mente, como un eco maldito.
"Tú lo hiciste."
"Tú lo hiciste."
"Es tu culpa."
"Solo tuya."
Las voces en su cabeza se repetían sin descanso, cada una más insoportable que la anterior. Resonaban en su mente como un martillo golpeando implacable, hiriéndolo más con cada palabra. Sentía como si su cráneo fuera a estallar, y la angustia en su pecho crecía, sofocándolo. Cada latido era más pesado, más doloroso. Su respiración era errática, cortada por la culpa que lo invadía.
—¡No es mi culpa!—gritó de repente, con la voz rota por el pánico. Su mano se cerró en un puño, y sin pensarlo, golpeó con fuerza la puerta del cubículo. El golpe resonó en el baño, dejando una pequeña hendidura en la madera, apenas profunda, pero suficiente para sentir el dolor recorrer sus nudillos.
No quiso hacerlo. Esa frase se repetía en su interior, casi como una súplica, un intento desesperado de justificarse. No quiso hacerlo. Pero entonces, la otra pregunta venía como un puñal: ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué había ocurrido? No tenía respuestas, solo el vacío de la culpa carcomiendo su alma.
— Yo no quise… me obligaron a hacerlo…
Sus manos temblaban, aferrándose al borde del cubículo, tratando de anclarse a la realidad mientras su mente lo arrastraba hacia el abismo. Los recuerdos le llegaban en ráfagas dolorosas. La sangre. El grito. La última mirada de su hermana. ¿Qué lo había empujado a hacerlo? ¿Fue un accidente? ¿O era aquella cosa horrible que él no podía controlar?
—No quise... no quise...—murmuró para sí, su voz quebrada, casi inaudible. Se sentía como si estuviera a punto de desmoronarse por completo. Sus manos apretaban su cabello con fuerza, buscando algún tipo de alivio físico, algún dolor que pudiera distraerlo de la tormenta en su cabeza. Pero nada podía detenerlo. Las voces seguían ahí, implacables, castigándolo.
"Tú lo hiciste."
"Es tu culpa."
El eco de esas palabras lo consumía. El aire en el baño se hacía más denso, más sofocante. Las paredes parecían acercarse, como si lo estuvieran encerrando, atrapándolo en su propia pesadilla. No había escapatoria. Estaba solo con su culpa, con su miedo, y con la imagen de su hermana ensangrentada, que seguía llamándolo desde lo más profundo de su memoria.
¿Por qué lo había hecho?
— No, no…
Se quedó allí, inmóvil, respirando con dificultad mientras el eco de sus palabras y el latido de su propio corazón llenaban el vacío del silencio. Las lágrimas caían por su rostro, confundido entre el terror y la culpabilidad, tratando de encontrar alguna explicación lógica a lo que acababa de presenciar. Pero por más que intentara convencerse de que todo había sido una alucinación, la sensación de que su hermana estaba allí, mirándolo desde las sombras, no lo abandonaba.
—Thaddeus...—escuchó una voz femenina que le resultaba familiar, rompiendo el silencio opresivo que lo envolvía. Se quedó inmóvil por un momento, tratando de discernir si era real o simplemente otra ilusión de su mente atormentada. ¿Qué hacía ella ahí?
—Thaddeus, ¿te encuentras aquí?—repitió la voz, esta vez más clara, más cercana. Era Victoria, no había duda. Esa suavidad en su tono. Pero en ese momento, escucharla solo avivaba su desconcierto. ¿Cómo había llegado hasta él?
Su respiración aún era irregular, pero el sonido de su nombre en labios de Victoria le trajo un pequeño destello de calma en medio de la tormenta de su mente. ¿Qué debía hacer? ¿Responder? ¿Seguir escondido? Sentía que el mundo a su alrededor colapsaba, y no estaba seguro de si tenía las fuerzas para enfrentarse a ella, no con todo lo que acababa de presenciar.
—Thaddeus, ¿estás bien?—insistió Victoria, y el tono de su voz reflejaba una inquietud genuina, como si estuviera buscando más que su ubicación, como si intentara alcanzarlo en un nivel más profundo, donde él mismo ya no podía llegar.
Tomó aire, o al menos lo intentó. Sus manos temblorosas dejaron de apretar su cabello con tanta fuerza. Quería hablar, quería decirle que no estaba bien, que algo terrible había sucedido, pero las palabras no salían. Todo en su interior seguía siendo un caos, un torbellino de culpa y confusión.
Finalmente, con la garganta seca y la voz apenas audible, murmuró:
—Victoria…
—¿Puedes abrir la puerta? —preguntó Victoria con suavidad, su voz impregnada de esa calidez que casi nunca tenía. A través de la fina barrera de la puerta del cubículo, Thaddeus podía sentir su presencia, pero algo dentro de él lo retenía.
—No tienes por qué estar aquí—respondió él en un tono seco, tratando de alejarla, de mantenerla a distancia. No quería que lo viera así, roto, vulnerable. La última cosa que necesitaba era que ella se involucrara en su caos.
—Claro que sí... somos... amigos, y los amigos están para apoyarse—dijo Victoria con convicción. Su insistencia era casi dolorosa para él, una insistencia que chocaba contra las paredes que había levantado durante tantos años. “Amigos”. La palabra resonaba vacía en su mente, como un concepto ajeno, algo que nunca había conocido de verdad.
—¿Amigos?—repitió, con una amarga risa en sus labios—. Por favor, Victoria. Jamás he tenido un amigo. Nadie nunca se acercó a mí porque era un maldito extraño que veía cosas que... no debía. Todos me hacían de lado por eso, me humillaban, me golpeaban... siempre que intentaba acercarme a alguien, terminaba siendo insultado.
Se detuvo por un momento, su respiración agitada. Sus palabras eran como veneno, cargadas con el dolor de años de soledad y rechazo. Recordaba las miradas de desprecio, los murmullos, las risas burlonas a sus espaldas. Cada intento de encajar había sido una tortura.
—No entiendes—continuó, su voz ahora más baja, casi un susurro—. Nunca tuve a nadie. Siempre estuve solo. ¿Por qué serías diferente? Entiendo que nunca hayas tenido un amigo, pero no tienes por qué buscar en eso en mí. No lo encontrarás.
El silencio que siguió fue sofocante, envolviendo el pequeño cubículo en una tensión casi palpable. Thaddeus sentía cómo su propio corazón martilleaba en su pecho, cada latido un recordatorio de la vulnerabilidad que había expuesto ante Victoria. Quería apartarla, alejarla de su dolor y su miseria, pero una parte de él, enterrada bajo capas de amargura y soledad, temía que si lo hacía, ella realmente se iría. Y si se iba, tal vez nunca volvería. Y aunque negara que ella le gustaba, algo dentro de él sabía que mentía.
Victoria permaneció al otro lado de la puerta, en silencio, pero no era el tipo de silencio incómodo que precede al abandono. No, ella estaba analizando cada palabra que Thaddeus había dicho, sopesando su dolor y su rechazo. Ella entendía. En un nivel profundo, comprendía lo que era sentirse aislada, incomprendida. Aunque sus razones eran diferentes, ambos compartían esa sensación de estar rotos por dentro, de caminar por la vida con cicatrices invisibles.
Victoria tampoco había tenido amigos, pero no por las mismas razones que Thaddeus. En su mundo, la soledad no era un castigo impuesto por otros, sino una barrera autoimpuesta, un escudo para protegerse del dolor, según su amada familia. Eran mundos completamente diferentes, pero en cierta manera, también eran sorprendentemente parecidos. Dos almas heridas, vagando por un terreno lleno de sombras y recuerdos.
—Dicen que dos almas rotas pueden ser capaces de entenderse. ¿Por qué no intentarlo?
Thaddeus apretó los ojos cerrados al escuchar esas palabras, sintiendo cómo su corazón se contraía.
Dos almas rotas.
Era una idea tan simple, pero a la vez tan poderosa. ¿Podría ser verdad? ¿Podrían ellos, con todas sus heridas y miedos, encontrar algún tipo de consuelo en el otro? Dudaba profundamente. Pero la forma en que Victoria lo decía, con esa ternura en su voz, lo hizo tambalear.
—No lo entiendes...—susurró, casi derrotado—. Estoy roto en maneras que no puedes imaginar. No puedes arreglar lo que soy. Simplemente, no puedo tener amigos, no… no estoy listo para eso.
—No se trata de arreglar—dijo Victoria, apoyando una mano con delicadeza sobre la puerta que los separaba—. No quiero arreglarte, Thaddeus. Quiero ser alguien en el que puedas confiar cuando te sientas mal. Considero que eres un chico muy amable. Eres el único con el que he expresado mi sentir… con nadie más he hecho eso.
Thaddeus salió del baño lentamente, con los hombros caídos y la respiración aún irregular. Su corazón latía con fuerza mientras sus ojos, todavía llenos de lágrimas, recorrían el piso hasta encontrarse con Victoria, la chica del velo. Ahí estaba, tan firme y segura, su figura envuelta en aquel manto oscuro que ocultaba su rostro, pero sus ojos, los únicos que él podía ver, reflejaban una preocupación genuina, una ternura que no había esperado.
El silencio entre ellos era pesado, pero no incómodo. Era el tipo de silencio que permitía que las emociones hablaran por sí solas. Thaddeus no sabía qué decir. Se sentía desarmado frente a ella, sus lágrimas cayendo sin control, como si todo el peso que llevaba
durante tanto tiempo finalmente se desmoronara.¿Por qué ella lo completaba de esa manera? ¿Será que al ser una persona tan rota, cualquier muestra de preocupación lo alimentaba? Se lo preguntaba una y otra vez mientras la observaba, tratando de encontrar una razón, una explicación lógica para esa conexión que había surgido entre ambos tan de la nada. Antes, cuando se cruzaban, él había sentido rechazo, miedo incluso. No quería que nadie se acercara lo suficiente como para ver lo roto que estaba por dentro. Y Victoria... ella, con su propio misterio y oscuridad, parecía intocable, distante, como si viviera en un mundo aparte al que él no tenía acceso.
Pero ahora era diferente.
Las lágrimas siguieron corriendo por sus mejillas, y aunque no entendía por qué ella se había acercado a él, por qué no lo había dejado caer en el abismo como todos los demás, tampoco quería saber la respuesta.
—¿Por qué?—murmuró Thaddeus, su voz rota por la emoción—. ¿Por qué sigues aquí?
Victoria no respondió de inmediato. En cambio, dio un paso hacia él, tan suave como el viento, y sin decir una palabra, tomó una de sus manos entre las suyas. Fue un gesto simple, pero para Thaddeus, significó todo. En ese pequeño contacto había una promesa de apoyo, una conexión que nunca había sentido antes.
Para Victoria, sin embargo, ese acto iba en contra de todo lo que había aprendido. Desde pequeña le habían enseñado que estaba completamente prohibido tocar a un hombre, especialmente siendo mujer, sin importar la razón. Era una norma estricta en su familia, un principio grabado a fuego en su vida. Pero en ese momento, al sostener la mano de Thaddeus, todas esas reglas parecían tan distantes, casi irrelevantes.
¿Cómo podía ignorar lo que estaba sintiendo?
Sabía que estaba desafiando los mandatos de su linaje, pero algo dentro de ella, algo profundo, le decía que era lo correcto. Thaddeus había estado allí para escucharla en sus propios momentos de oscuridad, y ahora, ella sentía que debía estar a su lado, sin importar lo que eso significara para su familia.
Tal vez era hora de apartarse de las viejas tradiciones y crear nuevas reglas, reglas que la dejaran ser más libre, más auténtica.
—Porque ahora somos amigos—murmuró finalmente, su voz tan suave como su toque, pero firme en su convicción. Era la primera vez que se refería a alguien como su amigo, y aunque parecía una palabra pequeña, en ese momento, tenía un gran peso.
Ellos dos, ambos heridos, ambos perdidos, eran amigos. Y eso, para ella, lo cambiaba todo.
Thaddeus la miró con incredulidad, sin saber cómo reaccionar. Las palabras se le quedaban atoradas en la garganta, pero antes de que pudiera decir algo, Victoria añadió, rompiendo suavemente el momento:
—Por cierto, Celine está buscándote. Deberías ir con ella.