CAZADORES DE DEMONIOS.
La noche se cernía como un manto oscuro sobre la tierra, una oscuridad tan densa que parecía tener vida propia. El aire estaba impregnado de un silencio inquietante, interrumpido solo por el susurro del viento que acariciaba las hojas de los árboles. Pero, en ese silencio, había algo más: un eco de risas lejanas y murmullos que se deslizaban entre las sombras, despertando un instinto primario de miedo en cualquier corazón que se atreviera a escuchar.
Los demonios, aquellos seres de la oscuridad, no eran solo figuras de leyenda. Eran reales y, desde el inframundo, sus ojos brillaban con un hambre insaciable. Se alimentaban del miedo, de la desesperación, y de cada pecado que la humanidad había cometido a lo largo de los siglos. Las almas atrapadas en su red se retorcían, lamentándose en una danza macabra, mientras el eco de sus agonías reverberaba en el mundo de los vivos.
—¿Querida, no te parece que esa familia es tan extraña? —preguntó un hombre, susurrando mientras observaba a la gran mansión en la colina desde la ventana de su pequeña casa—. A mí parecer, esconden tantas cosas.
—En este lugar, todos son extraños —respondió su esposa, con una mirada que parecía estar llena de aburrimiento—. Pero algunas rarezas ocultan secretos más oscuros de lo que puedes imaginar, Roberth.
Aquellos dos se encontraban hablando de la extraña familia Lith, cuya mansión era tan visible como la luna en la noche, el sol en el día, o la lluvia que mojaba a todo el pueblo casi todos los días, con excepción de los sábados y domingos. Aquella mansión, alejada pero inconfundible, dominaba el paisaje desde lo alto de la colina, un recordatorio constante de su presencia misteriosa. Era un lugar que pocos osaban siquiera mencionar, y mucho menos acercarse.
A pesar de su prominencia, la mansión Lith era un enigma para los habitantes del pueblo. Solo la extraña y poco conocida familia y un puñado de leales sirvientes tenían el privilegio de cruzar las imponentes puertas de hierro, que siempre parecían estar cerradas al resto del mundo. Este selecto grupo de sirvientes, sin embargo, nunca había visto a sus patrones. Los sirvientes trabajaban en la mansión siguiendo órdenes precisas y a veces crípticas, transmitidas a través de notas o instrucciones verbales entregadas por intermediarios que tampoco parecían saber más de lo necesario.
Ni siquiera sabían cuántos miembros componían realmente la familia Lith. Las habitaciones que limpiaban y los pasillos por los que transitaban eran testigos mudos de la existencia de sus esquivos patrones, pero jamás habían visto una cara, oído una voz, o percibido la más mínima señal de vida humana entre esas paredes. Habían sido contratados años atrás por una extraña anciana, cuya aparición y desaparición eran tan abruptas como inexplicables. Con el tiempo, los sirvientes comenzaron a preguntarse si aquella anciana realmente estaba viva o si había sido una mera ilusión, una figura sacada de sus peores pesadillas.
—Es como si la mansión misma fuera un ser vivo, —murmuró Roberth, incapaz de apartar la vista del edificio que se recortaba contra el cielo gris—, respirando secretos y alimentándose de la oscuridad que la rodea. Es tan aterradora esa mansión.
—Esa familia... y ese lugar,—dijo en voz baja—son más que extraños. Son un abismo en el que no querrías caer. Mantén tu curiosidad lejos de esa mansión si quieres conservar tu vida, esposo mío. Recuerda que hay cosas que simplemente no debemos saber.
Las palabras de su esposa, aunque dichas con la intención de advertir, sólo sirvieron para encender aún más la curiosidad de Roberth. ¿Qué secretos ocultaba la familia Lith? Y más importante aún, ¿qué lugar ocuparían esos secretos en el destino que ahora sabía que le esperaba?
Entre las paredes de la mansión, se ocultaban secretos horribles, llenos de muerte, que nadie fuera de esos muros conocía. Durante décadas, la familia Lith había sido un enigma envuelto en un misterio, alimentando las especulaciones de los pocos que siquiera conocían su existencia. Las escasas menciones de los Lith en los pueblos cercanos eran suficientes para avivar el temor y la fascinación de quienes se atrevían a hablar de ellos.
Algunos rumores, transmitidos de boca en boca entre los pueblerinos, susurraban sobre una secta secreta a la que los Lith pertenecían. Decían que los miembros más poderosos de la familia aspiraban a dominar el mundo, manipulando eventos desde las sombras, acumulando un poder sin igual. Se contaba que realizaban rituales oscuros en lo más profundo de la mansión, sacrificando vidas en nombre de entidades ancestrales que les otorgaban su poder. La falta de contacto con el exterior solo avivaba estas historias, y la mansión se convirtió en el centro de una mezcla tóxica de temor y obsesión.
Otros, más pragmáticos, consideraban que los Lith eran simplemente una familia extremadamente reservada, que prefería la soledad y la privacidad lejos de los curiosos ojos de la sociedad. Según esta versión, su aislamiento no tenía nada que ver con oscuros complots, sino con una necesidad de paz y tranquilidad, un deseo de mantenerse alejados del bullicio del mundo exterior.
Pero para aquellos que conocían la verdadera naturaleza de la familia Lith, estas teorías no eran más que ilusiones reconfortantes. Porque en las sombras de esa mansión, los Lith no solo preservaban su privacidad; custodiaban un legado oscuro, un poder antiguo y terrible que debía ser mantenido lejos del alcance de los hombres. Y aquellos que se atrevían a acercarse demasiado, ya fuera por curiosidad o por accidente, nunca volvían a ser los mismos.
Pese a las diferentes teorías, todos coincidían en un punto: la familia Lith no era como las demás. Sus modos de vida, sus misterios y su impenetrable privacidad los hacían destacar. La mansión, con sus altos muros y su aire de perpetua penumbra, parecía un reflejo físico de los secretos y enigmas que guardaba en su interior. Cada rincón de la propiedad, desde los jardines descuidados hasta las ventanas siempre cerradas, parecía contar una historia que nadie fuera de esos muros conocería jamás.
—Deja de mirar por la ventana y llama a tus hijos, Roberth—agregó su esposa, acercándose a la olla que tenía en la mesa—. Últimamente estás muy obsesionado con esa familia. No vas a conseguir nada. Nadie nunca ha conseguido nada en cuanto a esa familia se trate.
Dentro de la enigmática familia Lith, se ocultaba un secreto oscuro y perturbador, uno que, si llegara a salir a la luz, desataría una tormenta de críticas y condenas sobre sus miembros. A lo largo de generaciones, una tradición ancestral había sido cuidadosamente preservada y practicada, una tradición tan macabra que incluso los rumores más siniestros no podían hacerle justicia.
Cada vez que un miembro de la familia, en su mayoría hombres, decidía llevar a su prometida a la mansión, se ponía en marcha un ritual que había sido ejecutado por las mujeres de la familia durante siglos. No era un ritual ordinario, ni siquiera un acto de iniciación común. Era una matanza, un juego de horror que ponía a prueba el valor y la resistencia de la joven que aspiraba a unirse a la familia Lith. Para los Lith, este ritual no era más que un entretenimiento, un espectáculo macabro que decidía el destino de la prometida.
Según esta tradición, la novia era llevada a los recovecos más oscuros y laberínticos de la mansión, donde debía sobrevivir durante siete horas sin sufrir ninguna herida. Si lograba salir indemne, se consideraría digna de portar el apellido Lith y de unirse a la familia como un miembro pleno. Sin embargo, si al final de las siete horas la novia resultaba herida, aunque fuera solo un rasguño, le esperaba un destino trágico. No habría boda, ni celebración. En su lugar, la mujer sería sacrificada, eliminada sin rastro, como si nunca hubiera existido.
Las pocas mujeres que lograron superar este macabro juego se convirtieron en figuras temidas y respetadas dentro de la familia Lith, pero muchas más encontraron un final atroz en los oscuros rincones de la mansión. Sus gritos de terror, ahogados por los gruesos muros, se habían convertido en parte de la misma estructura de la casa, alimentando la oscuridad que emanaba de ella.
Este ritual, oculto tras un velo de secretismo y sangre, era el verdadero corazón de la familia Lith. Era un testamento del poder que buscaban preservar, un poder que se alimentaba del miedo y del sufrimiento. Y mientras el mundo exterior continuaba ignorando lo que sucedía tras las imponentes puertas de hierro, la familia Lith seguía su legado, una tradición que nunca sería cuestionada dentro de sus muros, pero que condenaría a la familia si alguna vez se descubría.
La joven, con el cabello oscuro y largo cayendo en cascada por su espalda, se acurrucó detrás de una roca fría, intentando controlar su respiración mientras el terror se apoderaba de cada fibra de su ser. Cada latido de su corazón resonaba en sus oídos, martilleando con fuerza y recordándole la gravedad de su situación. Nunca había sentido tanto arrepentimiento en su vida como en ese preciso instante, mientras se maldecía por haber cruzado el umbral de esa imponente puerta de hierro, cegada por el amor y la ilusión de un futuro que ahora parecía más lejano que nunca.
Ella había admirado la mansión Lith desde la distancia durante años, fascinada por su misterio y su magnificencia. Pero jamás había imaginado lo terrible que sería estar dentro de esas paredes, donde cada sombra parecía esconder un peligro, y cada rincón respiraba una amenaza silenciosa. Ahora, atrapada en ese cruel juego que la familia Lith llamaba tradición, se daba cuenta de cuán ingenua había sido al pensar que el amor la protegería de todo mal.
Sus manos temblaban mientras intentaba mantener el control, escuchando con atención cualquier sonido que delatara la presencia de sus perseguidores. El eco distante de pasos resonaba en los pasillos, cada vez más cerca, y con cada segundo que pasaba, la desesperación crecía dentro de ella. Sabía que si la encontraban, no habría piedad. Los Lith no mostraban compasión por los débiles; para ellos, solo los fuertes merecían sobrevivir, y ella, una simple chica que había soñado con un futuro feliz, ahora estaba atrapada en su peor pesadilla.
—¿Por qué hice esto? — se preguntó, mordiéndose los labios para no sollozar. Pero las lágrimas traicioneras rodaron por sus mejillas, cayendo silenciosamente sobre la fría piedra que la ocultaba, mientras el pánico amenazaba con consumirla. Quería gritar, correr, escapar de aquel lugar, pero sabía que cualquier movimiento podría sellar su destino.
La joven cerró los ojos por un momento, reuniendo el coraje necesario para enfrentarse a lo que vendría. Sabía que tendría que ser más fuerte que nunca, luchar contra el miedo y la desesperación que amenazaban con consumirla, aunque fuera difícil sabiendo la magnitud que estaba enfrentando en ese momento.
—¡Annabelle! —escuchó la joven, reconociendo la voz de su prometido. Su corazón se llenó de felicidad por un instante, creyendo que él vendría a rescatarla de aquel martirio. Cautelosamente, miró detrás de la roca, asegurándose de no ser vista por nadie más. Pero su sonrisa se desvaneció rápidamente al darse cuenta de que no era su prometido quien la llamaba. La voz pertenecía a alguien más, alguien que imitaba su tono en un intento de engañarla.
—Annabelle, ¿dónde estás? —escuchó esta vez al otro lado. Esta vez, aquella persona se parecía a su prometido, pero no quería confiar tan fácil—. Te llevaré a casa. Sé que estás sufriendo mucho, mi amor. Sal de donde estés. No podrás esconderte por mucho tiempo en este lugar.
Annabelle comenzó a hiperventilar. Asustada, salió de su escondite y corrió hacia el corazón del bosque que rodeaba la mansión, sin atreverse a mirar atrás. Corría con todas sus fuerzas hasta que sus pies se detuvieron en la entrada de un santuario. Miró atrás una última vez, convencida de que nadie la seguía. Sin embargo, entre las sombras, se ocultaban peligros de los que aún no estaba consciente. Con precaución, se adentró al hermoso lugar, lleno de flores rojas y negras.
Se apoyó contra una pared de piedra, intentando calmar su agitada respiración, mientras sus piernas temblaban incontrolablemente. Vestía un vestido negro y un velo del mismo color, que dejaban entrever sus ojos llenos de desesperación. Ese vestido le había sido dado al entrar en la mansión, y en un principio, ella pensó que era un gesto de bienvenida. Sin embargo, pronto comprendió que solo marcaba el inicio de su peor tragedia.
Cerró los ojos por unos segundos, intentando calmarse, pero los abrió de golpe al escuchar pasos apresurados acercándose al santuario. Miró a su alrededor, desesperada. El santuario era grande, pero solo tenía una salida: la misma por la que había entrado. No había lugares donde esconderse, solo una tarima en el centro, adornada con extraños objetos en formas terroríficas y con cuernos.
—¡¿Dónde estás, Annabelle?!
Annabelle contuvo la respiración, apretando los labios para evitar que un gemido de terror escapara de su garganta. La voz que resonaba por el corredor estaba cargada de una dulzura perversa, un contraste espeluznante con las palabras que pronunciaba.
—¡Annabelle! —la voz de él se alzaba, juguetona y cruel—. No seas tan mala con tu futuro esposo. Déjame ver tus hermosos ojos antes de que ellos te los arranquen.
El horror de esas palabras hizo que Annabelle sintiera que su sangre se congelaba.
Ella sabía lo que sucedería si la atrapaba. El ritual era claro, despiadado, y no dejaba lugar a interpretaciones. Si él la encontraba, no sería solo el final de su libertad, sino el final de su vida. Los Lith se aseguraban de que sus "juegos" fueran definitivos. Nadie que fallaba en esta prueba salía vivo de la mansión.
Ella no era débil; había sido entrenada desde pequeña para enfrentar cualquier situación y salvar su vida en momentos de peligro. Sin embargo, jamás imaginó que tendría que luchar por su vida contra las garras de su propio amado, quien la había llevado a esa casa con la promesa de que sería aceptada de inmediato. Él nunca le mencionó la extraña ritualidad de su familia, y esa omisión le dolía profundamente. Había confiado en él ciegamente, creyendo que su amor era suficiente para protegerla.
Mientras los pasos se acercaban cada vez más, Annabelle se preparó para lo que fuera que tuviera que enfrentar. No podía permitirse caer en el desespero. Los objetos extraños en la tarima parecían cobrar vida bajo la luz tenue, y Annabelle sabía que debía estar alerta. Se obligó a dejar de pensar en la traición de su amado, al menos por el momento. Sobrevivir era su prioridad. Su corazón latía con fuerza, pero su mente estaba decidida. No importaba cuán oscuros fueran los secretos de la familia Lith; ella estaba decidida a salir de allí con vida, a demostrar que no era una víctima más en el siniestro juego de esa familia.
Sacó una espada de su cinturón. Aquella espada, de metal reluciente, estaba manchada con la sangre de miles de batallas. Tenía miles y miles de años; era la espada sagrada que su padre le había dado cuando ella era muy pequeña. Nunca había comprendido por qué su padre le había entregado esa espada, y hasta ese momento, nunca la había necesitado. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que aquella espada podría salvarle la vida.
— Perdón, padre. Perdóname por poner en riesgo mi vida.
Mientras sostenía la espada, sentía una conexión con su padre, como si él estuviera allí, guiándola y dándole fuerza. Recordaba las historias que él le había contado sobre la espada, cómo había sido forjada con magia antigua y cómo había protegido a su familia durante generaciones. La espada no solo era una herramienta de combate; era un símbolo de esperanza y resistencia. Sabía que no podía permitirse el lujo de fallar. Apretó el mango de la espada, sintiendo su poder recorrer su cuerpo.
Respiró hondo, intentando calmar su agitado corazón. Los pasos estaban cada vez más cerca, y sabía que el enfrentamiento era inevitable. Los intrusos finalmente llegaron al santuario, y Annabelle los enfrentó con la espada en alto, preparada para luchar por su vida y por su libertad. Las sombras del lugar parecían cobrar vida, pero Annabelle no tenía miedo. Con la espada de su padre en mano, se sintió invencible.
—Tu hermosa alma será nuestra, Annabelle —escuchó detrás de ella.
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