En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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Camara
Esperaba que ella se estremeciera, que reaccionara de alguna manera. Pero la piel de Cariot permaneció fría bajo su agarre, inmóvil, y sin una sola contracción de miedo. No intentó retirarse ni mostró la más mínima señal de incomodidad. Esa falta de reacción le caló más profundo que cualquier gesto de sumisión.
Sus ojos se encontraron por un breve momento, y por primera vez, Lord Alistair Ravenscroft sintió una punzada de duda. ¿Qué era lo que escondía esa frialdad? ¿Por qué no temía?
Su mano se tensó más alrededor de la muñeca de ella, pero Cariot simplemente lo observaba, como si estuviera esperando algo que solo ella sabía.
—Tú serás la encargada de servirme de ahora en adelante —dijo él, su voz baja pero cargada de una rabia contenida, una que se enredaba más con cada segundo de silencio.
Cariot no movió ni un músculo. Sus ojos, tan oscuros como el abismo, parecían penetrar la máscara de autoridad que él intentaba mantener. El hombre tamborileó una vez más, esta vez más rápido, más agitado.
—Ya que me vas a servir —continuó, acercándose aún más—, te diré el nombre de tu dueño. No lo olvides. Lord Alistair Ravenscroft —pronunció lentamente, como si cada palabra fuera un golpe de poder que esperaba aplastarla—. Ese es mi nombre. Escúchalo bien.
Hizo una pausa, esperando algún tipo de reacción. Pero todo lo que recibió fue ese mismo silencio impenetrable.
—Pero si alguna vez te dignas a hablar —añadió, con una sonrisa tensa que no llegó a sus ojos—, me puedes llamar... Alistair.
El silencio que siguió fue insoportable para él, como si estuviera gritando en el vacío. Cariot solo lo miraba, su expresión imperturbable, sin rastro de miedo o sumisión. Alistair soltó su muñeca bruscamente, sintiendo que había perdido algo en esa interacción, aunque no supiera exactamente qué.
Al no poder soportar más la tensión creciente, Alistair llamó con brusquedad a uno de sus mayordomos. El hombre entró rápidamente en la habitación, sus movimientos eran rígidos, como si temiera que cualquier error pudiera costarle caro.
—Amo —dijo el mayordomo, inclinando la cabeza con una reverencia sumisa. En su mirada, una mezcla de respeto y temor. Era como si al ver a Alistair, supiera que su vida siempre pendía de un hilo.
Alistair no apartó la mirada de Cariot mientras hablaba.
—Llévala a la habitación que está junto a la mía —ordenó, con una calma que solo intensificaba el peligro de su tono.
Las palabras sorprendieron al mayordomo, que no pudo ocultar el ligero temblor en sus manos. Colocar a alguien tan cerca del amo, dentro de su círculo personal, no era una decisión cualquiera. Rápidamente, inclinó la cabeza una vez más.
—A sus órdenes, señor —respondió, aunque no pudo evitar lanzar una mirada rápida y furtiva a Cariot.
Había algo en ella que no podía descifrar, algo que le provocaba un nudo en el estómago.
El mayordomo y Cariot salieron de la habitación, y durante un rato, caminaron en silencio por el pasillo oscuro y frío. Las sombras de las altas ventanas alargaban sus figuras, creando un ambiente aún más opresivo.
Finalmente, el mayordomo no pudo contenerse más.
—No sé quién eres —murmuró en voz baja, como si no quisiera que las paredes lo oyeran—, y la verdad, tampoco me interesa. Pero te diré algo muy claro... —Su voz se volvió más fría, más afilada—. Más vale que no te creas la gran cosa. No eres la primera en llegar a esa habitación, pero puede que seas la primera en no salir de ella.
Cariot, en lugar de responder, simplemente giró la cabeza hacia él y le regaló una sonrisa pequeña, casi imperceptible, pero lo suficientemente afilada como para congelar el aliento del mayordomo. La sonrisa, tan simple como era, provocó un escalofrío que le recorrió la columna.
El silencio que cayó entre ellos después fue aún más pesado. El mayordomo apretó los labios, y ya no dijo nada el resto del camino. El pasillo, que antes parecía largo, ahora le pareció eterno.
Finalmente, se detuvieron frente a una puerta de madera oscura, envejecida, como todo lo demás en aquella mansión. El mayordomo se quedó un momento en silencio, como si dudara si debía abrirla.
—Es aquí —dijo finalmente, señalando la puerta como si le pesara el hecho de mostrarle ese lugar—. La habitación al costado es la del amo.
Abrió la puerta con una llave pesada, y el crujido de las bisagras rompió el silencio como una advertencia.
—Aquí te quedarás de ahora en adelante —dijo, sin mirarla a los ojos. Había algo en su tono que sonaba más como una sentencia que una simple instrucción.
Cariot entró lentamente, observando el lugar. El aire allí era denso, como si el espacio mismo estuviera cargado de los secretos de quienes habían estado antes. Las paredes, apenas iluminadas por la tenue luz de una lámpara de aceite, parecían absorber cualquier rastro de calidez. El ambiente era oscuro, pesado, como si la habitación misma estuviera hecha para oprimir a quienes la ocupaban.
No había nada acogedor en ese lugar, nada que hiciera pensar que era un refugio. Pero Cariot no reaccionó. Simplemente miró a su alrededor con esa misma calma imperturbable que tanto desconcertaba a quienes la rodeaban.
Sin hacer ningún ruido, se dejó caer sobre la cama. El peso de todo lo que había ocurrido ese día parecía desvanecerse de sus hombros mientras cerraba los ojos. No fue un descanso voluntario, sino más bien una caída inevitable en un sueño profundo, donde las sombras seguían danzando en los rincones de su mente.
Unos golpes suaves, pero insistentes, la sacaron de su descanso. Cariot abrió los ojos, y la oscuridad de la habitación se cerró de nuevo alrededor de ella como un velo.
Se levantó en silencio, y cuando abrió la puerta, el mayordomo estaba allí, con un conjunto de ropa en las manos. La tela era oscura, y cuando se la ofreció, su mirada apenas se alzó para cruzarse con la de Cariot.