Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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Actividad Familiar
El primer día en Buitrago del Lozoya se desplegaba como un pergamino en blanco, esperando ser intervenido por la imaginación de Julieta. El pueblo, con sus calles empedradas y su historia medieval susurrando entre las piedras antiguas, parecía contener el aliento, como si supiera que algo extraordinario estaba a punto de suceder.
El establo olía a heno fresco y cuero añejo. Los caballos, enormes y pacientes, se movían con una gracia ancestral mientras los niños aprendían a montarlos. Ana María, Mía y Pía, con sus cascos protectores y botas de montar, se aferraban a las riendas con una mezcla de terror y emoción que solo los niños conocen.
Julieta observaba la escena, sus ojos brillando con esa chispa traviesa que Marco conocía tan bien. Cada movimiento, cada respiro parecía ser parte de un plan maestro que solo ella conocía.
—¿En qué estás pensando? —Marco apareció a su lado, materializado como por arte de magia, sosteniendo dos tazas de café humeantes que despedían un aroma tentador.
Ella le dedicó una sonrisa que podría derretir los glaciares más resistentes.
—En absolutamente nada —mintió con un descaro que haría ruborizar a un político profesional.
La tarde se arremolinaba con la suavidad de una tarde de verano en la sierra. El sol comenzaba a teñir los paisajes de tonos dorados, proyectando sombras largas sobre los campos de cultivo cercanos al embalse de Riosequillo. La calma era solo una ilusión, y Julieta estaba a punto de romperla.
De su maleta —que parecía más un cofre de Mary Poppins que una simple maleta de viaje— extrajo un conjunto de verduras que parecían sacadas de una obra de arte moderna: pimientos rojos como lenguas de fuego, berenjenas color púrpura profundo, calabacines verdes como esmeraldas. Junto a ellas, un arsenal de pinturas, arcilla y utensilios de cocina que harían palidecer a cualquier chef tradicional.
—¡Actividad familiar! —anunció con el entusiasmo de una animadora de los años 80—. Vamos a crear arte.
Doña Berta la miró como si hubiera propuesto un ritual de sacrificio pagano. Sus cejas, perfectamente arqueadas, se elevaron hasta casi perderse en su impecable peinado. Sara alzó una ceja con un escepticismo digno de un fiscal, mientras Lucía soltaba un suspiro que parecía contener décadas de resignación ante los arranques creativos de su cuñada.
—Haremos esculturas con verduras —declaró Julieta como si estuviera revelando un plan maestro para conquistar el mundo—, instrumentos musicales con cucharas y sartenes, ¡y pintaremos con lo que encontremos!
Miguel, el más escéptico de los sobrinos, fue el primero en morderse los labios para contener la risa. Una línea de tensión cómica amenazaba con romper su máscara de adolescente serio. Arturo no tuvo tal contención y soltó una carcajada que resonó entre las paredes de piedra de la casa rural.
Las niñas, sin embargo, saltaron de emoción como si les hubieran regalado un unicornio. Sus gritos de alegría mezclados con el relincho lejano de los caballos creaban una sinfonía de caos creativo que solo Julieta podía orquestar.
Y así, en medio de Buitrago del Lozoya, con la Sierra Norte como testigo y el embalse de Riosequillo como telón de fondo, el primer acto de las vacaciones familiares estaba a punto de comenzar.
Mercedes, la cocinera, observaba con una mezcla de horror y curiosidad mientras Julieta comenzaba a darle forma a un extraño busto de berenjena y calabacín.
—¿Esto es arte o una conspiración contra la gastronomía? —murmuró Marco, pero sus ojos brillaban de diversión.
El caos creativo se expandió como una mancha de tinta sobre un lienzo blanco. Cada movimiento, cada trazo parecía desafiar las leyes de la cordura familiar.
Doña Berta, con la misma concentración con que alguna vez había dirigido juntas de accionistas, comenzó a ensamblar zanahorias. Sus dedos, enjoyados y acostumbrados a la precisión, transformaban los vegetales en algo que inicialmente parecía un garabato informe. Pero poco a poco, para sorpresa de todos —incluida ella misma—, la figura fue tomando forma. Un retrato abstracto que, inexplicablemente, guardaba un parecido inquietante con su difunto esposo. Los ojos de Berta se humedecieron por un instante, antes de parpadear y recuperar su típica compostura.
Sara, obsesionada con mantener el control, terminó cubierta de pintura de tomate. Una mancha roja le cruzaba la mejilla como un salvaje rasguño de guerra, mientras intentaba —inútilmente— que sus hijos no se descontrolaran más.
Roberto, el esposo de Lucía, había entrado inicialmente con la intención de ser un mero observador. Pero las gemelas —maestras de la persuasión infantil— lo arrastraron literalmente hacia la mesa de "arte". Su camisa blanca, recién planchada, no tardó en lucir manchas de verde y amarillo, producto de un intento desesperado de crear lo que él denominó "un paisaje abstracto".
Lucía, con su perfeccionismo casi quirúrgico, diseñó una escultura geométrica tan simétrica que parecía haber sido concebida en un laboratorio de arte moderno. Cada línea, cada ángulo calculado con la precisión de un arquitecto, desafiando la aleatoriedad del momento.
Alfonso, inicialmente escéptico, cayó rendido ante el encanto de las gemelas Pía y Mía. Ellas lo miraron con esos ojos grandes e hipnóticos, sosteniendo un pimiento verde como si fuera un cetro mágico de persuasión. En cuestión de minutos, estaba tan manchado y entusiasmado como el resto.
Soraya observaba todo con una mezcla de perplejidad y diversión contenida. Sus ojos saltaban de un participante a otro, como si estuviera presenciando un documental sobre la locura familiar en vivo. Mercedes, ya en modo estrategia culinaria, comenzaba a planear cómo convertir aquellas "obras de arte" en una cena que pasaría a la historia familiar.
—Mi profesora nunca me creerá cuando le cuente esto —susurraba Ana María, la niña de cinco años, dibujando con pimientos una escena que parecía un apocalipsis vegetal. Sus trazos combinaban el horror de una película de zombies con la inocencia de un cuento infantil.
Julieta observaba su creación como un director de orquesta observa una sinfonía caótica pero perfectamente orquestada. Cada gesto, cada risa, cada mancha de pintura era parte de su plan maestro: convertir unas simples vacaciones en un recuerdo inolvidable.
Y en medio de aquel caos cromático, con verduras como pinceles y la creatividad como única regla, la familia Sánchez estaba creando algo más que arte: estaban tejiendo memorias.