Cuarto libro de la saga colores.
Edward debe decidirse entre su libertad o su título de duque, mientras Daila enfrentará un destino impuesto por sus padres. Ambos se odian por un accidente del pasado, pero el destino los unirá de una manera inesperada ¿Podrán aceptar sus diferencias y asumir sus nuevos roles? Descúbrelo en esta apasionante saga.
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SLINDAR, EL PARAÍSO
...EDWARD:...
El viaje estaba insoportable y también mi compañera, no me hablaba y tenía muy mal humor, seguía enojada conmigo por lo que hice.
¿Fuí demasiado directo o era su orgullo el que no dejaba admitir que casi colapsó con mis dedos? Yo siempre era directo y actuaba sin cohibirme sobre lo que deseaba, ninguna dama me había echado después de tocarla y tampoco se había comportado así conmigo después de un momento de pasión, normalmente a la mañana siguiente se me echaban encima pidiendo más.
Pensé que después de tocarla podríamos consumar el matrimonio, pero no, me gritó y empujó.
Debía recordar que la Señorita Daila era diferente y que era virgen, tal vez el golpe primerizo de las sensaciones le abrumaron demasiado y mi gesto final había hecho que se asustara un poco, pero no podía evitarlo, cuando toqué su zona estaba tan empapada y suave que casi estallo en mis pantalones.
Me había dejado los dedos tan empapados que mis deseos y fantasías se hicieron insoportable, tuve que probar como un aperitivo inicial y fue como si hubiera degustado el néctar de la flor más inmaculada y de exquisita fragancia natural. Ese tesoro debajo de su camisón se había abierto hacia mí, invitando a tomar todo de lo que escondía.
Ni hablar de sus gemidos, de lo que intentó ocultar y callar cuando la toqué, suave y delicado, como había aprendido. Esos gestos eran de una mujer que estaba recibiendo una buena atención, como arqueaba sus cejas y su cuerpo se estremecía, su respiración atorada, las mejillas sonrojadas, el brillo hambriento de sus ojos.
Tuve que detener los pensamientos cuando mi masculinidad volvió a saltar alegre.
No había sido suficiente el alivio que empleé después de que me echara de la habitación. Tres sacudidas de mi mano y ya me había derramado, jamás había sido tan precoz.
Observé a la causante de tanto descontrol.
Ella seguía callada, observando por la ventana, con su piel sonrojada desde que habíamos salido de la posada, no había ni podido mirarme a los ojos, estaba tan avergonzada que eso había apaciguado su carácter.
Si así parecía una diosa, con el cabello suelto era como el ser más místico, mágico y poderoso.
Mi bestia. ¿Cuándo pasé de odiar a desear?
El carruaje se detuvo abruptamente.
Fruncí el ceño y la señorita también.
Asomé mi cabeza por la ventanilla.
— ¿Qué sucede? ¿Por qué nos detenemos?
— Hay un tronco caído, mi lord — Dijo el mozo.
Abrí la puerta y bajé.
Caminé hacia el frente y mozo bajó de la silla del carruaje.
Era un tronco grueso, se había caído y la raíz seca estaba a borde del camino.
— ¿Qué hacemos? No tenemos un hacha.
Observé hacia los lados, las planicies estaban llenas de fincas, a lo lejos se veían los ganados de vacas y ovejas.
— Esto no lo podemos mover entre los dos. Hay que ir por ayuda — Sugerí.
— Su excelencia, yo iré.
— De acuerdo, yo me quedaré vigilando que no le suceda nada al carruaje.
Se apresuró, caminando hacia los campos.
Observé ese tronco, le dí un punta pie.
— ¿Qué sucedió?
Me giré, la Señorita Daila había bajado del carruaje. Con la falda levantada para poder caminar.
— Un tronco atravesado — Señalé hacia el árbol.
Se acercó y observó.
— ¿Cómo harán para mover algo así?
— Con seis hombres fuertes podríamos empujarlo.
— ¿Tomará mucho tiempo? — Se cruzó de brazos.
— Depende cuanto se tarde el mozo en conseguir ayuda.
— ¿No y que era un atajo?
Inhalé profundamente — El tronco no es parte del recorrido.
Observó los campos y las vacas comiendo pasto a lo lejos.
— ¿Su propiedad como es?
— Tengo muchas propiedades, más bastas que todo esto.
Me observó — No pregunté cuántas, sino cómo son.
Quería volver a verla abrumada y nerviosa, tal vez así podría bajarle los humos.
— Ya lo verá cuando lleguemos.
— ¿Cuándo llegaremos?
— Está haciendo demasiadas preguntas — Dije, cruzando mis brazos.
— Ya no quiero viajar más, quiero llegar a mi nuevo hogar — Levantó su falda para poder caminar hacia la hierba.
— ¿A dónde va?
— Voy a explorar un poco.
— No, vuelva acá — Demandé, pero no hizo caso, se alejó.
— No iré muy lejos.
Resoplé con frustración.
Me quedé observando como caminaba hacia la sombra de un árbol y se quedaba observando hacia las vacas más cercanas.
Parecía una niña pequeña curioseando todo.
Caminó otro poco.
No pude evitarlo y la seguí, entrando en el pasto con mis pasos rápidos hasta que me detuve a su lado.
— Debería volver al carruaje, no es bueno alejarse tanto.
— Sé cuidarme sola. No necesito a usted haciéndole de perro faldero.
— Debería cuidar esa boca maleducada — La tomé del brazo — Vuelva al carruaje, será mi último petición amable.
Me enfrentó y se zafó.
— Déjeme en paz.
— Ya hablamos de esto ¿Quiere que la deje tirada en una de mis propiedades?
Retrocedió y suspiró.
— No quiero.
Mi estómago dió un vuelco cuando empezó a temblar.
— ¿Por qué está así? ¿Fue por lo que hice en la posada?
— Mejor no hablemos de eso — Se sonrojó, el viento sacudió los mechones sueltos de su trenza y elevó su mirada para observarme.
— ¿Por qué le gustó o por qué no le gustó? — Me acerqué y tuvo que inclinar su cabeza.
— No lo sé...
— ¿Cómo no va a saberlo?
Su rostro estaba carmesí y su respiración se atoró.
— Lo odio.
Elevé una mano y toqué su mejilla. Cerró sus ojos y abrió los labios.
Me incliné, acercando mi boca a la suya.
— ¡Su excelencia!
La solté de inmediato y me giré.
El mozo había vuelto con tres campesinos.
— Fuiste rápido — Me sorprendí.
El mozo parecía avergonzado por haber interrumpido algo íntimo.
— ¿Dónde está el tronco? Mi lord — Preguntó uno de los campesinos.
— Por aquí — Hice un gesto, emprendiendo el camino de vuelta, guiando a los hombres sin ver si la señorita nos seguía.
Me detuve junto al carruaje.
— Es grande — Dijo otro de los campesinos.
— ¿Lo pueden mover?
— Empujarlo.
— Yo también voy a empujar — Me quité la chaqueta y la aventé dentro del carruaje, recogí las mangas de mi camisa mientras los campesinos tomaron posición.
Pasé a un lado de la Señorita Daila.
— Uno, dos, tres — Conté y empujé con toda mis fuerzas, sudando y estirando las piernas, el tronco se empezó a mover, poco a poco, pero después de varios esfuerzos logramos moverlo a un lado.
Le dí una propina a cada hombre por ayuda, agradeciendo por su ayuda.
— Suba al carruaje — Le ordené a la Señorita Daila, después de que los campesinos se marcharan satisfechos.
Ella no discutió y entró.
El mozo tomó su lugar y yo también.
Cerré la puerta y busqué mi cantimplora para beber un poco de agua, cuando hizo ademán de destaparla, se me resbaló por el calambre.
Apreté los dientes y me tensé.
La Señorita Daila me tendió la cantimplora después de abrirla por mí y la tomé con la mano izquierda.
Ella me observó — ¿Sucede algo?
— No — Dije, con los dientes apretados.
Estrechó sus ojos, evaluando mi brazo derecho.
— ¿Está seguro? Lo noto tenso. ¿Se lastimó? — Observó mi brazo y mi hombro pasmado.
"Sí, tú me lastimaste"
— Solo es un calambre.
— ¿Un calambre?
— Debe ser que hice un mal movimiento cuando estaba empujando.
— Cuidado, puede ser grave.
— No, no lo es, ya está pasando — Incliné mi cabeza hacia atrás, contra el espaldar del asiento mientras me llevaba la cantimplora a la boca, bebiendo un largo sorbo e ignorando el latigazo en mi hombro.
La Señorita Daila seguía evaluando mi postura y mi respiración atorada.
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Tres días más y faltaban solo dos horas para llegar a Slindar.
La Señorita Daila seguía tratando conmigo al mínimo y yo lo respete. Estaba un poco estresado por el viaje y solo quería llegar para dormir en mi amplia y cómoda cama.
Callé bostezos innumerables veces.
La Señorita Daila leía un libro y aproveché para sacar la libreta de dibujos que había traído conmigo.
Tomé un carboncillo del maletín que había guardado en mi valija y empecé a trazar contra la hoja blanca, formando líneas que empezaron a tomar coherencia.
Las manos delicadas de una mujer empezaron a aparecer.
Siempre tuve apego a las pinturas, una extraña fascinación por las formas perfectas de los retratos y los dibujos. Desde niño empecé a practicar, a escondidas de mis tutores me la pasaba horas dibujando, haciéndoles creer que estaba aprendiendo a sacar cálculos matemáticos.
Hojas con garabatos y formas imperfectas ocupaban espacio debajo de mi cama, por la noche me quedaba dibujando en mi habitación, las cosas que me llegaban a la mente, animales, plantas, personas, objetos.
Una vez, molesto con mi padre, hice un dibujo de él, pero transformado en el ogro y gritando por mi falta de progreso en el aprendizaje.
Mi sueños de pintor se habían terminado cuando mi padre encontró el montón de dibujos bajo mi cama.
Los rompió frente a mí y luego me gritó que aquel oficio era inútil, que no iba a servirme de nada y que si no quería ser un perdedor debía aprender y ser juicioso como Guillermo.
Entre lágrimas y hipos, con los sueños rotos, abandoné los dibujos por las cuentas y cálculos.
Hace meses que había vuelto a dibujar y estaba sorprendido de mi gran progreso a pesar de mis años sin práctica.
Pasé las hojas, ojos femeninos, boca, sonrisas, cabello, figuras y gestos.
Todas pertenecientes a una sola mujer y era la que se hallaba leyendo en el asiento de enfrente.
El primer dibujo que había hecho era el más completo y el más hermoso.
Una diosa con alas, juzgando con su mirada altiva. La había dibujado pensando en la vez que entró en la habitación, cuando casi contraje una infección por la fiebre y ella no tuvo compasión de mí.
La había dibujado en una madrugada de sueños inquietos, no pude evitarlo, busqué mi vieja libreta dentro de un cajón y empecé a dibujar.
Aquel había sido el resultado.
Casi lo arranqué por el enojo, porque no aceptaba que mi enemiga era la fuente de mi inspiración.
Ese fue el comienzo de muchos bocetos de la Señorita Daila, todas las noches dibujaba algún detalle nuevo, algo captado en su forma de ser.
A pesar de tener muchos encuentros con todo tipo de mujeres.
Jamás había dibujado a ninguna de ellas.
Necesitaba dibujarla desnuda.
Tuve que abrir las piernas para que mi erección no se sintiera tan molesta. Dibujarla se había convertido en mi fetiche
Terminé con de retratar sus manos sin que se diera cuenta y pasé a la siguiente hoja en blanco.
Cerré el cuaderno antes de empezar a retratar a la diosa necesitada que había tocado en la posada.
Lo guardé y la Señorita Daila elevó su mirada del libro.
— ¿Tiene hermanos? — Pregunté y parpadeó varias veces.
— ¿Para qué quiere saber eso?
— Para no limitar nuestras conversaciones a las relaciones maritales.
— Es usted quien insiste en hablar del tema — Cerró su libro.
— Responda sino quiere que cambie mis preguntas.
Se encogió de hombros — Tengo dos hermanos mayores.
Alcé las cejas — ¿Por qué no vinieron con sus padres?
— Porque están casados y tienen negocios, no podían dejar eso para venir a recoger a la rebelde hermanita.
— ¿Son cómo usted?
— No, son como mis padres — Dijo, apretando su boca — Soy la única torcida de la familia.
Muy parecida a mí, yo también fui la oveja negra, el chico sin remedio al que regañaban por todo.
— ¿Cuántos años tienen?
— El mayor tiene veinte ocho y el que le sigue tiene veintiseis.
— Jóvenes, me gustaría conocerlos.
— No se emocionen, son como su primo — Sacudió la cabeza.
— Entonces es mejor que se queden en Hilaria — Bromeé.
— ¿Y usted solo tuvo un hermano?
— De tener otro hermano, Guillermo lo hubiera elegido a él para llevar el título y no le habría puesto condiciones.
— ¿No tiene más familiares a parte de su primo?
— No, el resto de mi familia ya está bajo tierra.
Me observó detenidamente — Lo siento.
— No lo sienta, no fui tan apegado a ellos.
— Pero, no dejan de ser familia por eso — Volvió a abrir su libro — Aunque a veces actúan de una forma que cuestiona que lo sean.
— ¿Por qué huyó de Hilaria?
— Mi familia me ahogaba — Suspiró — Tanta perfección, normas, etiqueta y esas estúpidas prohibiciones — Hizo un gesto de impaciencia — Mis amigas eran mi único respiro, pero como ninguna de ellas eran nobles, mis padres también quisieron quitarme eso, todo por el que dirán, así que cuando ellas se marcharon a Floris, yo no lo dudé y me marché.
Su historia era parecida a la mía.
— Yo también me hubiera marchado.
Tomó una postura erguida.
— Pero, mire lo que eso provocó.
— Por pensar en mí mismo y no atenerme a lo que dictaba mi padre, provoqué muchas desastre.
Me observó con curiosidad.
— ¿Se arrepiente?
— De algunas cosas, de otras no.
— Supongo que ya no podrá actuar igual que antes, no siendo un duque.
— Supongo que mi hermano pensó muy bien en mi castigo.
— Y mis padres también.
— ¿Cuánto años tiene?
Se rió — Eso no es cordial.
— Sabe muy bien que yo no me ando con rodeos — Elevé una ceja — No tiene nada de malo saber la edad de mi esposa.
— Veintitrés.
Se veía como su edad, jovencita, pero tenía aire maduro. Era su actitud la que la hacía ser como una dama con mucha experiencia, pero sabía que era solo su personalidad, porque de experiencia no tenía nada y ahora lo sabía, ocultaba su inocencia y su fragilidad bajo esa capa de carácter.
— No es una chiquilla.
— ¿Le parezco vieja? — Me retó a cuestionarla.
— No, me gustan las mujeres con mucha feminidad y con ese aire de madurez, pero rebosando la juventud que tienen.
— Eso es un intento fallido de argumentar lo contrario.
— Es una jovencita.
— ¿Cuánto años tiene usted? — Elevó una ceja.
— Treinta.
Abrió su boca, sorprendida.
— Se ve joven, a pesar de tener mucha experiencia.
— ¿Habla de qué he fornicado mucho? — Entorné una expresión burlona.
Se sonrojó, pero no perdió la valentía.
— He oído que los hombres pierden mucha energía y masa muscular.
— Es una actitud física, así que sí es así.
— Usted luce fuerte.
— Me alimento bien y hago otras actividades para mantenerme en forma — Le dí una expresión arrogante.
— También he oído que las mujeres pueden tener muchos colapsos.
— Sí, exactamente.
— Y que los hombres les cuesta más recuperarse cuando se derraman.
Vaya, sabía mucho.
— Claro, pero eso depende la resistencia que tengan.
— Entiendo.
— ¿Cómo sabe todo esto?
— Digamos que alguien se sentó a explicarme — Apoyó su espalda del espaldar.
— No serían sus padres, la gente mantiene estos temas como secretos.
— No, fue una tía.
— Que tía tan moderna.
Estaba curioso por saber que otra cosa le enseñó, pero no pude preguntar más cuando noté que estábamos entrando a las propiedades de mi hermano o mejor dicho mis propiedades.
Había llegado la hora de enfrentar mis obligaciones.