Una heredera perfecta es obligada a casarse con un hombre rudo y desinteresado para satisfacer la ambición de sus padres, solo para descubrir que detrás de su fachada de patán se esconde el único hombre capaz de ver su verdadero yo, y de robarle el corazón contra todo pronóstico.
Damián Vargas hará todo lo posible por romper las cadenas del chantaje y liberarse de su compromiso forzado. El único problema es que ahora que la tiene cerca, no soporta la idea de soltarla.
Valeria Montenegro es la hija ejemplar: elegante, ambiciosa y perfectamente educada. Para ella, casarse con un Vargas significa acceder a un círculo de poder al que ni siquiera su familia puede aspirar alcanzar el estatus . Damián dista mucho de ser el hombre que soñó para su vida, pero el deber familiar pesa más que cualquier anhelo personal. Desear su contacto nunca formó parte del plan… y mucho menos enamorarse de su futuro esposo.
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Capitulo: 11 Conflictos de Convivencia
Una suave llamada a la puerta la sacó de sus pensamientos.
—¿Señorita Montenegro? Soy Samuel, el mayordomo. El señor Vargas me ha pedido que le muestre el resto de la residencia.
Al abrir la puerta, se encontró con un hombre mayor, impecablemente vestido con un traje oscuro, su rostro una expresión de profesionalismo neutral.
—Por supuesto, Samuel. Le agradezco su tiempo —respondió Valeria, reflejando la misma cortesía formal.
Mientras recorría el ático, no pudo evitar sentirse abrumada por la magnitud y el lujo del lugar. Era más una galería de arte privada que un hogar. Cada obra, cada mueble, parecía contar una historia de poder y riqueza inconmensurables, pero también de una profunda soledad. No había fotografías personales, ni un solo objeto que revelara un recuerdo feliz o una debilidad.
Mientras Samuel guiaba a Valeria por las últimas estancias, ella no podía evitar sentirse abrumada por la magnitud y la opulencia del ático. Cada habitación era una verdadera obra maestra de diseño, pero tan fría e impersonal como una suite de hotel de lujo. No había fotografías, recuerdos ni ningún indicio de vida personal. Solo riqueza y poder, exhibidos como trofeos.
—El estudio del señor Vargas es la última puerta al final de este pasillo —indicó Samuel—. Prefiere no ser molestado cuando trabaja.
—No se preocupe, Samuel. No tengo intención de invadir su espacio —respondió Valeria, y su promesa era sincera. Quería evitar a Damián tanto como él parecía querer evitarla a ella.
Sin embargo, al pasar por la cocina, una voz áspera pero familiar la detuvo.
—¿Ha comido algo, señorita?
Era Carmen, quien ahora la miraba con una expresión casi compasiva.
—Todavía no —contestó Valeria.
—Con el lío de la mudanza, no me sorprende. Siéntese —Carmen señaló una banqueta en la isla de la cocina—. Le caliento algo. La sopa de anoche estaba excelente.
Valeria iba a rechazar la oferta, pero el cansancio y el vacío en su estómago la hicieron cambiar de opinión. Asintió y observó cómo la mujer se movía por la cocina con una eficiencia que solo se logra con años de experiencia.
—El señor Vargas... —comenzó Valeria, con cautela—. No es muy dado a las muestras de hospitalidad, ¿verdad?
Carmen soltó un resoplido mientras colocaba un cuenco humeante frente a ella.
—EL Joven ha tenido que ser duro para llegar donde está. A veces se le olvida bajarse del trono. Pero el corazón... el corazón es bueno. Está enterrado bajo capas de orgullo, pero ahí está.
Valeria tomó una cucharada de sopa. Era el primer gesto de calidez genuina que recibía en este nuevo y hostil territorio.
—No se haga ilusiones, señorita —continuó Carmen, como si leyera su mente—. No será fácil. Pero no se deje pisotear. Él respeta la fuerza
Mientras disfrutaba de su comida, Valeria se perdió en sus pensamientos sobre esas palabras. Damián no estaba buscando una esposa sumisa. Su reacción en la galería de arte lo había dejado claro. La había menospreciado cuando pensó que era dócil, pero había respondido con una ira casi admirativa cuando ella se atrevió a enfrentarlo. Quizás Carmen tenía razón. Si quería salir de este acuerdo con su dignidad a salvo, tendría que seguir desafiándolo.
---Damián
Damián cerró la puerta de su estudio con un golpe seco. El aroma de Valeria, esa mezcla embriagadora de manzana y algo que solo ella tiene, aún flotaba en el aire. La había tocado para intimidarla, para marcar su territorio, pero la suavidad de su piel bajo sus dedos había enviado una corriente eléctrica que le recorrió el brazo.
Maldiciendo en voz baja, se sirvió un whisky y se acercó a la ventana panorámica. La ciudad se extendía ante él, un recordatorio de todo lo que había conquistado y de lo que estaba en juego. Mateo, ese idiota romántico, era la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Y Valeria, sin saberlo, era el precio que debía pagar para mantener a raya las consecuencias de los errores de su hermano.
Su teléfono vibró. Era Thomas
—Jefe, he encontrado otra posible ubicación para las copias físicas. Una caja de seguridad en un banco de Zúrich a nombre de una empresa fantasma vinculada a Montenegro.
—¿Puedes acceder? —preguntó Damián, con la voz áspera.
—Es de máxima seguridad. Necesitaríamos una incursión física y una buena planificación. Un error y las alarmas saltarían directamente a la Interpol.
—Sigue vigilando. No nos arriesguemos aún.
Colgó y se tomó el whisky de un trago, sintiendo el ardor en su garganta. Cada día atrapado en esta farsa era una tortura. Ver a Valeria moverse por su casa, instalarse en su espacio, desafiándolo con esa mirada llena de fuego... era una distracción peligrosa. Una distracción que no podía permitirse.
Recordó cómo se había sonrojado cuando la había acorralado, el destello de pánico y algo más, algo más cálido y oscuro, en sus ojos. Una parte de él, una parte que pensaba que había dejado atrás, deseaba explorar ese destello, empujarla más allá de sus límites y descubrir de qué estaba realmente hecha.
Pero eso era una debilidad. Y Damián Vargas no podía permitirse tener debilidades.
Decidido, Damián salió de su estudio. La encontró en la cocina, sentada en la isla, riendo suavemente por algo que Carmen le había dicho. La escena era tan hogareña, tan inesperadamente cálida, que por un instante le robó el aliento. Pero pronto, la realidad se impuso.
—Montenegro —dijo, y su voz resonó como un latigazo en el ambiente tranquilo.
Valeria se volvió lentamente, su sonrisa desvaneciéndose y siendo reemplazada por una neutralidad cautelosa.
—¿Sí, Damián?
—Mañana por la noche. Cena benéfica en el Museo Reina Sofía. Estaremos allí. A las ocho en punto. No llegues tarde.
Era más una orden que una invitación. Y antes de que ella pudiera responder, o de que él pudiera entender por qué la imagen de su intimidad con Carmen le incomodaba tanto, Damián giró sobre sus talones y se marchó, dejando tras de sí una nueva tensión, una que prometía que la guerra fría entre ellos había escalado a un nuevo frente: el público.
Y Damián tenía la inquietante sensación de que, esta vez, no sería él quien llevaría la delantera.
No esperes cenas románticas ni gestos cursis en este hogar, mi cara —murmuró Damián, con un tono tan suave como el roce de su dedo sobre su piel. En lugar de tocar sus labios, deslizó el dorso de su mano por su clavícula, siguiendo la curva de su hombro, hasta que pudo sentir el latido acelerado en su muñeca. —Olvida cualquier fantasía romántica que hayas podido imaginar. El amor y los finales felices no son parte de este trato.
Valeria apretó los labios, formando una línea decidida. El aire a su alrededor chisporroteaba con una hostilidad palpable, una energía que le erizaba la piel y avivaba ese fuego extraño y hambriento en su interior. Al notar su silencio, Damián levantó la mano y rodeó su cuello con suavidad, solo lo suficiente para captar la superficialidad de su respiración.
—¿Ha quedado claro? —preguntó con una voz tan grave que sonaba como una advertencia mortal.
Los ojos de Valeria brillaron con un fuego propio. —Absolutamente claro.
—Bien. —La soltó y retrocedió con una sonrisa burlona—. Bienvenida a casa, cielo.
Damián Vargas