Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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Inyectando veneno.
Quebrantando el amor.
Sergio conducía con la mirada perdida en la carretera, la noche se había cerrado como un telón oscuro sin estrellas. El motor del coche rugía suavemente, pero en su mente el ruido era otro. No podía dejar de pensar en Graciela. ¿Por qué? ¿Por qué ella, con todo lo que tenía, seguía comportándose de esa forma tan fría, tan orgullosa? Tenía una familia, un hogar, un esposo que la amaba a su modo… y sin embargo, siempre elegía el silencio, el enfrentamiento pasivo, la distancia emocional y su protagonismo por sobre todas las cosas, Graciela lo hacía sentir menos hombre cada día.
Pensó en Abril. En su humildad. En cómo sonreía agradecida por cosas pequeñas. En su capacidad para hacer sentir valor hasta en los gestos más simples. ¿Por qué Graciela no podía ser así? ¿Por qué siempre se mostraba tan inquebrantable, tan dura como el mármol?
Apretó el volante con fuerza y respiró hondo. Sabía que no debía comparar, pero era inevitable. Su vida había dado un giro desde que Graciela estaba en ella. Un torbellino de emociones y decisiones difíciles. Y sin embargo, ahí estaba, de regreso a casa, sin saber exactamente por qué, pero volviendo como siempre.
En casa, Graciela estaba recostada en su cama. La fiebre había cedido, pero aún sentía los estragos de las horas anteriores. Sus mejillas estaban rosadas por el calor acumulado, sus ojos algo apagados, pero su espíritu seguía en pie.
Minutos antes, Catalina, su suegra, había vuelto a irrumpir en su habitación con esa actitud altanera y maliciosa que tanto la caracterizaba. Aprovechando la hora de la cena, le soltó con frialdad:
—No te hagas ilusiones, mi hijo no vendrá a dormir contigo —dijo con una media sonrisa—. Se quedará en otro lugar esta noche—
Graciela, con la bandeja de comida aún en su regazo, apretó los labios y la miró con fastidio. No era la primera vez que Catalina buscaba irritarla, pero hoy, en su estado, no tenía paciencia para soportarla.
—Pepe jamás se ha quedado fuera de casa —respondió con firmeza—. Puede que se haya ido a otra habitación, pero nunca lejos de mí—
Yolanda, la fiel empleada, estaba parada firme junto a ellas, como una sombra leal, sin emitir palabra, pero observando con atención.
Catalina soltó una risa sarcástica antes de salir de la habitación:
—No te confíes, Gracielita. Tus días junto a mi hijo están contados—
Cuando se fue, Graciela le sacó la lengua como una niña pequeña. Yolanda no pudo evitar sonreír levemente.
—¿Dónde está Camila? —preguntó, tratando de desviar la atención, su corazón estaba un poco herido por los acontecimientos en los últimos días.
—Se ha ido a sus estudios —respondió Yolanda acercándose con suavidad—. ¿Cómo se siente?—
Graciela asintió lentamente mientras tomaba un sorbo del consomé.
—¿Me tomas la temperatura, por favor? —pidió, corriendo la bata de seda a un lado.
Yolanda tomó el termómetro y suspiró al ver los resultados.
—Ha mejorado mucho. Gracias a Dios—
Luego, con un tono más íntimo, añadió:
—Señora, no vuelva a dejar que la saquen de su casa. No se merece la vida que el señor le da—
Graciela sonrió apenas, con ese aire de resignación que la envolvía últimamente.
—No te preocupes. Él pronto cambiará. A veces no tiene buenos momentos en la empresa, con la noticia que le tengo, volverá a ser el mismo de antes—
Su tono era suave, protector, como si buscara justificar cada golpe emocional que recibía. Yolanda asintió con una sonrisa forzada, sin querer contradecirla, aunque en su interior hervía de indignación.
El silencio volvió a llenar la habitación mientras Graciela terminaba su cena. Cuando acabó, agradeció a Yolanda.
—Gracias, estuvo muy rico, ahora descansaré—
Se acomodó en la cama, y cerró los ojos. El calor de las sábanas de seda la reconfortaba un poco, aunque el verdadero frío estaba en otro lugar… en su pecho.
Cuando Pepe llegó a casa, su rostro era el de un hombre alterado. En vez de subir directamente a ver a su esposa, decidió quedarse en el estudio. Su madre ya lo había envenenado con palabras dulces y dañinas. No había espacio para la duda. ¿Cómo era posible que su madre se hubiese sentido tan mal y no le hubiese avisado?
No fue capaz de subir esa noche. Su mente estaba saturada de palabras manipuladas, de suposiciones que no le dejaban pensar con claridad.
A la mañana siguiente, mientras el aroma del café recién hecho inundaba la cocina, Catalina ya estaba sentada en la mesa del comedor, con una sonrisa taimada. Yolanda sirvió el desayuno con profesionalismo, sin mirar directamente a ninguno.
Graciela bajó lentamente las escaleras, aún en su bata de seda. Estaba desorientada, débil, pero al ver a Pepe, su rostro se iluminó.
—Has llegado… y no me di cuenta —dijo con una sonrisa tenue.
Intentó acercarse a él, pero Pepe retrocedió, con el ceño fruncido.
—¿Qué sucede? —preguntó ella, confundida.
Pepe se levantó bruscamente de la silla.
—Mi madre me dijo que paso todo el día con fiebre. Que te pidió que me llamaras… y aún así no lo hiciste. ¿Tanto odias a mi madre que eres capaz de eso, Graciela? ¿Tan manipuladora puedes llegar a ser con tal de ser siempre la protagonista?—
Graciela lo miró como si le hubiesen clavado una daga. Las palabras la atravesaron sin compasión. No entendía qué estaba diciendo. No sabía qué versión Catalina le había contado. Pero sí sabía que nada de lo que él decía era justo.
Su rostro se tornó sombrío. Dio la vuelta sin decir una sola palabra y subió lentamente las escaleras, con la dignidad lastimada, pero intacta.
Catalina aprovechó el momento.
—¿Ves? ¿Ves cómo reacciona? Esa mujer es una grosera. Es el momento perfecto para separarte de ella, hijo—
Pepe no supo qué responder. Dudó por un momento. Su interior le gritaba que algo no cuadraba, pero la rabia seguía viva, alimentada por las medias verdades de su madre.
—Ya te he dicho que no la dejaré, no quiere más discusiones entre ustedes—
Catalina frunció su ceño enojada, dejó educadamente los cubiertos a un lado, —Estás acabando con tu vida, esa mujer está seca, no tendrás descendencia, necesitas una mujer que te llene de hijos y de amor—
—Basta, no quiero me digas más de Graciela, será mejor que terminemos de comer—
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.