No Soy La Villana

EINAR

Las sorpresas han sido algo que siempre odié. Las consideraba como interrupciones disfrazadas de buenas intenciones. Por eso, cuando la puerta de mi oficina se abrió sin previo aviso, vi a Aila cruzar el umbral, mi reacción inicial fue fruncir el ceño. Pero lo que vi luego me dejó completamente desarmado.

Entró con paso firme, vestida de manera sencilla, pero impactante. No llevaba maquillaje recargado, ni pesado, ni joyas llamativas u ostentosas, ni esa altivez que recordaba de su antigua versión. Su mirada mostraba algo distinto que no supe demostrar al instante, pero más tarde lo reconocí como: determinación.

Ella estaba muy determinada.

—Necesito hablar contigo—. Dijo sin rodeos, se detuvo frente a mi escritorio.

Le indiqué que tomara asiento, y obedeció sin perder la compostura. Sacó de su bolso un sobre blanco, lo puso sobre mi escritorio, justo delante de mí.

—Estos son mis términos del contrato—añadió—. Me pareció mejor entregarlos en persona.

Tomé el sobre sin abrir. Mi mirada se desvió hacia ella, y por un momento me quedé en silencio, analizando sus acciones y comportamiento. Ya no era la misma joven caprichosa, grosera, mimada e interesada, que conocí tiempo atrás. Esa joven había quedado en el pasado. La Aila que tenía frente a mí era otra. Serena. Decidida. Clara.

—¿Por qué viniste por tu propia voluntad?—Pregunté, sin quitarle la vista de encima.

Ella no dudó.

—Porque quiero que quede claro que no soy la misma del pasado, y obviamente no necesito demostrar nada a nadie, prefiero que mis acciones hablen por mí. Además, no vine a suplicar, vine a negociar.

Sus ojos cafés brillaban como dos brasas encendidas. Por un instante me encontré sosteniéndole la mirada, atrapado en su intensidad. Ella no bajó la vista, no se encogió ante mi presencia como muchos otros lo hacían. No temía a la máscara, pero las cicatrices que había debajo de ella, eran otra realidad completamente distinta.

—Aquel día...—comencé, pero ella levantó una mano con gentileza.

—Sé lo que dirás... Fui grosera, lo acepto. Pero tú también lo fuiste conmigo. Me ofreciste un anillo como si fuera una obligación, como quien lanza una moneda a un mendigo. Por supuesto que no acepté, no me sentí valorada. Sinceramente en el pasado... te hubiese dicho que te fueras al diablo, te hubiese quitado el anillo y hubiese hecho tantas cosas para hacer que te arrepientas. Pero... no haré de esto una guerra sin sentido, no vale la pena.

No supe qué decir en el momento. Había algo de verdad en sus palabras. Y también había algo más... algo que me golpeó como un balde de agua helada: culpa. Yo había juzgado a Aila por su pasado, por cómo la recordaba, y no me había detenido a ver en quién se había convertido.

Finalmente, abrí el sobre. Leí las condiciones que había redactado. Nada era exagerado, ni abusivo, ni infantil. Cada cláusula tenía un propósito claro: establecer límites, pero también construir un nuevo punto de partida. Ella no buscaba tener el control, buscaba el respeto.

Levanté la vista, y allí estaba ella, mirándome con paciencia.

—¿Qué opinas?—Preguntó.

—Opino que...—hice una pequeña sonrisa. Asintió, pero no dijo nada—tú también has cambiado, Aila.

Sus labios se curvaron en leve sonrisa. Asintió, pero no dijo nada. No hizo nada.

En ese momento supe que ese matrimonio no sería una farsa. Sería un duelo silencioso entre dos almas heridas, buscando reconstruirse sin cometer nuevamente los mismos errores del pasado.

Ella ya había dado el primer paso. Ahora me tocaba a mí tomar la decisión de sí seguir aferrado al rencor o si me atrevía a renacer con ella.