¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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El hoyo y el algoritmo
Quiero salir corriendo y gritar como un cobarde, y mandar a esta cuerda de locos al demonio. Sin embargo, ¿por qué estoy metiéndome en el hoyo? ¿Por qué diablos todo se torna más oscuro y estrecho y lleno de polvo? Escucho unos chispazos que provienen de mi cinturón, y una luz verde que parpadea desde el radiotransmisor. La voz de Marcos se escucha un tanto diferente a través del aparato; lo llevo a mi oreja para oírlo:
—Aquí el mensajero, aquí el mensajero... —dice—. ¿Logras o escucharme? Cambio.
Ah, ya, a eso se refería Marcos con lo del mensajero. Aprieto todos los botones, intentando responderle. Sé que hay que presionar un botón, lo he visto en las películas, ¿pero cuál? Esto tiene demasiados. Así que, para al menos darle valor a mis intentos, presiono y digo a la vez:
—Te escucho.
—Debes decir cambio, esa es la regla —ya no es Marcos el que habla, parece que Héctor le ha quitado el radiotransmisor.
—Cambio —obedezco. Sinceramente, no sé si se dice así.
—Repite lo primero que dijiste y luego di cambio, de lo contrario, tu mensaje no será atendido. Cambio.
Vale, este moreno sí que es protocolar. Escucho risas entre sus habladurías, y creo que el resto del grupo se ríe de mí. Pero ellos no importan, yo no importo y nada importa, solo lo que me hará importante... o algo así.
—Te escucho, cambio —ojalá lo haya dicho bien, este calor me está derritiendo.
—Perfecto. Habrá un punto dónde te encontrarás con una escotilla. ¿Puedes verla? Cambio.
—Aún no. Cambio.
Palpo con las manos mientras sostengo la linterna con la boca. Sigo arrastrándome hasta que el camino se bloquea. Algo me incomoda por debajo del pecho. Retorno y la linterna me muestra la escotilla, sellada con tornillos. Vale, ya sé para qué es el destornillador.
—¿Encontraste la escotilla? Cambio.
—Sí, pero está sellada. Cambio.
—Debes abrirla. Cambio.
—En eso estoy. Cambio.
Giro y giro el destornillador, y los tornillos se levantan hasta que la escotilla queda floja y puedo levantarla.
—Ya está floja —aviso, seguido del—: Cambio.
—Levántala con mucho, mucho cuidado. Cambio.
—Lo haré. Cambio.
Nunca en mi vida he dicho tantas veces "cambio" en una sola noche. Inflo la respiración y, obviando las gotas de sudor que caen y caen sobre la escotilla, la levanto suavemente como se alza a un bebe recién nacido. Una luz me ciega de pronto. Aparto el obstáculo y me asomo silencioso como las serpientes.
Debajo hay una oficina, con un montón de pantallas de televisor conglomeradas mostrando las imágenes de lo que deben ser las cámaras de vigilancia del edificio. Puedo ver los pasillos solitarios dividiendo los apartamentos, la recepción, el estacionamiento... Pero, definitivamente, lo que llama mi atención es la mujer que duerme en una silla que está justo frente a las pantallas.
—¿Abriste la escotilla? Cambio —inquiere Héctor.
—Sí, hay una mujer dormida frente a un montón de pantallas. Cambio.
—Ella es la guardiana que tendrás que neutralizar. Cambio
¿¡Qué!? Pero yo nunca he neutralizado a nadie. La señora es musculosa y tiene la cara como un PittBull. Está roncando en la silla, con los pies descansando sobre el escritorio. Parece que estaba comiendo papas fritas y hamburguesas. Ay, qué envidia, yo solo como pollo frito y arroz.
—¿Qué hago para neutralizarla? —siseo, y a pesar del aire acondicionado que se cuela por el hoyo, sigo sudando.
—Olvidaste el cambio. Cambio.
Diablos, con esta gente uno no puede equivocarse tranquilo.
—¿Qué hago para neutralizarla? ¿Tengo que... matarla? Cambio —no quería insinuarlo, pero debo aclarar las dudas.
—¡No! Para eso está el Spray y la mascarilla. Debes rociarlo sobre la guardiana para que esta duerma profundamente. Cambio.
Diablos, la mascarilla. Esta será la única excepción para usar una. La tengo en un bolsillo, ¿cuál? Ay Dios, ¿por qué no se me ocurrió ponérmela antes de entrar? Tal vez si saco algunas cosas del cinturón y me lo aflojo un poco, puedo rastrear los bolsillos más bajos de mi pantalón. Rasco mi cabeza por la nada segura idea que se me viene a la mente... no es nada inteligente, pero si quiero encontrar lo que realmente importa, entonces debo ejecutarla.
Lo que hago es pasar mi cuerpo un poco más allá de la escotilla, dentro de lo que pueda permitirme avanzar el bloqueo de más adelante. Deslizo mi cabeza con cuidado, lentamente, y creo que algunas gotas de sudor salpicaron a la vigilante. No importa, sigue dormida. Ya tengo la cabeza y el pecho sobresaliendo del vacío, y el cinturón queda liberado para maniobrarlo.
Esta es la parte complicada. Estiro mis manos y comienzo a quitarme el cinturón, y lo que en él aguarda empieza a moverse. Diablos, el idiota de Marcos lo apretó como para que nunca me lo quitase. Vale, vale... puede resolverse. Descanso un poco y enderezo la columna, afectada por la curvatura de mi estómago hacia el vacío de la oficina, y lo vuelvo a intentar.
Vamos estúpido cinturón, ¡vamos! Muevo los broches apretando la lengua contra mis dientes. No me rendiré, no cuando estoy a dos metros de la descodificación y lo que sea que signifique. Al fin puedo desatarlo, el único problema es que se me resbala entre las manos y cae al vacío disparando un ruido que explota por todos los rincones. Regreso rápido a la posición original y me asomo. No importa, ella sigue dormida. El radiotransmisor suena... un momento ¿Y el radiotransmisor? Para la destrucción completa de mi serenidad, el aparato se encuentra en el suelo, muy cerca de la vigilante.
—¿Ya esparciste el spray? Cambio —pregunta Héctor.
Ay Dios, ¿Qué haré? ¿Qué haré? Bueno, descendemos de monos, así que puedo retroceder varias evoluciones para balancearme sobre los bordes del hoyo y caer cuidadosamente sobre el piso. Desciendo desde mis pies hasta quedar colgando de los brazos. Aún estoy un poco lejos del suelo, y como el moreno sigue y sigue preguntándome si ya esparcí el spray, me toca soltarme para que el aparato deje de hacer ruido.
Al final caí de un sopetón, por suerte, de pie. Miro a la vigilante, y no importa, sigue dormida. Agarro el radio y entonces, respondo al moreno controlando la respiración.
—Sí, ahora mismo lo estoy haciendo. Cambio —miento.
—Perfecto. Cuando termines avísame para darte la siguiente voz. Cambio.
Ahora sí puedo ponerme la mascarilla, ¡qué ironía! A mi mamá le alegraría el hecho, pero no la razón. Agarro el spray y, una vez asegurado de que la vigilante está dormida, comienzo a rociarlo de a poco, evitando hacer más ruido del que ya he hecho. Mientras tanto me concentro en las pantallas y en cada fragmento del edificio. Hay una en particular que me llama la atención, una dónde se muestra el pasillo que da a mi apartamento. ¿Cuántas veces salí y entré por esa puerta y cuántas veces lo hago ahora? Ninguna, porque por alguna razón ahora los hoyos en la pared están de moda.
Creo que esta mascarilla me está asfixiando más de lo que me podría asfixiar la lata de spray que ahora estoy rociando. Ya está. No creo que después de esta gran cantidad de gas a la vigilante se le ocurra despertar.
Retrocedo, tomo el radiotransmisor e intento comunicarme con el moreno; sin embargo, mi espalda tropieza con algo demasiado carnoso. Giro y me encuentro con el rostro despierto de la cara de Pitbull. Rayos, esta vez si importa...
¡Ella está despierta!