Cleoh era solo un nombre perdido en una línea secundaria de una novela que creyó haber olvidado. Un personaje sin voz, adoptado por una familia noble como sustituto de una hija muerta.
Pero cuando despierta en el cuerpo de ese mismo Cleoh, dentro del mundo ficticio que alguna vez leyó, comprende que ya no es un lector… sino una pieza más en una historia que no le pertenece.
Sin embargo, todo cambia el día que conoce a Yoneil Vester: el distante y elegante tercer candidato al trono imperial, que renunció a la sucesión por razones que nadie comprende.
Yoneil no busca poder.
Cleoh no busca protagonismo.
Pero en medio de intrigas cortesanas, memorias borrosas y secretos escritos en tinta invisible, ambos se encontrarán el uno en el otro.
¿Y si el destino no estaba escrito en las páginas del libro… sino en los espacios en blanco?
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CAPITULO 2
Como cada mañana, Anne se levantó temprano y se preparó para cumplir con sus deberes como doncella de la casa ducal. Se aseó con esmero y recogió su larga cabellera dorada en un moño impecable. Frente al espejo, se colocó su uniforme: un vestido azul oscuro que le llegaba hasta los tobillos, con un ligero vuelo, acompañado por un delantal blanco con delicados volantes, casi tan largo como el vestido, que adornaba su figura con sencillez y elegancia.
Se acercó a la cama y, desde debajo de esta, sacó un par de zapatos negros perfectamente limpios y lustrados. Tras ponérselos, regresó al espejo para inspeccionarse una vez más.
—Perfecto —murmuró.
Una vez satisfecha con su aspecto pulcro y ordenado, tan característico de las doncellas del ducado de Elisian, se dispuso a salir de su pequeña habitación. Sin embargo, antes de cerrar la puerta, alzó la vista hacia la ventana situada sobre su cama. La nieve caía incesantemente, cubriendo el paisaje con un manto blanco.
;Hoy será un día frío" pensó.
—Debo darme prisa antes de que los señores despierten —se dijo, saliendo con paso ágil al pasillo.
Mientras recorría los pasillos de la mansión a paso rápido, sumida en sus pensamientos, Anne creyó percibir una presencia a su alrededor. Instintivamente giró la cabeza, pero no vio a nadie.
A pesar de la breve inquietud, decidió restarle importancia y continuar con su labor. Al llegar al comedor, se dirigió directamente hacia la chimenea. Su tarea aquella mañana era calentar la habitación y dejar la mesa lista antes de que la familia ducal descendiera a desayunar. Con movimientos ágiles, tomó algunos troncos de leña apilados junto al hogar y se dispuso a encender el fuego.
Cuando por fin logró encender el fuego, una ráfaga helada irrumpió repentinamente en la habitación, apagando las llamas de golpe. Anne, sorprendida, se incorporó con rapidez y se giró hacia la puerta. Fue entonces cuando se dio cuenta de su descuido: la había dejado abierta.
El viento, implacable, se colaba por la abertura, levantando los bordes del mantel y haciendo danzar las cortinas. Frunció el ceño y chasqueó la lengua con frustración. ¿Cómo había podido ser tan descuidada?
Mientras se apresuraba a cerrar la puerta, las palabras de Evine, su compañera y amiga más cercana, acudieron a su mente con claridad, como si aún resonaran en los pasillos de la casa ducal.
—Antes de encender la chimenea, asegúrate de cerrar la puerta. Así el comedor se calentará más rápido, ¿de acuerdo?
—Sí…
—¿Mmm? ¿Y esa cara larga?
—Es que… ¿de verdad tienes que marcharte?
Recuerda con dolor el momento en que se lo confesó. Estaban en la despensa, doblando manteles y riendo en voz baja, cuando Anne, con voz temblorosa, soltó la pregunta que le venía carcomiendo el corazón desde hacía días.
Evine la miró con una sonrisa dulce, casi nostálgica.
—¿Oh? ¿De eso se trataba? —rio con ternura—. Sabes que era inevitable, Anne. Me casaré en dos días. Ahora me toca ocuparme de mi propio hogar y formar una familia con mi esposo. Para eso… debo dejar este trabajo.
—Pero… tengo miedo.
Evine ladeó la cabeza, sorprendida por la sinceridad de su amiga.
—¿Miedo? ¿De qué, Anne?
—Nunca he tratado directamente con el joven Cleoh. ¿Y si cometo un error y me castigan?
El silencio se apoderó del cuarto por un instante, pero luego Evine soltó una carcajada suave, tan contagiosa que incluso logró relajar los hombros tensos de Anne.
—¿De qué estás hablando? El joven Cleoh es tranquilo y afable. Incluso si llegaras a cometer un error, él lo entendería. Así que no tienes por qué temer.
Evine se acercó y posó una mano cálida sobre su hombro. Fue un gesto simple, pero cargado de cariño y confianza.
—Además, gracias a que me voy, por fin podrás dejar la lavandería. Te asignarán el comedor y las habitaciones nobles. Ahora podrás mandar suficiente dinero a tu familia para que vivan bien. Es una mejora, ¿lo ves?. Así que… ¡anímate un poco, Anne!
La escena se desvaneció en su mente como el humo de una vela. Anne volvió al presente con un suspiro profundo.
«¿A qué se debe este viento repentino?», pensó, mientras dirigía la mirada hacia el exterior del comedor. Sus ojos se posaron en la puerta principal, ubicada a la derecha de la estancia: estaba completamente abierta de par en par.
—¡¿Eh?! —exclamó, sorprendida.
No alcanzó a ver con claridad a la persona que había salido, pero sí logró distinguir una peculiar cabellera negra agitándose con el viento.
Anne se apresuró hacia la entrada y, al asomarse, confirmó lo que temía. Era, sin duda, el joven señor Cleoh. Sin embargo, no comprendía por qué había salido corriendo de la mansión en esas condiciones.
Antes de que su mente pudiera asimilar del todo lo que ocurría, Anne reaccionó. Corrió hacia el salón, tomó una de las mantas que cubrían los sofás y, sin pensarlo dos veces, salió tras él, gritando con desesperación para que se detuviera.
Justo cuando pensó que por fin sus llamados desesperados había llegado a oídos del joven, su corazón dio un vuelco cuando lo vío desplomarse sobre la nieve.
—¡No, no, no...! ¡¡Joven Cleoh!! —Anne se apresuró a su lado, se arrodilló junto a él y, como pudo, lo volteó. Sus delgados brazos estaban entumecidos por el frío y le faltaba el aliento, pero tenía que levantarlo.
Sin embargo, no tenía la fuerza suficiente para hacerlo. Así que, con el poco aliento que le quedaba, gritó desesperadamente:
—¡Por favor, alguien! ¡Necesito ayuda! ¡El joven Cleoh no responde!,¡guardias!.
Por mucho que gritara, no obtuvo respuesta. La ausencia de señales la sumió en una angustia aún más profunda, hasta que, finalmente, rompió a llorar. Con manos temblorosas, tomó la manta y envolvió con cuidado al joven, estrechándolo con fuerza entre sus brazos en un intento desesperado por resguardarlo del viento helado y del frío cortante que azotaba el lugar.
—¿Hay alguien ahí? —escuchó de pronto una voz que rompió el silencio como un eco lejano.
Alzó la vista rápidamente y miró en todas direcciones, hasta que, a lo lejos, distinguió la silueta de dos guardias que patrullaban el patio en esa gélida mañana.
—¡Aquí, por favor, aquí! —gritó, alzando los brazos y agitándolos con desesperación para hacerse notar.
Los guardias se apresuraron a acercarse. Al llegar, encontraron a la joven arrodillada sobre la nieve, abrazando con desesperación el cuerpo de alguien cubierto por una manta.
—¿Anne? —preguntó uno de ellos, visiblemente sorprendido—. ¿Qué haces fuera de la mansión con este clima?
Anne permaneció en silencio. No encontraba palabras, ni siquiera para sí misma. La confusión nublaba su mente, y por más que lo intentaba, no lograba comprender del todo qué estaba ocurriendo.
Al verla tan desconcertada, uno de los guardias se agachó junto a ella, intentando comprender la situación. Fue entonces cuando sus ojos se posaron en el rostro del joven envuelto en la manta, y algo en aquella imagen le heló la sangre.
—¿Joven Cleoh...? —murmuró con la voz entrecortada, el rostro desencajado por la sorpresa. Su mirada se volvió lentamente hacia la doncella, buscando en sus ojos alguna explicación, pero las preguntas se agolpaban en su mente sin encontrar forma ni palabras para ser pronunciadas.
Impulsado por la urgencia y sin detenerse a reflexionar, le arrebató al joven de los brazos a Anne y echó a correr en dirección a la mansión, llevándolo en volandas con todo el cuidado que la prisa le permitía. El segundo guardia, al ver el estado de la muchacha, se quitó el abrigo y lo colocó sobre sus hombros. Luego la ayudó a incorporarse con delicadeza y la acompañó con paso firme hacia la entrada principal, protegiéndola del viento helado que seguía azotando los jardines cubiertos de nieve.