Después de dos años de casados, Mía descubre que durante todo ese tiempo, ha Sido una sustituta, que su esposo se casó con ella, por su parecido a su ex, aquella ex, que resulta ser su media hermana.
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Ariel se levantó muy temprano aquella mañana fría.
Mientras preparaba el desayuno en la cocina, sus pensamientos divagaban entre recuerdos de momentos felices junto a Mía. Con delicadeza, colocó el café recién preparado, los huevos revueltos con especias, las tostadas doradas y la fruta fresca sobre una bandeja de madera.
Como cualquier otro día en los que la felicidad reinaba en su hogar, subió las escaleras para llevarle el desayuno a la cama.
Mía se incorporó sorprendida al verlo entrar con la bandeja entre sus manos. El aroma del café inundó la habitación mientras observaba cada detalle del desayuno preparado.
No era la primera vez que Ariel tenía este tipo de gestos con ella, pero desde aquella vez que le solicitó el divorcio, él había cambiado drásticamente.
Las atenciones, las palabras dulces y los pequeños detalles se habían desvanecido como la niebla matutina. Sin embargo, esta mañana parecía haber regresado aquel hombre atento y cariñoso que la conquistó años atrás, el que la sorprendía con notas escondidas en su bolso y la despertaba con besos suaves.
Las preguntas se agolpaban en su mente mientras contemplaba el rostro de Ariel. ¿Realmente temía perderla después de todo lo sucedido? ¿Era posible que estuviera intentando recuperar lo que alguna vez tuvieron?
Los rayos del sol que se filtraban por la ventana iluminaban la habitación, creando sombras danzantes sobre las paredes color crema que ella misma había elegido cuando se mudaron.
Con un movimiento casi instintivo, ladeó la cabeza para alejar los pensamientos esperanzadores que comenzaban a formarse en su mente. Era imposible borrar de su memoria la existencia de aquella otra mujer. El recuerdo punzante de cómo él se había ofrecido a acompañar a esa mujer a la casa de sus familiares resonaba con fuerza, mientras que las peticiones de Mía para que la acompañara a visitar a su abuela enferma siempre encontraron excusas y negativas.
La amargura de esas memorias se mezclaba con el dulce aroma del desayuno recién preparado.
—¿Por qué haces esto? —cuestionó Mía— ¿Es porque temes que te abandone antes de saldar la deuda que tenemos pendiente? —continuó sin darle oportunidad de responder, mientras sus ojos evitaban encontrarse con los de él— Puedes estar tranquilo, no me iré sin antes pagarte cada centavo. De hecho, hoy mismo comenzaré a buscar trabajo.
—En realidad, estaba pensando que… —intentó explicar Ariel, mientras se acercaba un paso más a la cama.
—No quiero saber lo que piensas —le interrumpió Mía con firmeza, levantándose abruptamente de la cama—, porque últimamente todo lo que sale de tu mente me lastima de manera horrible.
El movimiento brusco provocó que Mía sintiera un fuerte mareo que la hizo tambalearse y caer nuevamente sobre el colchón.
Ariel podría haber notado su malestar y la forma en que se desplomó, pero en ese preciso momento, su atención estaba completamente capturada por la pantalla iluminada de su celular, donde un nuevo mensaje acababa de aparecer.
—Debo salir —anunció él mientras Mía presionaba sus dedos contra su frente, intentando controlar el mareo con los ojos firmemente cerrados—. ¿Te encuentras bien? —preguntó con un tono que mezclaba preocupación y prisa. Ante el leve asentimiento de ella, continuó—: Desayuna tranquila, tengo que hacer una diligencia importante.
Mía sabía perfectamente qué tipo de “diligencia” requería su atención tan urgentemente. No necesitaba ser adivina para imaginar que era aquella mujer quien lo reclamaba a su lado.
El pensamiento le provocó una punzada de dolor en el pecho que intentó disimular.
Antes de marcharse, Ariel se acercó a ella y con delicadeza levantó su mentón. Mía se esforzó por mantener una expresión neutral, pero la palidez de su rostro la delataba, y él no pudo evitar notarlo.
—¿Sientes algún tipo de dolor? —preguntó mientras sus dedos acariciaban suavemente su mejilla, provocando una familiar sensación de mariposas en el estómago de Mía, una sensación que ella luchaba por ignorar.
—Estoy perfectamente bien —respondió apartando su mano con más brusquedad de la necesaria y poniéndose de pie nuevamente, esta vez con más cautela—. Ve a donde tengas que ir, yo me encargaré de disfrutar este desayuno.
—Si decides salir, irás acompañada por los guardaespaldas —declaró él con un tono que no admitía discusión.
Mía lo miró sorprendida y confundida. ¿Desde cuándo Ariel consideraba necesaria la presencia de guardaespaldas? ¿Acaso se había enterado del incidente que había pasado? ¿Era esa la verdadera razón detrás de esta repentina medida de seguridad?
La duda se instaló en su mente, pero rápidamente la descartó. Era más probable que esta fuera otra forma de mantenerla vigilada, de asegurarse que no escapara antes de tiempo.
—No necesito guardaespaldas —protestó, cruzando los brazos sobre su pecho.
—Ya está decidido —sentenció él antes de dar media vuelta y marcharse, dejando tras de sí el eco de sus pasos por el pasillo.
Mía no pudo evitar rodar los ojos ante su actitud autoritaria, pero procedió a sentarse y degustar el desayuno que él había preparado. Cada bocado era una explosión de sabores que le recordaba por qué siempre había adorado la cocina de Ariel. Sus preparaciones eran verdaderos manjares que alegraban cada mañana, pero se recordó a sí misma que debía comenzar a desacostumbrarse a estos pequeños placeres, pues pronto ya no formarían parte de su vida.
Después de terminar hasta el último bocado, se dirigió al baño para tomar una ducha revitalizante. Mientras el agua caía sobre su cuerpo, su mente trabajaba elaborando planes. Necesitaba encontrar un empleo lo antes posible, no solo para saldar aquella deuda que pesaba sobre sus hombros, sino también para poder continuar con sus estudios universitarios, que pronto dejarían de ser financiados por los Rodríguez una vez que el divorcio fuera definitivo. Y por supuesto, estaba la responsabilidad más importante: mantener a su hijo.
Cuando finalmente salió de la casa, se encontró con tres hombres corpulentos que inmediatamente comenzaron a seguir sus pasos. Uno de ellos se adelantó para abrirle la puerta del automóvil negro de vidrios polarizados, mientras los otros dos la escoltaban hasta el interior del vehículo.
Ya sentada en el asiento trasero, con un guardaespaldas a cada lado y otro al volante, Mía decidió llamar a Ariel. La llamada se conectó, pero fue recibida por un silencio que le provocó una punzada de dolor en el corazón. Los susurros que alcanzaba a escuchar de fondo solo confirmaban sus sospechas sobre la compañía que él tenía en ese momento.
—Estoy en una reunión importante —la voz de Ariel sonaba distante.
Antes de que pudiera colgar, Mía alzó la voz: —¡¿Por qué tres guardaespaldas?! —Su pregunta provocó que los hombres la miraran de reojo, conscientes de que ella desconocía cuánto necesitaban ellos conservar ese trabajo.
—¿Te parecen insuficientes? —respondió él con un tono que mezclaba algo de sarcasmo, lo que llevó a Mía a cortar la llamada de inmediato, frustrada por su actitud.
La mañana continuó con Mía reuniéndose con su amiga Mónica. Juntas prepararon varias carpetas con currículums para dejar en diferentes establecimientos, incluyendo el restaurante de hamburguesas donde trabajaba Mónica. Sin embargo, la respuesta fue la misma en todos lados: por el momento no había vacantes disponibles.
—¿Por qué no le pides el dinero prestado a tu padre? —sugirió Mónica mientras compartían un café—. Seguramente te ayudaría.
—¿Cuarenta mil dólares? —Mía soltó una risa amarga—. Ni siquiera me da diez dólares ¿crees que me prestaría semejante cantidad?
—Qué mal padre —comentó Mónica, indignada—. Debería mantenerte al menos hasta que termines la universidad, es un verdadero desconsiderado.
—Lo es —concordó Mía con una sonrisa resignada—, pero me las arreglaré de alguna manera.
—Lo que me preocupa es cómo vas a conseguir pagar quinientos dólares mensuales —reflexionó Mónica con preocupación—. Yo llevo cuatro años trabajando y ni siquiera he podido ahorrar la cuarta parte de la mitad de esa cantidad.
—¿Y si se lo pides prestado a tu suegro? —sugirió nuevamente Mónica—. Estoy segura de que él te ayudaría.
—Sería exactamente lo mismo que deberle a los Rodríguez —respondió Mía, negando con la cabeza.
—No creo que él te lo cobrara como lo está haciendo Ariel.
En ese momento, David entró al local donde Mía y Mónica estaban conversando. Al verla, intentó acercarse para asegurarse de que se encontraba bien, pero antes de que pudiera dar más de dos pasos, los fornidos guardaespaldas lo interceptaron, sujetándolo firmemente por los brazos.
En ese mismo instante Colin colocó la carpeta con el informe sobre el escritorio de Ariel—. La señora Mia y el joven Stevens se conocieron en la comisaría, parece que él la salvó.