"Sin Reglas"
París Miller, hija de padres ausentes, ha pasado su vida rompiendo reglas para llamar su atención. Después de ser expulsada de todas las escuelas, sus padres la envían a una escuela militar dirigida por su abuelo. París se niega, pero no tiene opción.
Allí conocerá a Maximiliano, un joven oficial obsesionado con las reglas. El choque entre ellos será inevitable, pero mientras París desafía todo, Maximiliano deberá decidir si seguir el orden... o aprender a romper las reglas por ella.
Una comedia romántica sobre rebeldes, reglas rotas y segundas oportunidades.
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capitulo 2
El autobús militar se detuvo frente a una enorme puerta de hierro con las palabras "Disciplina, Honor, Coraje" grabadas en un arco sobre ella. ¿Qué tan cliché podía ser esto? Todo en ese lugar parecía sacado de una película de guerra: el cielo gris, los barracones alineados perfectamente y los soldados caminando al ritmo de un tambor. Yo llevaba un uniforme que odiaba y que, honestamente, me quedaba grande en todos los sentidos.
—Bienvenida al Internado Militar San Marcos —dijo mi abuelo, quien ya me esperaba con los brazos cruzados y su ceño fruncido habitual. Sus palabras eran tan frías como el viento que me despeinaba.
Me bajé del autobús con mis maletas a rastras, tropezándome con la primera piedra que encontré. Una pequeña risa contenida se escuchó detrás de mí; al parecer, los soldados de la entrada ya tenían entretenimiento. Fantástico.
—¿Vas a necesitar ayuda, París, o debo ordenar que te levanten? —preguntó mi abuelo con esa voz sarcástica que tanto me irritaba.
—Tranquilo, abuelo. Puedo manejarlo. —Sonreí falsamente mientras recogía mis maletas del suelo. Si pensaba que iba a rendirme tan pronto, estaba equivocado.
Lo seguí hacia el edificio principal, donde todo era demasiado limpio, demasiado ordenado y, francamente, deprimente. Mientras caminábamos, supe que las reglas serían mi peor enemiga, y para hacer las cosas más interesantes, decidí romperlas de inmediato.
—¿Hay un spa aquí o una sala de masajes? —pregunté, dejando caer las maletas frente a la oficina principal.
—No, pero hay una sala de castigos —respondió él, sin siquiera girarse.
—¡Qué lugar tan acogedor! —murmuré, cruzándome de brazos.
—Deberías sentirte afortunada, París. No todos los estudiantes aquí tienen un abuelo que puede protegerlos de sus propios desastres.
—Y no todos los abuelos son tan amables como tú. —le devolví, con una sonrisa sarcástica.
Él me ignoró, lo cual, honestamente, me dolió un poco. No era que esperara una alfombra roja, pero un "te extrañé" no hubiera estado mal. En cambio, me lanzó un discurso sobre normas y disciplina mientras me mostraba mi habitación.
—Este será tu hogar. Compártelo con tres estudiantes más. Y recuerda, estás aquí porque no tienes otra opción, no porque quieras.
—Gracias por recordármelo, abuelo. No lo había notado con todas las rejas y uniformes.
Dejó escapar un suspiro profundo y cerró la puerta sin decir una palabra más. Me dejé caer sobre la cama, mirando el techo y pensando que este lugar sería mi tumba... o mi próximo escenario. Porque si algo tenía claro, era que París Miller no iba a dejar que este internado me cambiara. Al contrario, yo iba a cambiar este lugar.
El sonido de un golpe seco en la puerta me sacó de mis pensamientos. Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de golpe y una chica alta, de cabello rizado y una expresión tan severa como la de mi abuelo, entró cargando una pila de libros.
—¿París Miller? —preguntó, mirándome de arriba a abajo como si ya me hubiera juzgado y condenado.
—Depende. ¿Quién lo pregunta? —respondí, sentándome en la cama con las piernas cruzadas.
—Soy la encargada del dormitorio, Valeria. Aquí hay reglas, y las cumplirás. —Dejó caer los libros en el escritorio con un estruendo que hizo que todo el cuarto temblara un poco.
—Qué bienvenida tan cálida —dije, levantando una ceja.
—No estoy aquí para ser tu amiga. —me cortó, y con un gesto brusco señaló los libros. —Manual de disciplina, reglamento de convivencia, y un horario detallado de tus días aquí. Léelo. Memorízalo.
Miré los libros y luego a ella. ¿En serio esperaban que me aprendiera todo eso?
—¿Y si no lo hago? —pregunté con una sonrisa, retándola.
—Entonces te aseguro que tu estadía aquí será más dura de lo que ya es. —me respondió con una sonrisa fría antes de girarse y salir del cuarto, dejando la puerta abierta de golpe.
Suspiré y me tumbé nuevamente en la cama, pero no pasaron ni dos minutos antes de que la puerta se abriera otra vez. Esta vez no fue Valeria, sino un chico con un uniforme impecable y una expresión que gritaba "soy perfecto".
—París Miller —dijo con una voz firme. Ni siquiera era una pregunta. Era una orden disfrazada de saludo.
—¿Qué, ahora tienen guardias para vigilarme? —le contesté, sentándome otra vez.
—Soy Maximiliano, tu superior. —Se presentó con una mirada severa. Tenía el cabello perfectamente peinado y una postura tan recta que parecía una estatua. —Tu abuelo me asignó como tu guía. Y créeme, no voy a dejar que pongas un pie fuera de la línea.
—Oh, qué emocionante. Mi propio guardián personal. —Le sonreí con sarcasmo, disfrutando de la tensión que claramente se acumulaba en su rostro.
—Esto no es un juego, Miller. Aquí aprenderás a obedecer o sufrirás las consecuencias.
—Lo que tú digas, jefe. —Respondí, lanzándome de nuevo a la cama. —Por cierto, ¿puedes apagar la luz al salir? Estoy agotada de toda esta hospitalidad.
Maximiliano me miró fijamente, como si intentara decidir si valía la pena discutir conmigo. Finalmente, negó con la cabeza y salió del cuarto, dejando claro que esto era solo el principio de nuestra guerra personal.
Mientras la puerta se cerraba, no pude evitar sonreír. Este lugar prometía ser mucho más interesante de lo que había pensado.
El sol apenas despuntaba cuando el despertador sonó. Bueno, técnicamente no era un despertador, sino un pitido estridente que me hizo pensar que había un ataque aéreo. Entreabrí los ojos, busqué la almohada más cercana y la lancé hacia la pared, pero el sonido continuó.
—¡Arriba, Miller! —gritó alguien desde el pasillo.
Rodé los ojos. Era mi primer día y ya quería regresar a mi cómoda cama en casa. Me tomé mi tiempo para levantarme, porque si algo aprendí en mis años de rebeldía es que llegar tarde siempre hace una gran entrada.
Cuando finalmente llegué al patio central, los demás cadetes ya estaban formados en filas perfectas, con los uniformes impecables y las posturas rectas como postes. Yo, en cambio, llevaba el uniforme medio arrugado y la chaqueta mal abotonada.
—¡Miller! —La voz de Maximiliano retumbó como un trueno.
Me giré lentamente y ahí estaba él, con los brazos cruzados, su expresión seria y su ceño ligeramente fruncido. Parecía un cartel viviente de "Perfección Militar".
—Llegas tarde. —Su tono era frío, pero sus ojos brillaban con algo que casi parecía diversión.
—Sí, bueno, ¿qué puedo decir? El caos es mi especialidad. —Le sonreí y me encogí de hombros.
Maximiliano respiró hondo, claramente intentando no perder la paciencia.
—Por no leer el reglamento y por llegar tarde, tendrás un castigo. —Su tono seguía firme, aunque noté cómo sus labios se contraían ligeramente, como si intentara no reírse.
—Oh, ¿es esto donde me dices que tengo que limpiar baños o correr veinte vueltas? —pregunté, apoyándome en una pierna y cruzando los brazos.
—No, Miller. Hoy te encargarás de limpiar todo el comedor después de cada comida. Y, créeme, no es un trabajo fácil.
Intenté no hacer una mueca, pero definitivamente no estaba emocionada. Sin embargo, no iba a darle el gusto de verme molesta.
—Perfecto, amo los retos. ¿Algo más, jefe?
—Sí. —Se inclinó ligeramente hacia mí, lo suficiente para que solo yo lo escuchara. —Intentar intimidarme no funciona, pero tu torpeza sí es divertida. Hazme un favor y no caigas en el trapeador cuando limpies.
Se dio la vuelta antes de que pudiera responder, dejándome allí con las mejillas ardiendo. No por vergüenza, sino por la rabia de que ese tipo pensara que podía ganar.
Con el corazón todavía acelerado por la interacción con Maximiliano, caminé hacia el comedor con la cabeza en alto, aunque por dentro estaba fulminándolo con todos los insultos que conocía. "No caigas en el trapeador", había dicho. ¿Quién se creía? ¿Un oficial o un comediante barato?
Cuando llegué al comedor, me encontré con una montaña de platos sucios que parecían haber sido acumulados durante días. ¿Era esto legal? El olor no ayudaba, y un grupo de cadetes que estaban terminando de comer me miraban como si yo fuera el espectáculo del día.
—¿Necesitas ayuda, princesa? —gritó uno desde el fondo, provocando risas.
Ignoré el comentario y me até el cabello, lista para enfrentar mi castigo. Pero, siendo yo, la cosa no iba a terminar bien. En menos de diez minutos ya había tirado un balde de agua y resbalado con el trapeador que Maximiliano tan amablemente había mencionado. Genial, ahora soy oficialmente la payasa del internado.
Un par de chicas que pasaban se detuvieron para reírse, y no pude evitar unirse a ellas. Si algo sabía hacer bien era reírme de mí misma. Me puse de pie, con los pantalones empapados, cuando alguien se aclaró la garganta detrás de mí.
—¿Divirtiéndote, Miller? —La voz inconfundible de Maximiliano me congeló en el acto.
Me giré lentamente, con una sonrisa falsa. Allí estaba él, con los brazos cruzados y esa maldita expresión de superioridad.
—Claro que sí, jefe. ¿Quieres unirte? —respondí con sarcasmo, levantando el trapeador como si fuera una invitación.
Maximiliano negó con la cabeza, pero sus labios temblaban ligeramente, como si estuviera luchando por no reírse.
—Eres un desastre. —Dio un paso hacia mí, tomó el trapeador y lo puso en su lugar. —Pero como soy generoso, te voy a enseñar cómo se hace.
Lo miré sorprendida mientras comenzaba a limpiar el desastre que yo había hecho.
—¿Esto es real? ¿El gran Maximiliano limpiando con sus propias manos? —pregunté con tono burlón, intentando ocultar lo raro que era verlo ayudarme.
—Soy tu superior, Miller. Y eso incluye enseñarte a no ser un peligro público con un trapeador. —Me lanzó una mirada que, aunque pretendía ser seria, tenía un leve brillo de diversión.
Por unos minutos, el comedor quedó en silencio mientras él me mostraba cómo limpiar correctamente, como si fuera lo más importante del mundo. Yo, por supuesto, lo interrumpía con comentarios sarcásticos cada vez que podía, pero él no se inmutaba.
Cuando finalmente terminamos, Maximiliano dejó el trapeador en su lugar y me miró con una leve sonrisa.
—Felicidades, Miller. No destruiste todo el comedor.
—Dame tiempo, todavía queda mucho día.
Él soltó una risa breve, la primera vez que lo veía hacerlo, y por un segundo, olvidé lo mucho que me irritaba. Pero solo por un segundo.
—Nos vemos mañana, y por favor, intenta llegar a tiempo. —Se giró y salió del comedor, dejándome allí con una mezcla de frustración y algo que no quería admitir: tal vez Maximiliano no era tan insoportable después de todo.
Pero no iba a rendirme. Esto era una guerra, y yo siempre ganaba.