Tras años lejos de casa, Camila regresa solo para descubrir que su hermana gemela ha muerto en circunstancias misteriosas.
Sus padres, desesperados por no perder el dinero de la poderosa familia Montenegro, le suplican que ocupe el lugar de su hermana y se case con su prometido.
Camila acepta para descubrir que fue lo que le ocurrió a su hermana… sin imaginar que habrá una cláusula extra. Sebastián Montenegro, es el hombre con quien debe casarse, A quien solo le importa el poder.
Pronto, los secretos de las familias y las mentiras que rodean la supuesta muerte de su gemela la arrastrarán a un juego peligroso donde fingir podría costarle el corazón… o la vida.
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Mi plan trazado.
Camino hacia donde están los vestidos, sola. Ignoro a las personas a mi lado.
Elijo uno a mi gusto, muy distinto al que había escogido mi hermana. El suyo era tipo princesa; el mío, por el contrario, es ceñido y escotado.
Entro a probármelo y, cuando noto dónde necesita ajustes, le doy indicaciones a la costurera que me espera. Salgo del probador y veo a las tres mujeres que están observando.
—¿Y bien? —me pregunta la madre de Sebastián—.
Me encojo de hombros.
—Lo verán el día de la boda, —respondo—.
Salgo de la boutique dejándolas ahí, clavadas en su sorpresa. Miro la hora; como si todo conspirara a mi favor, mi padre llega. Se detiene junto a mí, yo subo al coche sin despedirme.
Mi padre saluda desde la ventanilla y mi madre sube al auto, cerrando la puerta con fuerza.
—No puedo seguir con esto —dice mi madre, molesta—. Camila es muy grosera; mancilla el nombre de Carina. Ella nunca trataría así a la familia del hombre que ama.
—Que amo —le respondo, cortante.
Mi padre frena en un semáforo y me mira. Por la ventanilla veo coches detenidos a los lados; recuerdo a Carina y a mí jugando a elegir colores en la calle y contar quién veía más autos de ese color. Un rayo de nostalgia me atraviesa: no debí irme. No debí dejarla.
Llegamos a casa y soy la primera en bajar.
—Tengo que hablar contigo, —me dice mi padre. Espero al pie de la escalera; mi madre sube a su cuarto y, por la noche, la escuché llorar.
Mi padre sube a su despacho y yo lo sigo.
—Cierra la puerta, —me pide, y lo hago.
—Hoy hablé con el abuelo Montenegro.
—Dime qué ganas tú con vender a tus hijas, —le reprocho.
—Se lo propuse a Carina y no se negó. Ella estaba dispuesta a casarse por su cuenta.
—No mientas. Tú le buscaste la pareja. ¿Qué ganabas con eso?
Mi padre guarda silencio un momento, luego me observa con una mezcla de cansancio y orgullo.
—Sí, yo lo arreglé. Pero no fue solo un intercambio: con el tiempo hubo más que conveniencia. Fue porque ella se encaprichó. —suspira—. Sebastián quedará al mando de la empresa de su abuelo; es el único nieto varón. La condición para que sea CEO es que tenga una vida estable —y con eso convence a los socios—. Necesita una esposa, aunque sea por un año, hasta que su posición quede asegurada. Hicimos un acuerdo entre familias. A nosotros nos conviene: cuando él sea dueño, nos dará acciones y podremos crear nuestra propia empresa independiente. Es fingir por un año. Nada más.
Respiro hondo y todo se nubla.
—Pasado ese año podrás irte lejos y comenzar de cero. Mañana es la fiesta de compromiso y pasado mañana será la boda, —añade con firmeza.
Le doy la espalda y subo al cuarto. Como cada noche, abro el diario y lo leo un rato. Lo guardo y me duermo.
Al despertar tengo varias llamadas perdidas: compañeros de clase. Les respondo con un mensaje corto: “Estoy bien, les llamo en cuanto pueda.” Me arreglo con otro vestido negro. Cuando bajo, mis padres ya están listos.
—Hoy iremos a la empresa como la familia unida que somos —me informa mi madre—. Los socios deben ver que somos reales.
Salimos. En todo el camino mi madre no deja de repetir lo que debo decir y cómo debo comportarme.
Al llegar bajo y observo la enorme fachada: esa empresa que pronto será el escenario de pactos y ambiciones, que quizá la codicia termine por devorar. Entramos y, a medida que avanzamos, saludan a la familia.
—Hola, Carina —me dice un joven; respondo con un apretón de manos por educación.
—¿Y Dalila? —pregunta mi madre, fingiendo interés.
—Aquí viene, —le responden—.
La veo entrar: es la hermana de Sebastián. Ella y su novio se saludan con familiaridad; ella me mira con desdén.
—Mi hermano te espera afuera, —me dice con frialdad.
Mi padre me conduce hacia la puerta principal. Al salir, me topo con la realidad: Sebastián está recostado en su carro, mirándome con la indiferencia que tanto irrita.
—No tengo todo tu tiempo, —me dice seco, y su tono me hace reaccionar.
—Ven cuando lo tengas. Yo también estoy ocupada, —le respondo con la misma frialdad.
Su mirada se endurece, pero yo ya tengo un plan trazado: no me dejaré manipular por esa familia que cree tener oro en las venas. No pienso ceder. Esto es una guerra, y yo no soy Carina.