A los dieciséis años, fui obligada a casarme con Dante Moretti, un hombre catorce años mayor, poderoso y distante.
En sus ojos, nuestro matrimonio era solo un contrato; en los míos, era amor.
Fui enviada al extranjero para estudiar y, durante cinco años, viví con la esperanza de que algún día él realmente me viera.
Ahora, graduada y decidida, he vuelto a Florencia.
Pero lo que encuentro me destruye: mi esposo tiene a otra mujer y planea casarse de nuevo.
Solo que esta vez no será a su manera. Ya no soy la chica ingenua que dejó partir.
He vuelto para reclamar lo que es mío: el nombre, la fortuna, el respeto… y quizá, mi lugar en su cama y en su corazón.
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Capítulo 11
(POV: Dante)
El fin de semana pasa como una tormenta, pues la presencia de Edward traía risas que no fueron causadas por mí ni fueron para mí.
El lunes llegó como un alivio, pues no tendría que encarar una visita indeseable por mí, pero aun así tenía que convivir con Bianca, que se convirtió en el motivo de noches mal dormidas. Nada en ella era simple. Bianca era una paradoja que me desafiaba a cada instante: un soplo de inocencia mezclado con algo que me incendiaba por dentro. Desde que ella había regresado, la casa, los días, hasta el aire habían cambiado. Era como si cada pared murmurase su nombre, como si todo el tiempo yo estuviese a punto de perder el control.
Yo intenté resistir. Dios sabe que intenté. Pero bastaba una mirada, una sonrisa distraída, el sonido de su voz llamándome Marido... y todo se derrumbaba.
Hoy, ella estaba en el escritorio, sentada a la mesa grande de caoba, revisando algunos documentos de la empresa. Yo la observé de lejos, apoyado en el marco de la puerta, sin que ella se diese cuenta. El cabello negro caía sobre el rostro, y ella lo sujetaba detrás de la oreja en un gesto automático. La punta de la pluma tocaba sus labios cuando se concentraba. Yo conocía ese movimiento. Era el mismo que hacía cuando estudiaba, años atrás.
La mujer que un día había sido apenas un recuerdo silencioso, una sombra suave en mi vida, ahora comandaba la atención de todos. Ella hablaba con los funcionarios, daba opiniones firmes y, para mi completo desespero, estaba conquistando a cada uno de ellos.
—No deberías involucrarte tanto con los negocios de la familia —dije, intentando mantener el tono neutro.
Ella alzó aquellos ojos verdes, sorprendida, pero luego sonrió.
—Yo solo estoy ayudando, Marido. No pensé que eso fuese un problema.
¿Un problema? Ella no tenía idea.
El problema era verla allí, en aquel ambiente que siempre había sido mi refugio, y sentir que ella lo transformaba, que todo lo que era mío comenzaba a tener su perfume y su toque.
—No necesitas probar nada —continué, aproximándome—. Yo puedo cuidar de eso.
Ella se levantó despacio. Su mirada era serena, pero yo veía por detrás una fuerza silenciosa, una voluntad de mostrar que pertenecía a aquel lugar.
—Tal vez yo necesite probarme a mí misma —respondió—. Pasé demasiado tiempo lejos, Dante. Quiero entender lo que realmente significa estar de vuelta.
Cada palabra de ella era una lámina. Y, aun así, yo no conseguía alejarme.
El orgullo me decía que la mantuviese a distancia, pero el cuerpo gritaba lo opuesto.
En aquella tarde, Edward llegó a la empresa para visitarla. Él la saludó con un abrazo rápido, pero lo suficientemente largo para hacerme endurecer. La risa de ella sonó leve, casi infantil, y el sonido resonó dentro de mí como una provocación.
Los observé conversando, él hablaba algo que la hacía sonreír, y aquella sonrisa —aquella sonrisa que antes era mía— me dilaceró.
Los celos vinieron como una onda, caliente e irracional. Yo lo sentí subiendo, quemando por dentro, tomando espacio donde antes había razón. Yo odiaba aquello. Odiaba lo que ella me hacía sentir.
Más tarde, cuando él se despidió, ella volvió al trabajo, aun sonriendo.
—Él es solo un amigo, Dante —dijo, antes de que yo siquiera preguntase—. Fue gentil en venir a verme.
Crucé los brazos.
—¿Amigos, es? Extraño, porque él no te miraba como un amigo.
Ella suspiró, irritada.
—Estás viendo cosas.
No, yo estaba viendo demasiado. Cada gesto de ella, cada palabra, cada mirada. Yo veía el mundo entero girando en torno a ella, y yo —el hombre que se había prometido a sí mismo que jamás perdería el control— me estaba destrozando.
Di un paso adelante. Ella retrocedió, pero no huyó. Nuestras miradas se encontraron, y algo eléctrico, peligroso, atravesó el espacio entre nosotros.
—Te gusta provocar, ¿no es así? —pregunté, con la voz ronca—. Te gusta ponerme a prueba, ver hasta dónde aguanto.
—Estás siendo injusto —respondió, pero su voz falló.
Llegué más cerca, hasta sentir su perfume.
—Injusto sería fingir que no me estás volviendo loco —susurré.
Ella abrió la boca para responder, pero yo no dejé. El beso vino antes, ardiente, desesperado, el tipo de beso que nace de meses de represión. Ella resistió por un segundo —solo uno— antes de ceder. Y cuando lo hizo, todo en mí se derrumbó.
Yo la sujeté por la cintura, sintiendo su cuerpo pegado al mío, el corazón disparado. El tiempo pareció parar, y por primera vez en mucho tiempo, yo no pensé en nada además de ella.
Cuando nos alejamos, ella respiraba con dificultad, los ojos humedecidos.
—Eso... no debía... estamos en el trabajo —murmuró.
Me alejé también, pero mi voz salió firme, aunque el pecho ardiese.
—No debía, pero sucedió.
Ella viró el rostro, y yo percibí el temblor de sus manos.
—No juegues con mis sentimientos, Dante.
El silencio que se siguió fue denso, cargado. No conseguí decir más. —¿Qué estoy haciendo?, me pregunto sin abrir la boca mientras ella salía, yo me quedé allí, solo, sintiendo su sabor aun en mis labios... y el peso de una verdad que me torturaba:
cuanto más yo intentaba huir, más ella se volvía mi vicio.
Bianca era mi ruina.
Y yo, aun sabiendo eso, no conseguía desear otra cosa sino caer —otra vez— en mi propia obsesión.