El poderoso sultán Selin, conocido por su destreza en el campo de batalla y su irresistible encanto con las mujeres, ha vivido rodeado de lujo y tentaciones. Pero cuando su hermana, Derya, emperatriz de Escocia, lo convoca a su reino, su vida da un giro inesperado. Allí, Selin se reencuentra con su sobrina Safiye, una joven inocente e inexperta en los asuntos del corazón, quien le pide consejo sobre un pretendiente.
Lo que comienza como una inocente solicitud de ayuda, pronto se convierte en una peligrosa atracción. Mientras Selin lucha por contener sus propios deseos, Safiye se siente cada vez más intrigada por su tío, ignorando las emociones que está despertando en él. A medida que los dos se ven envueltos en un juego de miradas y silencios, el sultán descubrirá que las tentaciones más difíciles de resistir no siempre vienen de fuera, sino del propio corazón.
¿Podrá Selin proteger a Safiye de sus propios sentimientos?
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Pasado
Años atrás, yo era solo un niño. Con apenas once años, el destino me arrebató lo que me quedaba de inocencia, poniéndome la corona de un imperio que pesaba más que mi cuerpo frágil. Recuerdo el día en que Derya, mi hermana, colocó esa corona en mis manos. Apenas podía entender lo que significaba ser sultán, pero ella me lo explicó con una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos. "Este es tu destino, Selin," dijo, y luego se fue.
No tardó mucho en marcharse a Escocia, dejando el imperio otomano a mi cargo, con promesas de regresar. Pero nunca lo hizo. Ahí estaba yo, un niño en el trono, rodeado de rostros que me miraban con hambre, buitres que esperaban que cayera para devorarme.
Al principio, todo parecía normal. Estaba rodeado de tutores que me enseñaban sobre el arte de gobernar, de la guerra y la diplomacia. Aprendí rápido, pero lo hice a la fuerza. Marcus, mi kaphi aga, era el único que parecía preocuparse por mí, el único que me protegía de aquellos que intentaban manipularme. Pero Marcus no fue eterno. Falleció cuando yo tenía catorce años, dejándome solo en un palacio lleno de serpientes.
Y fue entonces cuando comenzaron los horrores.
Sin la protección de Marcus, fui obligado a cosas que un niño nunca debería experimentar. Me decían que debía convertirme en hombre. Aún puedo recordar la primera vez que esa frase fue susurrada con malicia. "Es hora de que seas un hombre," decían, pero no entendía lo que eso implicaba hasta que fue demasiado tarde.
Recuerdo a esa mujer. Era mayor que yo, mucho mayor. Me llevó a lugares oscuros, tanto físicos como mentales, que ni siquiera sabía que existían. Sus manos eran frías y ásperas, y su mirada vacía, como si lo que hacía conmigo no tuviera importancia. Yo no importaba. Nadie lo notaba, nadie lo detenía. Su cruel "enseñanza" me rompió en pedazos. Día tras día, noche tras noche, fui moldeado por su perversidad. Aprendí a callar, aprendí a soportar el dolor en silencio. Aprendí que el mundo no era un lugar seguro, y que yo no podía depender de nadie para protegerme.
A veces, me pregunto si alguien se hubiera dado cuenta si hubiera desaparecido. Tal vez no. Tal vez ni siquiera me habrían extrañado.
Pero entonces, la guerra llamó a mi puerta. Me ordenaron al frente de batalla. Para muchos, ser enviado a la guerra habría sido una sentencia de muerte, pero para mí, fue una liberación. Pensé que nada podía ser peor que lo que había vivido en esos oscuros pasillos del palacio. Qué equivocado estaba.
La guerra no perdona. El campo de batalla es un lugar donde la dulzura y la inocencia van a morir. Vi cosas que ningún ser humano debería ver. El sonido de los gritos, el choque de las espadas, la sangre manchando la tierra. Cada muerte, cada herida, dejó cicatrices en mi piel y en mi alma. Allí, aprendí a matar, a ver a los hombres caer a mi alrededor como hojas secas arrastradas por el viento de otoño.
Pero lo peor no fue el dolor físico. Fue la soledad. La constante sensación de vacío mientras veía a mis amigos caer, uno por uno. Cada vida que perdía en el campo de batalla era como perder una parte de mí mismo. ¿Cómo es posible sentir tanto y, al mismo tiempo, no sentir nada?
No fui el mismo al regresar. Cualquier dulzura que quedara en mí, cualquier esperanza de amor o compasión, había muerto en la guerra. No podía permitirme ser débil. Si lo hacía, me devorarían. Aprendí a enterrar cualquier sentimiento bajo una capa de hielo, a construir muros alrededor de mi corazón. Y cuando finalmente regresé al imperio, lo hice como un hombre diferente.
Ya no era el joven que Derya había dejado atrás. No tenía poderes sobrenaturales como ella, no podía controlar el viento ni la tierra, pero eso no me importaba. No los necesitaba. Tenía algo mucho más valioso: una mente fría, un corazón endurecido y una voluntad de hierro. Me adueñé del trono que una vez me había aplastado con su peso, y lo hice mío. Ya nadie podía darme órdenes. Yo era el sultán, el único dueño de mi destino.
Pero, incluso entonces, el pasado no dejó de atormentarme. Había aprendido a mantener a todos a distancia. El cariño, el afecto, eran debilidades que no podía permitirme. Por eso, cuando vi a Safiye por primera vez, sentí algo estremecerse dentro de mí. Sus ojos brillaban como estrellas en la oscuridad, y por un breve momento, mi corazón, aquel órgano que había olvidado que latía, volvió a sentir. Pero lo maté antes de que pudiera florecer.
No puedo permitirme el lujo del amor. Nadie me amó cuando más lo necesitaba. Nadie estuvo allí para protegerme de los monstruos que habitaban el palacio, ni de los que encontré en el campo de batalla. Y si nadie me amó, entonces yo tampoco amaré a nadie.
Derya… Mi hermana me olvidó. Me dejó en estas paredes para que me convirtiera en lo que soy. No puedo odiarla. Después de todo, ella hizo lo que debía hacer. Gobernar es una carga, no un privilegio, y ella entendió eso antes que yo. Pero nunca dejó de doler. Su ausencia fue un recordatorio constante de que, incluso los más cercanos a mí, pueden irse sin mirar atrás.
Aún así, le soy leal. Derya sigue siendo mi hermana, y Safiye, su hija, mi sobrina. Pero ese vínculo de Amor no significa lo mismo que antes. Ahora lo veo todo a través de una lente diferente, una lente endurecida por el dolor, la traición y la guerra.
Me he convertido en lo que todos querían que fuera: un líder fuerte, implacable, frío. El sultán de un imperio. Pero, a pesar de todo, una parte de mí sigue siendo aquel niño que, a los once años, vio a su hermana marcharse y se quedó solo con los buitres. Y esa parte de mí, aunque enterrada bajo capas de hielo, aún llora en silencio por lo que pudo haber sido, por la vida que le fue robada antes de que pudiera siquiera entender lo que significaba vivir.