Isabella Dupont ha pasado su vida planificando una venganza que espera borrar el dolor de su infancia. Abandonada a los cinco años por su madre, Clara Montserrat, una mujer despiadada que traicionó a su familia y robó la fortuna de su padre, Isabella ha jurado destruir el imperio que su madre construyó en Italia. Bajo una identidad falsa, Isabella se infiltra en la constructora internacional que Clara dirige con mano de hierro, decidida a desmantelar pieza por pieza la vida que su madre ha levantado a costa del sufrimiento ajeno.
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Capítulo 1
Hace veinte años, el espléndido departamento de Clara y Jean-Luc Dupont en París era un símbolo de éxito y lujo. Situado en el elegante barrio del 6ème arrondissement, cerca de los Jardines de Luxemburgo, el apartamento ocupaba el último piso de un edificio de estilo Haussmanniano, con techos altos y ventanales que ofrecían una vista impresionante de la ciudad. Las paredes, pintadas en tonos claros de marfil, estaban decoradas con obras de arte contemporáneo, y los suelos de parquet antiguo crujían suavemente bajo los pies, recordando a quienes caminaban sobre ellos la historia y el refinamiento del lugar.
La cocina, donde Clara estaba sentada, era un espacio amplio y moderno, con encimeras de mármol blanco y electrodomésticos de acero inoxidable que relucían bajo la luz cálida de las lámparas colgantes. Clara tamborileaba los dedos impacientemente sobre una carpeta de cuero negro que reposaba sobre la mesa central de la cocina, una mesa de madera de roble maciza, cuidadosamente decorada con un jarrón de cristal que contenía flores frescas, cambiadas a diario por la empleada del hogar.
Clara, con su melena castaña perfectamente peinada, vestía una blusa de seda color crema y unos pantalones ajustados de diseñador. Sus ojos, de un azul helado, miraban fijamente la carpeta mientras sus pensamientos divagaban. Nunca le había gustado la vida de ama de casa. Las tareas domésticas, la crianza de una hija, y las interminables horas de soledad en ese lujoso apartamento le habían provocado un profundo resentimiento. Se había casado con Jean-Luc Dupont por su estatus y su dinero, un hombre que le había dado una vida de opulencia, pero a un costo que ella ya no estaba dispuesta a pagar.
De repente, una voz infantil rompió el silencio.
—¡Mami, mami, mira! —gritó alegremente Isabella, entrando corriendo en la cocina.
La pequeña Isabella, de tan solo cinco años, llevaba un vestido azul con un lazo blanco, sus rizos castaños rebotando con cada paso. Sus ojos verdes, llenos de entusiasmo y admiración por su madre, brillaban mientras señalaba orgullosa hacia el salón.
—¡He hecho un castillo de naipes! —dijo con voz triunfante, su sonrisa era tan amplia que mostraba los pequeños huecos donde habían caído sus dientes de leche.
Clara forzó una sonrisa, sus labios pintados de un rojo intenso apenas se movieron mientras miraba a su hija.
—Muy bien, cariño —dijo, su voz suave pero carente de emoción verdadera—. ¿Por qué no vas a tu habitación a jugar un rato?
Isabella asintió, feliz de recibir la aprobación de su madre, y salió corriendo por el pasillo, dejando tras de sí una estela de risas infantiles que resonaban en las paredes del apartamento.
Cuando la pequeña desapareció de su vista, Clara dejó escapar un suspiro profundo, de esos que nacen en el alma. Apoyó los codos sobre la mesa y se frotó las sienes con los dedos. Toda esa vida que Jean-Luc le había prometido, ese cuento de hadas de lujo y amor, había resultado ser una prisión dorada. El peso de las expectativas de ser la esposa perfecta, la madre ideal, la mujer sumisa que sacrificaba sus sueños por el éxito de su esposo, se había convertido en una carga insoportable.
En ese momento, la puerta de la entrada del apartamento se abrió. Clara enderezó la espalda y recogió la carpeta, asegurándose de que todo estaba en orden antes de que Jean-Luc llegara a la cocina.
Jean-Luc Dupont, el hombre que había sido el centro de su mundo, entró en la cocina. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto y de complexión delgada pero atlética. Su cabello, negro como el azabache, estaba apenas empezando a mostrar las primeras hebras de gris en las sienes. Llevaba un traje oscuro perfectamente ajustado, con una corbata de seda que destacaba por su elegancia discreta. Su rostro, de facciones marcadas, solía estar iluminado por una sonrisa cálida, pero esa tarde parecía agotado, con las líneas de preocupación grabadas profundamente en su frente.
—Clara, ¿todo bien? —preguntó Jean-Luc mientras dejaba su maletín en una silla cercana y se acercaba a su esposa, con la mirada llena de cansancio pero también de afecto.
Clara lo observó con una expresión que mezclaba frialdad y decisión. Era el momento que había estado planeando durante meses.
—Jean-Luc, ven aquí, por favor —le dijo con voz calmada, señalando la silla frente a ella.
Jean-Luc, sin sospechar nada, se sentó frente a Clara, notando la carpeta que ella había colocado en la mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó con una ligera preocupación en su voz.
Clara respiró hondo, preparándose para lo que estaba a punto de hacer.
—Esto, Jean-Luc, es el futuro —respondió mientras abría la carpeta y sacaba un conjunto de documentos.
Jean-Luc frunció el ceño, confundido, mientras observaba cómo Clara deslizaba los papeles hacia él.
—He transferido todos tus activos, tus propiedades y cuentas bancarias, a mi nombre —dijo Clara con una calma inquietante—. Todo lo que alguna vez fue tuyo, ahora me pertenece.
Jean-Luc la miró, atónito, sin poder creer lo que estaba escuchando.
—¿Qué estás diciendo, Clara? —su voz tembló levemente, una mezcla de incredulidad y miedo comenzando a apoderarse de él.
Clara mantuvo su mirada fija en él, sus ojos azules helados reflejaban una determinación inquebrantable.
—He estado preparando esto durante mucho tiempo, Jean-Luc. Mientras tú estabas ocupado con tus proyectos, confiándome la administración de nuestras finanzas, yo me aseguré de que todo quedara bajo mi control. Las propiedades, las inversiones, las cuentas... todo. —Hizo una pausa, disfrutando del momento en el que la verdad empezaba a hundirse en su marido—. Todo lo que has construido, ahora es mío.
Jean-Luc sintió como si el suelo se desmoronara bajo sus pies. Todo lo que había trabajado durante años, todo lo que había construido, le había sido arrebatado en un abrir y cerrar de ojos. Su mente se negaba a aceptar lo que estaba escuchando.
—¿Por qué, Clara? —preguntó, su voz rota por la incredulidad—. ¿Por qué harías algo así?
Clara cruzó las piernas, inclinándose hacia él con una expresión que mezclaba arrogancia y frialdad.
—Porque estoy cansada de esta vida, Jean-Luc. Estoy cansada de ser la esposa perfecta, de vivir en tu sombra. Nunca quise ser una ama de casa, nunca quise ser madre. Todo esto fue para ti, porque tú lo querías. —Su voz se volvió más dura, más fría—. Pero ahora es mi turno de vivir la vida que quiero, de tener el control.
Jean-Luc sintió como su mundo se desmoronaba. Todos sus sueños, todas sus esperanzas, se habían convertido en polvo en un instante.
—¿Y qué hay de Isabella? —preguntó con un hilo de voz, aferrándose a la única cosa que le importaba más que todo lo demás—. ¿Qué va a pasar con nuestra hija?
Clara sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Tú te quedarás con Isabella —dijo, como si fuera una cuestión de poca importancia—. Yo me iré, y te dejaré el apartamento, junto con una pequeña pensión para que puedas mantener a nuestra hija. Es lo mejor para todos.
Jean-Luc sintió que su corazón se rompía en mil pedazos. La mujer a la que había amado, la madre de su hija, le estaba arrebatando todo, y ahora pretendía dejarlo solo para criar a Isabella, como si su hija no fuera más que un accesorio en su vida.
—Clara… por favor, no hagas esto —imploró, su voz temblando con la desesperación que solo un hombre derrotado puede sentir—. Isabella necesita a su madre. No la abandones.
Clara se levantó de la mesa, recogiendo la carpeta y guardando los documentos con un movimiento meticuloso. Caminó hacia la ventana de la cocina, mirando la vista de París al atardecer, la ciudad que tanto había amado pero que ahora sentía como una jaula.
—Jean-Luc, esto no es una negociación —dijo sin volverse a mirarlo—. Ya está hecho. Yo no estoy hecha para esta vida, y no pienso sacrificarme más. Isabella estará bien contigo, ella no me necesita.
Jean-Luc se levantó de su silla, sintiendo una mezcla de ira, tristeza y desolación. Dio un paso hacia Clara, pero se detuvo al ver la determinación en su postura. Sabía que no había nada que pudiera decir o hacer para cambiar lo que ella había decidido.
—¿Cómo puedes ser tan fría? —murmuró, su voz llena de dolor—. ¿Cómo puedes abandonarnos así?
Clara finalmente se giró para mirarlo, su expresión era de una mujer que ya había hecho las paces con su decisión
—Jean-Luc, esto no es algo que he decidido de la noche a la mañana. He pasado años planificando esto, pensando en cada detalle, en cada posibilidad. Esto no se trata de ti, ni siquiera de Isabella. Esto se trata de mí y de la vida que quiero vivir. —Clara hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas para expresar lo que realmente sentía—. No puedo seguir viviendo esta mentira. Nunca quise ser la esposa perfecta, nunca quise ser madre. Todo lo que hice, lo hice porque sentí que no tenía otra opción. Pero ahora sí la tengo.
Jean-Luc sintió un vacío en su pecho, como si el aire se hubiera escapado de sus pulmones. La mujer que tenía delante no era la mujer con la que se había casado, no era la joven estudiante de la Universidad Politécnica de Madrid que había conocido años atrás, la misma que le había dicho con una mezcla de ambición y candidez que quería conquistar el mundo. Esa Clara se había desvanecido, y en su lugar quedaba alguien irreconocible.
—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó Jean-Luc con voz áspera—. ¿Simplemente te marchas y nos dejas atrás como si nunca hubiéramos existido?
Clara se acercó a él, con la carpeta apretada contra su pecho como si fuera un escudo. Sus ojos, ahora duros como el hielo, se encontraron con los de Jean-Luc.
—Voy a comenzar de nuevo, Jean-Luc. Voy a construir algo que sea solo mío, sin tener que depender de nadie. En Italia tengo contactos, tengo ideas. He estudiado cada detalle, he calculado cada riesgo. —Su voz se volvió más suave, casi como una caricia que Jean-Luc sabía que no era real—. No me malinterpretes, te agradezco todo lo que has hecho por mí. Pero necesito ser libre.
Jean-Luc cerró los ojos por un momento, intentando asimilar lo que acababa de escuchar. Sabía que no había forma de detenerla, pero eso no hacía que doliera menos.
—Y qué pasa con Isabella… —insistió, su voz quebrada—. No puedes simplemente dejarla atrás, Clara. Es nuestra hija.
Clara apartó la mirada, como si las palabras de Jean-Luc le causaran un malestar que prefería no enfrentar.
—Isabella estará bien contigo —respondió, su tono era seco, casi profesional—. Nunca fui la madre que ella necesitaba. Tú lo sabes tan bien como yo. Ella merece estar con alguien que realmente la ame, y yo… yo no puedo ser esa persona.
Jean-Luc sintió una ola de tristeza y desesperación abrumarlo. Se dio cuenta de que ya no podía hacer nada para cambiar el curso de lo que estaba sucediendo. Su matrimonio, su familia, todo se desmoronaba delante de él y era impotente para detenerlo.
—Clara… por favor… —dijo en un último intento, su voz apenas un susurro—. Piénsalo bien. Esto no es solo un negocio. Estamos hablando de nuestras vidas, de la vida de nuestra hija.
Clara se quedó en silencio por un momento, como si considerara sus palabras. Pero cuando volvió a mirarlo, Jean-Luc supo que su decisión estaba tomada.
—Lo he pensado mucho, Jean-Luc. Más de lo que imaginas. Y esta es la única salida que veo para mí. —Le ofreció una pequeña sonrisa, triste pero sin remordimientos—. Isabella estará bien. Te lo prometo.
Jean-Luc se quedó inmóvil mientras Clara se giraba y comenzaba a caminar hacia la puerta principal. Cada paso que daba resonaba en sus oídos como el golpe de un martillo sobre el clavo de un ataúd. Sabía que esa era la última vez que la vería como su esposa, la última vez que la vería en su hogar.
Justo antes de cruzar la puerta, Clara se detuvo y miró a Jean-Luc por última vez.
—El divorcio será rápido. He arreglado todo para que sea lo menos doloroso posible. Solo necesito tu firma en los papeles que te he dejado. —Señaló la carpeta que había dejado sobre la mesa—. Quiero que esto termine de manera civilizada.
Jean-Luc asintió, incapaz de pronunciar palabra. Sentía que toda la energía lo había abandonado, dejándolo vacío y quebrado.
Clara abrió la puerta, y sin mirar atrás, salió del apartamento, cerrando la puerta con suavidad detrás de ella. El sonido del cierre de la puerta fue como un disparo en el silencio sepulcral que quedó en la habitación.
Jean-Luc permaneció allí, en la cocina, durante lo que parecieron horas. Finalmente, se acercó a la mesa y tomó la carpeta con manos temblorosas. La abrió y vio los documentos de divorcio, junto con los detalles de la transferencia de activos que Clara había ejecutado de manera tan meticulosa.
Un grito de dolor y rabia emergió de lo más profundo de su ser, pero fue sofocado antes de que pudiera salir de su garganta. Jean-Luc dejó caer los papeles sobre la mesa y se desplomó en la silla, sintiéndose más solo que nunca en su vida.
Miró hacia el pasillo, hacia la habitación de Isabella, y supo que no podía permitirse desmoronarse. Tenía que ser fuerte por su hija, tenía que ser el padre que ella necesitaba, aunque el peso del abandono de Clara lo aplastara cada día.
Jean-Luc se levantó lentamente y caminó hacia la habitación de su hija. Al abrir la puerta, vio a Isabella jugando con sus muñecas en la alfombra, completamente ajena al cataclismo que acababa de ocurrir en su hogar.
Se arrodilló junto a ella y la abrazó, sintiendo cómo la pequeña le devolvía el abrazo con fuerza. En ese momento, Jean-Luc prometió que haría todo lo posible por darle a Isabella una vida feliz, a pesar de todo lo que habían perdido. Pero en el fondo, sabía que nada volvería a ser igual.
Mientras la tarde se desvanecía en la noche, Jean-Luc se dio cuenta de que su vida, tal como la había conocido, había llegado a su fin. Y aunque todavía no sabía cómo, también comprendía que tendría que reconstruirla desde las cenizas, por el bien de Isabella, y por el suyo propio.
tiene buen argumento,
hasta el final todo esto está emocionante.
y lo peor es que está arrastrando así hija a ese abismo.
cual fue la diferencia que se quedará con el.
a la vida que si madre le hubiese dado..
Isabella merece tener un padre en toda la extensión de la palabra.
no te falles ni le falles.
la narración buena
la descripción como empieza excelente 😉🙂
sigamos..
la historia promete mucho