Herencia De Sombras

Herencia De Sombras

Prólogo

El pequeño pueblo de **Giverny**, conocido por sus paisajes bucólicos que inspiraron a grandes artistas como Monet, se encontraba envuelto en la quietud de una tarde de finales de otoño. Las hojas de los árboles caían lentamente, tapizando las calles empedradas con una alfombra de tonos ocres y rojizos. Un viento suave soplaba, llevando consigo el aroma a tierra mojada y el eco de los últimos turistas que habían abandonado el lugar, dejando a Giverny en una tranquila soledad.

Por el camino principal, apenas transitado, avanzaba un coche negro, un **Jaguar XJ** del año 2005, con su elegante chasis reflejando los tonos dorados del atardecer. El vehículo se detuvo frente a una pequeña casa de estilo normando, con paredes de piedra y un tejado a dos aguas cubierto de musgo. La casa, modesta pero bien cuidada, estaba rodeada de un pequeño jardín que, aunque ya no lucía las flores de la primavera, seguía conservando un encanto nostálgico.

La puerta del coche se abrió con un ligero chirrido, y de él bajó Isabella Dupont. Era una mujer de veinticinco años, alta y esbelta, con un porte que mezclaba elegancia y determinación. Su cabello castaño oscuro, recogido en un moño bajo, enmarcaba un rostro de rasgos finos, donde sus ojos verdes brillaban con una mezcla de urgencia y preocupación. Vestía un abrigo gris oscuro, que la protegía del frío incipiente, y unas botas de cuero que resonaban sobre el pavimento mientras se apresuraba hacia la puerta de la casa.

Isabella respiró hondo antes de tocar la puerta, intentando calmar el torbellino de emociones que la embargaba. Antes de que pudiera llamar, la puerta se abrió, revelando a una mujer de mediana edad, con el cabello canoso y la expresión severa pero cálida. Era Colette Moreau, una amiga cercana de su padre y la mujer que había sido como una segunda madre para Isabella desde que Clara, su verdadera madre, la había abandonado.

—¿Qué pasó, Colette? —preguntó Isabella, su voz temblando ligeramente mientras sus manos nerviosas se aferraban al borde de su abrigo.

Colette la miró con tristeza, sus ojos oscuros reflejando el dolor que intentaba mantener a raya.

—Isabella, tu padre… —empezó a decir, pero su voz se quebró, obligándola a tomar un respiro profundo antes de continuar—. Está muy mal. El doctor Lefevre está con él ahora mismo. Debes darte prisa.

Sin esperar más, Isabella asintió y, sin quitarse el abrigo, corrió escaleras arriba, dejando atrás a Colette, quien cerró la puerta con un suspiro lleno de pena. Subió los escalones de dos en dos, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, como si intentara mantener el tiempo a raya, aunque sabía que era inútil.

Al llegar al segundo piso, Isabella se dirigió al final del pasillo, donde la puerta de la habitación de su padre estaba entreabierta. El pasillo, decorado con retratos familiares y recuerdos de viajes, parecía alargarse interminablemente mientras sus pasos la llevaban hacia el que temía sería el último encuentro con Jean-Luc Dupont, su amado padre.

Entró en la habitación con el aliento contenido. La luz del atardecer se filtraba a través de las cortinas, bañando la estancia en una luz cálida y suave. Jean-Luc estaba recostado en su cama, sus cabellos grisáceos esparcidos sobre la almohada blanca, su rostro demacrado pero aún reconocible por la dignidad que siempre había llevado consigo. A su lado, un hombre mayor, de unos sesenta años, con el cabello entrecano y gafas de montura delgada, se encontraba de pie junto a la cama, revisando una hoja de papel con seriedad.

Isabella dio un paso adelante, pero el doctor Lefevre alzó la vista y, al reconocerla, dejó el documento a un lado y se acercó a ella con una expresión solemne.

—Señorita Dupont, —dijo el doctor con voz suave pero firme—, ¿podríamos hablar un momento fuera?

Isabella asintió, sus ojos ya comenzando a llenarse de lágrimas que se negaba a derramar frente a su padre. Miró a Jean-Luc una vez más antes de seguir al doctor fuera de la habitación. Cerró la puerta suavemente tras ella, como si temiera que un ruido fuerte pudiera romper el frágil hilo de vida que aún mantenía a su padre en este mundo.

En el pasillo, el doctor Lefevre se giró para enfrentarla, su expresión era la de un hombre acostumbrado a dar malas noticias, pero que aún sentía el peso de cada una de ellas.

—Señorita Dupont, —comenzó con un tono compasivo—, temo que su padre… ya no le queda mucho tiempo. Su estado se ha deteriorado rápidamente en las últimas horas, y me temo que lo mejor que puede hacer ahora es estar con él. No hay nada más que podamos hacer.

Isabella sintió que las lágrimas que había estado conteniendo empezaban a caer por sus mejillas, pero se las secó rápidamente, asintiendo con la cabeza.

—Gracias, doctor. —Su voz era apenas un susurro, rota por la emoción.

El doctor Lefevre le ofreció una ligera sonrisa de consuelo, sabiendo que en momentos como este, las palabras eran inútiles.

—Quédese con él, señorita Dupont. Su presencia le brindará paz.

Isabella asintió nuevamente, incapaz de hablar, mientras el doctor le daba una palmadita en el hombro antes de bajar las escaleras, dejando a Isabella sola en el pasillo. Se quedó ahí un momento, tomando aire profundamente, intentando recomponerse antes de volver a entrar en la habitación.

Con las manos temblorosas, Isabella giró el pomo de la puerta y volvió a entrar. Esta vez, la habitación le pareció más pequeña, más íntima. Se acercó lentamente a la cama, cada paso resonando en el suelo de madera envejecida.

Jean-Luc abrió los ojos al escucharla, sus labios curvándose en una sonrisa débil pero genuina al ver a su hija.

—Isabella… —murmuró, su voz apenas un susurro.

Isabella se arrodilló junto a la cama, tomando la mano de su padre entre las suyas. La piel de Jean-Luc estaba fría, casi translúcida, como si la vida ya estuviera escapando de su cuerpo.

—Papá… —su voz se quebró mientras intentaba contener las lágrimas—. Estoy aquí.

Jean-Luc la miró con una ternura que solo un padre puede mostrar a su hija. Sus ojos, aunque debilitados por la enfermedad, seguían brillando con un amor incondicional.

—Sabía que vendrías… —dijo con esfuerzo—. Siempre supe que estarías aquí.

Isabella apretó su mano, sintiendo la fragilidad de sus huesos bajo la piel.

—No podía dejarte solo, papá —susurró, mientras las lágrimas caían silenciosamente por sus mejillas.

Jean-Luc respiró hondo, su pecho subiendo y bajando lentamente, como si cada aliento fuera una lucha. Cerró los ojos por un momento, y cuando los volvió a abrir, parecía estar más en paz.

—No me queda mucho tiempo, Isabella. Pero hay algo que debo decirte… —su voz era débil, pero había una firmeza en sus palabras que captó la atención de Isabella.

—Papá, no hables. Solo descansa —le rogó, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, temiendo lo que podría escuchar.

Pero Jean-Luc negó con la cabeza, su mano apretando ligeramente la de Isabella.

—No… esto es importante. —Se tomó un momento para recobrar el aliento—. Isabella, no dejes que el odio consuma tu vida. Sé que has cargado con mucho dolor, y que lo que tu madre te hizo… fue imperdonable. Pero no dejes que eso te destruya.

Isabella sintió que su corazón se rompía un poco más con cada palabra de su padre. Su voz era suave, pero el mensaje era claro. Jean-Luc siempre había sido consciente del rencor que Isabella guardaba hacia su madre, pero nunca había imaginado el alcance de sus planes de venganza.

—Papá, no hables de eso ahora. Estoy aquí, y eso es lo único que importa —intentó reconfortarlo, pero sus propias palabras sonaban vacías, como si no creyera en ellas.

Jean-Luc la miró con una mezcla de tristeza y orgullo.

—Prométeme… —tosió levemente antes de continuar—, prométeme que buscarás tu felicidad, Isabella. Que no te perderás en la oscuridad del rencor.

Isabella no pudo responder de inmediato. ¿Cómo podría prometerle algo así cuando había dedicado toda su vida a planear la caída de su madre? Pero no podía negarle nada a su padre, no en su último momento juntos.

—Lo prometo, papá —susurró finalmente, aunque en su corazón sabía que era una promesa vacía.

Jean-Luc sonrió, después lentamente fue cerrando los ojos, la vida escapandosele.

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Comments

Gardenia Omaña

Gardenia Omaña

empezó bien
la narración buena
la descripción como empieza excelente 😉🙂
sigamos..
la historia promete mucho

2024-10-26

1

mariela

mariela

Buen comienzo ahora hay que saber exactamente que fue lo que hizo la desnaturalizada madre para que la odie tanto aparte de abandonarlos para que Isabella quiera vengarse de su madre.
Su padre antes de morir pidió que buscará su felicidad pero me imagino que lo hará después de vengarse.

2024-08-22

1

Ye.

Ye.

Por qué no lograr ambas cosas. /Chuckle/

2024-08-20

1

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