Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 1 – La Emboscada
La noche estaba cargada, el cielo de Toronto cubierto por nubes que devoraban la luna como depredadores. Dentro del coche blindado, Theo Greco giraba lentamente la copa de cristal con el whisky ámbar, observando la bebida danzar con la misma calma de un rey en su trono. Cuarenta años de vida, dos exesposas, ningún heredero y un imperio que lo había convertido en uno de los nombres más temidos del inframundo: para los enemigos, era Don Greco, el mafioso griego que controlaba la red de armamento más poderosa de la ciudad.
Pero aquella noche no venía a negociar. Venía a cobrar.
—¿Estás seguro de que Vladimir aparecerá? —la voz grave de Nikos Karras, su mano derecha, rompió el silencio.
Theo alzó la mirada. Nikos era casi un hermano, un hombre de confianza, pero su pregunta no dejaba de ser reflejo de algo que lo incomodaba: la duda.
—Vladimir no tendría elección —respondió Greco, firme—. Me debe. Y cuando alguien me debe a mí… no existe salida.
El coche desaceleró frente a la fábrica abandonada. Ladrillos ennegrecidos, vidrios rotos, hierro retorcido. El lugar olía a trampa. Greco lo sintió antes incluso de pisar el suelo mojado por la lluvia reciente.
Dos SUV negros se detuvieron detrás, trayendo a ocho de sus hombres. La fila de armas fue revisada, los cargadores engatillados con chasquidos metálicos que sonaron como campanas de un presagio.
Theo abrió la puerta con calma y descendió. El viento frío atravesó su traje negro, pero no arrancó de él ni un estremecimiento. Sus zapatos italianos golpearon el concreto como martillos de un juez. No tenía prisa. Don Greco nunca corría.
—Extraño… —dijo Nikos, a su lado, con los ojos atentos alrededor—. Está demasiado vacío.
Theo bebió un sorbo de whisky, dejando que el fuego ardiera en su garganta antes de responder:
—Porque no es un pago. Es una emboscada.
El eco de las palabras resonó más fuerte que el viento.
Avanzaron hasta el interior de la fábrica. El sonido de los pasos retumbaba en la nave como si el espacio fuera una catedral profana. El olor a óxido y moho se mezclaba con el de pólvora antigua, vestigios de quienes ya habían usado el lugar para negocios sucios.
Y entonces, el chasquido seco: clack, clack, clack. Armas siendo destrabadas.
—¡Contacto! —gritó Nikos.
Sombras se alzaron tras las columnas, los andamios, las pasarelas superiores. Al menos treinta hombres armados rodearon la entrada, las metralletas brillando bajo la luz precaria.
Theo no movió un músculo. Solo alzó la mano con la calma de quien dicta el tiempo.
—Fuego.
El infierno se abrió.
Las primeras ráfagas cortaron el aire, destrozando ventanas, rebotando en vigas de acero. El olor a pólvora quemaba la garganta de todos. El estruendo ensordecedor lo llenó todo, pero Greco caminaba en medio del caos como si estuviera en una sala de juntas.
Sus hombres formaron una barrera, respondiendo con precisión militar. Cada disparo era seco, cada cuerpo enemigo caído, un mensaje. Greco levantó su pistola y disparó con frialdad, siempre apuntando a la cabeza o al pecho. Tres tiros, tres muertos. Nada en él temblaba.
No era solo un mafioso. Era disciplina encarnada.
Los enemigos avanzaban, gritando en ruso, tratando de cercar al Don. Nikos apartó a uno de los hombres antes de que fuera alcanzado, cubriéndolo con disparos certeros. El concreto se teñía de rojo, el suelo ya parecía un campo de ejecuciones.
Greco disparó contra dos que intentaban acercarse por la retaguardia. Uno cayó de inmediato, el otro aún se arrastró hasta que Theo pisó su mano y terminó el trabajo con un tiro seco en el cráneo. El cuerpo se estremeció una última vez y enmudeció.
—¡Avanzad por el ala este! —ordenó el Don, con voz firme en medio del caos.
Obedecieron sin cuestionar. No había lugar para la duda cuando se luchaba bajo el mando de Greco.
En quince minutos, lo que era una emboscada se convirtió en masacre. El sonido de los disparos cesó. El eco de los pasos se mezclaba con el goteo de la lluvia que se filtraba por las rendijas del techo roto. El olor a sangre era casi palpable.
Nikos respiraba con fuerza, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Fueron todos.
Theo, sin embargo, sabía la verdad. No eran “todos”. Porque uno no estaba allí.
Vladimir.
El maldito ruso no apareció. Jamás arriesgaría su vida en una trampa; dejaba que los hombres murieran por él. Y eso, para Theo Greco, era la mayor prueba de que no se trataba solo de una deuda de dinero o de armas. Vladimir había intentado tocar el punto más frágil de cualquier hombre del crimen: su confianza.
Y Greco no perdona traiciones.
Sirvió otro sorbo de whisky, los ojos fijos en los cuerpos caídos alrededor. El cristal reflejaba la luz pálida de la luna que se infiltraba por los agujeros del techo.
—Registren el lugar —ordenó, la voz baja pero cortante—. No quiero restos, no quiero secretos.
Nikos asintió y señaló a dos soldados para que exploraran los pasillos laterales.
Greco permaneció allí, inmóvil, como un rey en medio del campo de batalla que acababa de conquistar. Pero en el fondo, una llama fría ardía. Vladimir pensaba que podía jugar con él, como si Don Greco fuera un blanco cualquiera.
Sonrió de lado. No. Esto aún estaba lejos de terminar.
El eco de los disparos aún temblaba en las paredes cuando el silencio se impuso como una niebla fina. Los hombres se dispersaron en busca de pistas, linternas cortando la oscuridad, pasos cautelosos resonando entre las columnas metálicas. El olor a pólvora ya se mezclaba con el de polvo antiguo y óxido.
Un soldado regresó trayendo un tambor de hierro lleno de cenizas.
—Don, quemaron documentos aquí. Todavía están calientes.
Greco lanzó solo una mirada, fría, y bebió otro sorbo de whisky. Quemar pruebas siempre era señal de huida apresurada. Alguien había estado allí hasta minutos antes.
Nikos apareció desde el entresuelo, con la respiración agitada.
—Oficinas limpias. Solo restos de botellas, colchones. Un escondite temporal.
Theo escuchó sin responder. Cada detalle encajaba en el patrón de Vladimir… cobardía detrás de hombres desechables, huellas borradas a toda prisa. El ruso no quería pagar la deuda. Quería eliminarlo.
Otro grupo de soldados llegó desde el ala oeste. Uno de ellos cargaba un candado nuevo, arrancado a martillazos de un portón lateral.
—Don, esto fue puesto hace poco. El aceite todavía gotea.
Greco examinó el metal reluciente bajo la linterna. Candado nuevo en ruinas viejas. Siempre el mismo mensaje, alguien escondiendo algo valioso en un lugar que ya no debería albergar nada.
El Don caminó hasta el portón. Los hombres ya lo habían forzado. Del otro lado, cajas apiladas, pasillos estrechos y en el suelo… marcas de arrastre. Huellas superpuestas, algunas ligeras, otras pesadas.
Greco se agachó y tocó el cemento con la punta de los dedos. El polvo era reciente. Alguien había pasado por allí esa misma noche.
El viento sopló por una rendija y trajo consigo un olor distinto, más denso, húmedo, cargado de algo que no pertenecía a la fábrica.
Fue entonces cuando Nikos lo llamó de nuevo, la voz más tensa de lo normal:
—Don… aquí.
Theo lo siguió hasta el fondo, donde dos planchas de hierro ya habían sido levantadas por los hombres. Debajo, un agujero oscuro descendía hacia un sótano. Una escalera metálica desaparecía en la negrura, iluminada apenas por el haz inestable de una linterna. El aire que subía era frío, pesado, y arrastraba un hedor rancio que hizo que dos soldados contuvieran la respiración.
Greco se detuvo en el borde, mirando hacia abajo. El vacío devolvió solo silencio.
No dijo nada durante unos segundos. Solo se acomodó el saco y miró a Nikos.
—Aseguren el perímetro —su voz sonó firme, sin prisa—. Nadie baja hasta que yo lo autorice.
Nikos asintió, pero la tensión en su mirada no desapareció.
Greco se inclinó un poco más sobre la abertura. La oscuridad parecía viva, como si guardara algo que no quería ser visto. Su instinto, el mismo que lo había mantenido con vida en guerras sangrientas, le susurraba que aquel agujero no era solo parte de la fábrica. Era otra cosa.
—Don… —llamó Nikos de nuevo, más bajo, como si la propia sombra pudiera oír—. Usted necesita ver esto.
Theo no respondió. Solo encendió un cigarro, aspiró hondo y dejó que la brasa iluminara sus ojos. El humo se mezcló con el aire pesado que subía del sótano.
Lo sabía, aquella noche aún no había terminado.
Theo Greco
Naya
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!