Alexandre Monteiro es un empresario brillante e influyente en el mundo de la tecnología, conocido tanto por su mente afilada como por mantener el corazón blindado contra cualquier tipo de afecto. Pero todo cambia con la llegada de Clara Amorim, la nueva directora de creación, quien despierta en él emociones que jamás creyó ser capaz de sentir.
Lo que comenzó como una sola noche de entrega se transforma en algo imposible de contener. Cada encuentro entre ellos parece un reencuentro, como si sus cuerpos y almas se pertenecieran desde mucho antes de conocerse. Sin oficializar nunca nada más allá del deseo, se pierden el uno en el otro, noche tras noche, hasta que el destino decide entrelazar sus caminos de forma definitiva.
Clara queda embarazada.
Pero Alexandre es estéril.
Consumido por la desconfianza, él cree que ella pudo haber planeado el llamado “golpe del embarazo”. Pero pronto se da cuenta de que sus acusaciones no solo hirieron a Clara, sino también todo lo verdadero que existía entre ellos.
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Capítulo 11
...Clara Amorim...
^^^Itapema, Santa Catarina^^^
Hogar.
Es lo primero que pienso cuando estaciono el coche frente a la casa donde crecí. No era una de esas casas lujosas de revista, pero siempre fue todo lo que necesitaba. Una casa simple, de tamaño mediano, con un porche en la parte delantera y un portón que separaba el jardín de la calle.
Tan pronto como crucé el portón, mamá apareció en la puerta y sonrió. Fue suficiente. Corrí hacia ella, me lancé a sus brazos y no pude contener más el llanto. Lloré como una niña que se raspa la rodilla y solo encuentra consuelo en el abrazo de su madre.
Mamá sabía que no estaba bien desde el momento en que llamé. Sé que ella lo sabía, pero aun así no preguntó nada, ni me forzó a hablar.
—Todo estará bien —dijo ella, abrazándome fuerte y besando mis cabellos—. Vamos a entrar, hace frío aquí afuera.
Entrar en casa fue como volver en el tiempo. Todo seguía exactamente igual. La sala con las cortinas estampadas de flores, los sofás bien cuidados, la TV en la pared, los portarretratos en el panel. La barra que dividía la sala de la cocina seguía allí, y la cocina era tal como mamá siempre soñó, con armarios empotrados y cada cosa en su lugar. Ella amaba ese espacio.
El pasillo llevaba a las habitaciones y al baño social, justo en la primera puerta. La última habitación era la mía. La primera, de mis padres. La habitación del lado derecho del pasillo, de mi hermano mayor.
—Está todo exactamente igual —sonreí entre las lágrimas.
—Sí —ella asintió, pasando la mano por mi rostro—. Siempre me gustó esta decoración, lo sabes.
Aquel lugar olía a hogar. A seguridad. A todo lo que estaba necesitando. Recordar todo lo que vivimos aquí me hizo llorar aún más.
Malditas hormonas del embarazo.
Y, en el fondo, incluso con todo el dolor, fue bueno sentir que, no importaba lo que sucediera, siempre tendría a dónde volver.
Yo, mis padres y mi hermano siempre fuimos adictos al fútbol. Cada fin de semana, cada partido importante de nuestro Fla, nos reuníamos en esta sala y animábamos juntos hasta perder la voz.
Son momentos como esos los que me vienen a la memoria cuando paso los ojos por cada detalle alrededor.
—¿Dónde está mi padre? —pregunté, todavía mirando todo con nostalgia.
—Fue al supermercado —dijo mamá mientras tomaba mi maleta—. Él quiere hacer una barbacoa más tarde. Cambié las sábanas de tu cama y lavé tu baño.
—Gracias, mamá. No hacía falta, yo misma podría haberlo hecho.
—De ninguna manera —ella me lanzó aquella mirada de madre que no acepta discusión—. Date un baño y descansa un poco. Después conversamos sobre lo que te está afligiendo.
Obedecí. Me di un baño largo, intentando dejar que el agua se llevara un poco de la angustia que me consumía. Después me senté frente al antiguo tocador, que todavía tenía la misma madera clara y el espejo con algunas marcas del tiempo.
Suspiré. Había pospuesto mi venida para hoy porque ayer, sábado, estuve demasiado ocupada con el proyecto. A pesar de haberme desligado de la empresa, no soportaba la idea de que otra persona presentara algo que era mío de principio a fin.
Así que me arreglé. Me hice un maquillaje esmerado, me puse un vestido azul y ondulé el cabello. Antes de nada, pasé por la cocina y fui hasta la casita en el patio.
Cuando era niña, aquel lugar era mi casita de muñecas. Después de los trece años, se convirtió en mi estudio, donde pasaba horas creando y soñando despierta.
Encendí el Tonix y proyecté mi imagen en 3D, posicionando todo para que fuera transmitido en tiempo real para el evento. Hice la presentación entera con la voz firme, mostrando cada detalle del proyecto que tanto amé desarrollar.
Cuando terminé, volví a la habitación y me quité el maquillaje y el vestido. Me cambié por un chándal cómodo.
Por la ventana, vi a mi familia reunida en el lateral de la casa, organizando la barbacoa. Mi padre ya había vuelto, y el olor a carne asándose se mezclaba con la brisa fría que venía del litoral.
Por un instante, cerré los ojos y agradecí en silencio.
—¿Dónde está mi hermana preferida? —Carlos apareció apoyado en la puerta de mi habitación, con aquella sonrisa de siempre.
—Soy tu única hermana, idiota —puse los ojos en blanco, pero no contuve una sonrisa.
—No deja de ser mi preferida —él entró y se sentó a mi lado en el borde de la cama—. ¿Por qué no estás ahí fuera? El padre hizo una fiestona solo para ti, ¿sabías?
—Estaba resolviendo unas cosas del trabajo —suspiré, apoyando la barbilla en la mano.
—Vamos allá. Está todo el mundo queriendo verte, nena.
Respiré hondo y me levanté. Cuando salí al área externa, papá me jaló enseguida para un abrazo apretado, que solo él sabía dar. Mis tíos, primos y abuelos también estaban reunidos, y el olor de la carne asándose me dio hambre en el acto.
Una caja de sonido tocaba sertanejo antiguo, de aquellos que crecimos escuchando, y sentí mi pecho calentarse de nostalgia. Saludé a cada uno, riendo de las bromas y de las preguntas curiosas que todo el mundo hacía al mismo tiempo.
Fui hasta la mesa, corté un pedazo generoso de carne y puse bastante farofa en el plato. Quería comer tranquila, sin miedo de atragantarme, mi estómago parecía no ver comida hacía días.
—¿Eh, no vas a tomar vino hoy? —tío Jota preguntó, elevando una copa en mi dirección—. Está mal eso, ¿eh? Yo mismo que te enseñé a ser adicta al vino, muchacha.
Sentí mi rostro quemar en el acto, y mis ojos se humedecieron sin querer. Porque era verdad, yo amaba el vino. Pero ahora no era solo sobre mí.
—Esta vez paso, tío —sonreí, colocando una mano en la barriga de forma casi instintiva—. Resolví darme un tiempo.
Él frunció el ceño, confuso, pero no insistió.
Y por un momento, mientras todo el mundo reía y conversaba, me di cuenta de cómo aquel lugar me recordaba quién era de verdad. Y de cómo, a pesar de todo, no estaba sola.
Comí más de lo que estaba acostumbrada e hice una verdadera cochinada mientras hundía un pedazo de picaña en la mayonesa verde y me lo llevaba a la boca, pensando que aquello era la mayor maravilla del mundo.
—Qué asco, Clarinha —mi tía habló, torciendo la nariz al verme embadurnada.
—¡Esto está simplemente divino! —respondí, sin el menor pudor.
—Eso va a darte un desorden en el estómago, eso sí —abuela resongó, sacudiendo la cabeza.
—Dios me libre —me encogí de hombros, llevándome otro pedazo a la boca.
En el momento, parecía genial. Pero después de que todo el mundo se fue y la casa comenzó a aquietarse, entendí que tal vez abuela tenía razón.
Estaba en mi habitación, intentando encontrar una posición cómoda en la cama, cuando el asco me acertó de lleno. Sentí el estómago revolver como si todo hubiera sido mezclado en una licuadora.
De un salto, corrí hacia el baño. Me arrodillé frente al inodoro y vomité todo, absolutamente todo. El gusto ácido en la garganta, la sensación de estar vacía y mareada, y los ojos ardiendo de tanto lagrimear.
—¿Hija? —oí la voz de mamá acercándose. Ella empujó la puerta despacio—. ¿Te estás sintiendo mal?
—Mamá... —respiré con dificultad—. Yo... disculpa.
Ella se agachó a mi lado, sostuvo mi cabello con cuidado y pasó la mano por mi espalda, acariciando, como hacía cuando yo era niña y tenía crisis de ansiedad.
—Ven acá, mi niña. Vamos a limpiarte —ella me ayudó a levantarme, me guio hasta el lavabo y mojó un paño para limpiar mi rostro—. ¿Qué te pasó, Clara? Desde que llegaste, estás diferente.
Yo encaré mi reflejo en el espejo. Ojeras, cabello despeinado, el rostro cansado. El peso en el pecho volvió con todo.
—Mamá... —cerré los ojos y dejé las lágrimas finalmente caer—. Yo... estoy embarazada.
Ella no dijo nada de inmediato, apenas apoyó la mano en mi rostro.
—Dios mío... —susurró, pero el tono de ella no fue de juzgamiento, solo de sorpresa.
—Yo estaba saliendo con mi jefe, mamá. Y... —respiré hondo, la voz embargando— él dijo que era estéril. Cuando conté que estaba embarazada, él me acusó... insinuó que yo me había acostado con otro hombre. Nunca sentí tanta vergüenza y tanto dolor en mi vida.
Mamá inspiró despacio, intentando procesar todo.
—Pedí la dimisión, salí de allí... No quiero más verlo, no quiero más nada de aquel lugar. Solo quiero... solo quiero que esto pase —mi voz salió en un susurro quebrado.
Ella me jaló en un abrazo fuerte.
—Oh, mi hija... —dijo bajito, acariciando mi cabello—. Hiciste lo correcto viniendo a casa. Aquí es tu lugar. Aquí nadie va a juzgarte.
Yo lloré hasta que mi pecho dolió. Hasta sentir que, de algún modo, yo podía comenzar a juntar mis pedazos de nuevo.