Capítulo 7

Había estado haciendo un turno de casi ocho horas. Su escritorio se hallaba completamente inundado de papeles; estudios, radiografías y archivos de historial médico que iba revisando y tenía que clasificar. Se estaba tomando el pequeño privilegio de un café insípido, y que tenía más similitud a agua caliente con colorante.

Hasta ahora todo era tranquilidad. Una paz un poco sospechosa.

Trabajar continuamente en urgencias te generaba un tercer ojo, un instinto que se desarrolla con el pasar del tiempo. A pesar de que todo estaba tranquilo, todos los del personal estaban inquietos. Nada bueno salía de tanta paz y tranquilidad en un hospital. Regularmente es un auspicio de que algo malo podría pasar.

Luego de vaciar su vaso descartable, decidió ir por otro. Estaba cansada, agotada y tenía que aguantar otras tres horas y media más antes de poder cerrar su turno. Debió, en realidad, acabar hacía treinta minutos. Un problema con uno de sus compañeros, que no se pudo presentar a su turno, causó que ella y otro compañero tuvieran que cubrir sus horas. Ocho horas terminó subiendo siendo doce y estaba buscando fuerzas para aguantar las horas restantes.

La doctora Sara Storni se desplazó por los pasillos del hospital. La sospechosa sensación de paz que auguraba un hecho fatídico la perseguía. Fue el sonido ruidoso de una sirena de ambulancia que la hizo suspirar con alivio. Era raro, pero saber que no estaba paranoica y que su sexto sentido la había alertado con razones la dejó serena. Pronto abandonó este sentimiento de lado y corrió a la entrada para asistir al equipo de enfermeros.

Detrás de una ambulancia, llegaba otra, y otra. Bajaban camillas y todo era sangre en sábanas blancas. Tres eran solo un cuerpo sangrante ya, envueltos para evitar ojos indiscretos.

Se aproximó a uno que estaba bajando, el paramédico que iba a bordo dijo:

—Dejó de respirar hace unos momentos mientras íbamos llegando.

Sara chasqueó la lengua. Hizo un gesto de afirmación y fue a ver al otro paciente que iba bajando.

La situación era horrible. No tenía palabras para describir lo que estaba presenciando y resultaba grotesco. Por accidente, capaz por el estado de alborotó, alguien pisó una de las sábanas que tapaba uno de los cuerpos. Se reveló por un segundo y fue lo que ocasionó gritos de los pacientes que estaban esperando cerca de la entrada de urgencias.

— ¿Pero qué hacen? ¡Tapenlo!

— ¡No tiene cara! ¡No tiene cara!

— ¿Se lo comieron?

— ¡Padre santo! —exclamaban al persignarse.

Sara justo estaba pasando al lado de la camilla, siendo también testigo de la pesadilla que era aquel cadáver. Asumió que era humano por los restos que aún preservaba como cara. La imagen era algo que la podría perseguir por terribles pesadillas; el rostro estaba con los dientes expuestos, no había labios; el lado izquierdo había sido desgarrado y no tenía mejilla; la expresión de puro horror con los ojos que parecían salir de sus cuencas.

—Dios… —susurró.

Entonces se escuchó un grito, lleno de absurda emoción y alegría, también había un poco de sorpresa.

— ¡Está vivo!

Sara volvió sobre sus pasos. Había sido la camilla que había dejado atrás. El paramédico, que le había confirmado su estado como difunto, estaba haciendo presión en la garganta del paciente.

— ¡Traigan ya un médico!

— ¡Tenemos que ingresarlo ya! —ordenó Sara, se giró hacia una enfermera que estaba a su lado—. Adelántate y avisa que necesitamos rápido el quirófano ¡No tenemos tiempo!

La enfermera acató la orden y se fue por el pasillo.

— ¿Cómo es posible que esté vivo? ¡Estaba muerto hace un segundo! —seguía diciendo el paramédico mientras presionaba una toalla en la garganta.

Iba a responderle, pero el quejido ahogado del paciente la hizo dejarlo de lado. Su propiedad era el muchacho tendido en la camilla. Era un chico joven de unos veinte años o puede que más. Estaba segura de que no supera los veinticinco. Su cabello rubio y piel blanca eran rojizas, era bonito a pesar de que el carmesí pintaba todo su aspecto en una imagen trágica. Los movimientos de párpados y el esfuerzo de respirar, que parecían más lamentos espectrales, eran los signos de vida que trajo exaltación.

— ¡Estás bien, tranquilo! ¡Estás a salvo, necesito que te quedes acostado! —le susurró, tenía miedo de que hiciera un mal movimiento y se siguiera desangrando.

Iban ingresando rápidamente por los pasillos internos del hospital, con dirección al quirófano más cercano. Una vez dentro empezó a ladrar órdenes.

— ¡Llévenselo ya, mantengan la presión en el cuello! ¡Tenemos un corte profundo a la yugular!

El equipo se preparó. Sara respiró profundamente, analizando las posibles lesiones que podía presentarse durante la operación. La herida se encontraba en la zona del cuello; un tajo horizontal que podría agravarse si no tenían cuidado. Terminando de alistarse para ingresar, pensó en que aquella noche recién empezaba.

A varios kilómetros de distancia del hospital. Dentro de un automóvil negro y de vidrio polarizado, junto a dos personas más, Aleksis miró con expresión fría la aglomeración de personas alrededor del gimnasio "Elíseo". Había llegado demasiado tarde, la presencia de curiosos y agentes policiales lo confirmaban. Los cuchicheos y murmullos le llegaban a pesar de la distancia, dándole una idea de lo sucedido.

Se frotó la frente con ambas manos. Había estado tras la pista de esos neófitos casi como un sabueso, rastreando sus movimientos y deduciendo cuál sería el próximo, pero no fue lo suficientemente rápido. Trató de serenarse y empezar con un segundo plan de acción.

—Vámonos —dijo Aleksis —. Volvamos y demos aviso.

—El olor a sangre es fuerte —dijo uno de sus acompañantes que iba de copiloto—, eliminó cualquier rastro que pudieron haber dejado.

—Lo hicieron a propósito —contestó Aleksis con un tono gélido en la voz—. Manda un mensaje, Christian, necesito saber qué pasó aquí.

Christian, un hombre de unos treinta años cabello negro con lentes gruesos asintió, y sacó del bolsillo interno de su impecable traje un teléfono, empezo a teclear veloz.

— ¿Qué le diremos al maestro? —preguntó el piloto. Era muchacho joven a comparación de los otros dos que estaban en el automóvil, de rasgos asiáticos.

— ¿Qué pretendes decirle? —Aleksis siguió con la mirada perdida en la ventana —. La verdad, los perdimos y se nos adelantaron causando desastre.

—Señor —dijo Christian de pronto, llamando su atención—, tenemos uno en la zona del hospital y otro se quedará en comisaría.

—Diles que recolecten todo y pasen informes.

Un afirmativo y todo quedó en silencio. Se movilizaron hacia los límites de la ciudad, Aleksis miró por la ventana al gimnasio hasta que lo perdió de vista. En su expresión no había más que una fría indiferente pero en la tensión de su mandíbula y la presión de sus puños uno podía entrever algo similar a la ira.

—Señor —llamó nuevamente Christian —, el maestro está llamando.

Aleksis extendió la mano, pidiendo silencioso el teléfono. Christian se lo entrega y aprieta el botón de contestar.

— ¿Maestro? —respondió dudoso.

—Un neófito acaba de despertar —la voz se escuchaba tranquila. Aleksis sabía que era engañoso, podía oír la confusión entre líneas.

— ¿Un neófito? ¿Suyo? —sabia que estaba quedando como estúpido al preguntar lo obvio, pero no podía evitarlo. La sorpresa era evidente en su voz y rostro, Christian y el conductor lo miraban de reojo.

—Sí —la última vocal fue alargada, casi de forma perezosa—. Está en el hospital. Búscalo —cortó la llamada.

Aleksis maldijo por lo bajo y le entregó el teléfono a Christian.

— ¡Wang, da vuelta, ahora!

Dio un giro brusco y un chillido agudo del vehículo, tomando camino hacia el hospital. Christian se comunicaba con el miembro que estaba en el lugar, dando aviso del nuevo strigoi de su maestro.

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