La Vida de un Sobreviviente, Parte 4: El Pasado de Yamato (2)

En ese momento estaba completamente paralizado. Nunca en mi vida me había enfrentado a una situación como esa, y mucho menos imaginé que una mujer tan hermosa podría amenazarme con una daga en la garganta.

Sin embargo, en medio del miedo, recordé las palabras de mi madre. Siempre decía que, si alguna vez tenía problemas con una mujer—especialmente si esa mujer llegaba a ser mi esposa—debía recordar esto:

"Las palabras dulces, llenas de cariño y amor, pueden apaciguar, aunque sea un poco, la ira de la mujer más iracunda."

No sabía si funcionaría, pero no tenía otra opción. Si fallaba, podría morir.

Respiré hondo y, con la voz más calmada y amable que pude reunir, le dije:

—Tranquila, joven dama, no vengo a hacerle ningún daño. Mi nombre es Yamato Kimura, soy un pescador que navegaba en busca de una buena pesca. Justo cuando iba a lanzar mi red al agua, la vi flotando en el Mar Dulce y decidí sacarla de allí. Al hacerlo, noté que tenía una grave quemadura en la espalda, así que la traje a mi barco y traté sus heridas lo mejor que pude.

Ella no apartó la mirada de mí, sus ojos seguían siendo dos dagas afiladas. Aún sostenía su arma contra mi cuello.

Pasaron unos segundos de silencio que parecieron una eternidad hasta que, finalmente, habló:

—¿Qué te hace pensar que puedo confiar en ti? ¿Cómo sé que no hiciste nada inapropiado mientras estaba inconsciente? —Sus ojos se entrecerraron con desconfianza—. Puedo notar que vendaste mi cuerpo… dime la verdad, ¿me desvestiste? Si hiciste algo indebido… te arrancaré la cabeza y se la daré de comer a las aves del cielo.

Su tono era peligroso, pero lo que más me aterrorizó fue sentir un ardor en el cuello. Su daga se había hundido apenas lo suficiente para hacerme sangrar.

Tragué saliva y respondí lo más sereno posible:

—No vi ni hice nada indebido con usted, señorita. Solo atendí sus heridas con el mayor respeto posible. Además, no le quité el vestido en ningún momento. No soy ese tipo de hombre que se aprovecha de las mujeres cuando están indefensas.

Ella me miró fijamente.

—No te creo. Todos los hombres que he conocido solo han visto en mí una cara bonita y un cuerpo atractivo. ¿Por qué tú serías diferente?

Mantuve la calma y le respondí con sinceridad:

—Si solo me interesara su cuerpo, no me habría molestado en salvarla ni en cuidar sus heridas, ¿no lo cree?

La duda brilló en su mirada. Después de un par de segundos, preguntó:

—Si eso es cierto y no tienes ningún interés en mí… entonces, ¿por qué no me llevaste a un hospital en lugar de tratarme tú mismo?

—Porque aquí no hay hospitales ni médicos cercanos —le expliqué—. Lo único que hay en esta bahía son mercaderes y casas. Los hospitales más próximos están a una hora de distancia, y su fiebre estaba subiendo rápidamente. Si no la hubiera tratado en ese momento, es posible que no hubiese sobrevivido.

Hubo un silencio incómodo. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, retiró la daga de mi cuello y suspiró.

—Lo lamento. Te pido disculpas por haberte tratado de esa manera… y por amenazarte de muerte sin motivo. Espero que puedas perdonar mi ignorancia y mi necedad.

Un gran alivio recorrió mi cuerpo.

—No se preocupe, todo está perdonado. Debió haber tenido experiencias muy difíciles con los hombres para reaccionar de esa forma.

Sus ojos se suavizaron por primera vez desde que despertó.

—Así es —confesó—. Todos los hombres que he conocido eran pervertidos y lascivos. Nunca les importó quién era, solo querían poseerme como si fuera un objeto.

Sus palabras me sorprendieron. No podía imaginar por todo lo que había pasado.

—¿Cómo terminó en el Mar Dulce con esas heridas? —pregunté.

Ella suspiró y bajó la mirada.

—Estaba entrenando en el bosque cercano para perfeccionar mis habilidades cuando tres hombres aparecieron. Por sus ropas, supe que pertenecían al clan del León del Fuego. Estaban ebrios, con sonrisas desagradables en sus rostros. Me rodearon y me preguntaron si tenía tiempo para… “jugar” con ellos. Les dije que se fueran, pero eso solo los enfureció.

Su expresión se endureció.

—No iba a permitir que me pusieran una mano encima, así que me puse en guardia. En cuanto lo hice, se tornaron hostiles y me atacaron sin previo aviso.

La ira empezó a reflejarse en su voz.

—Me defendí lo mejor que pude, pero eran hábiles maestros del fuego. Y, para empeorar las cosas, uno de ellos era Mahairu Shimura, el heredero más fuerte del clan León del Fuego. Sabía que no tenía oportunidad contra ellos, así que huí.

Tragué saliva. Había escuchado de Mahairu Shimura. Se decía que era un hombre honorable y respetuoso, pero lo que ella contaba era totalmente distinto.

—Vi una cascada cerca y salté al agua para escapar —continuó—, pero justo cuando estaba en el aire, una bola de fuego impactó mi espalda. Alcancé a ver quién la lanzó… Mahairu me miraba con una sonrisa perversa.

Sus puños se apretaron con rabia.

—El golpe me dejó inconsciente y caí al agua. La corriente me arrastró lejos de ellos, y fue así como terminé en el lugar donde me encontraste. Y… bueno… el resto ya lo sabes.

Permanecí en silencio, sorprendido por su historia.

Más tarde, después de que tomó el medicamento y comió la sopa que le preparé, conversamos un buen rato. Descubrí muchas cosas interesantes sobre ella.

Su nombre era Karin Yamamoto, la única hija de Hana Yamamoto, líder del clan Pétalos de Sangre. Estaba destinada a suceder a su madre como líder del clan. Básicamente, estaba hablando con una princesa, y el solo hecho de compartir esa noche con ella me parecía un honor.

Cuanto más hablábamos, más me agradaba. No era malcriada ni arrogante como pensé en un principio. Era fuerte, sincera, madura y, a su manera, dulce. Además, sus hermosos ojos azules capturaban mi atención de una manera que no podía explicar.

Cuando terminó su sopa, me miró con gratitud.

—Te debo mucho… no sé cómo pagarte por lo que has hecho por mí.

Le sonreí.

—No se preocupe, señorita. Para mí, el simple hecho de poder hablar con alguien tan hermosa como usted ya es recompensa suficiente.

Para mi sorpresa, se sonrojó.

—¿Está bien? —pregunté, tocándole la frente—. Se puso roja de repente. ¿Acaso tiene fiebre otra vez?

Ella apartó la mirada.

—Estoy bien… es solo que… muchos hombres me han elogiado antes, pero solo lo hacían para conseguir algo de mí. Tú eres diferente. No me miras con ojos lujuriosos ni babeas por mí como el resto… ¿Por qué?

Le sonreí.

—Mi madre decía que un verdadero hombre no necesita riquezas ni una gran apariencia para impresionar a una mujer. Lo que necesita es demostrarle que tiene un corazón fuerte, que no se deja vencer por el sufrimiento y que siempre trata de hacer el bien.

Ella me miró con curiosidad.

—¿Entonces… intentas impresionarme?

Le hice un gesto divertido, como diciendo “tal vez”.

Ella rió.

—Sabes… no muchos hombres logran hacerme reír.

Nos quedamos en silencio por un momento, hasta que ella murmuró:

—Tu madre parece ser una mujer sabia… me gustaría conocerla algún día.

Mi pecho se apretó con tristeza.

—De seguro la amarías… si aún estuviera aquí.

Karin se quedó en silencio.

Entonces, sin previo aviso, me abrazó con fuerza.

—Un abrazo sincero puede ser la mejor medicina para un alma herida. Así que si quieres desahogarte… hazlo.