El sargento, con su uniforme manchado de sangre y la mirada cansada, observó a sus subordinados mientras intentaba limpiar el rojo de la batalla de su piel. La escena de caos y destrucción a su alrededor era inquietante, y todos sabían que no podían quedarse mucho más tiempo en ese lugar maldito.
Un soldado, con una expresión preocupada en el rostro, rompió el silencio:
— ¿Y qué haremos con el cadáver? —preguntó, señalando el cuerpo sin vida en el suelo.
El sargento consideró la pregunta mientras se quitaba una mancha de sangre de la mejilla. Finalmente, respondió con determinación:
— Por ahora, lo dejaremos aquí. No creo que nadie pueda encontrarlo en este lugar, y si lo hacen, jamás sabrán que fuimos nosotros.
Los soldados asintieron, entendiendo la necesidad de deshacerse del cadáver para evitar ser relacionados con lo que había ocurrido. El sargento avanzó hacia la puerta y la abrió con cautela, antes de volverse hacia los otros dos soldados que lo miraban con curiosidad.
— Tenemos que ir por nuestras cosas y escapar de este lugar —les informó, su tono revelando una mezcla de determinación y desesperación.
Los dos soldados intercambiaron miradas confundidas ante la declaración del sargento. Uno de ellos se atrevió a preguntar:
— ¿Qué está diciendo, sargento?
El sargento suspiró, comprendiendo su confusión, y explicó:
— ¿Acaso no escucharon bien? Nos vamos de este lugar. No pienso morir a manos de esas cosas y mucho menos entregar mi vida a gente que no lo valorará. Tenemos que ser inteligentes en estos tiempos. Nos reuniremos aquí en 15 minutos. Conozco una salida.
Sin más palabras, el sargento salió por la puerta, dejándola abierta para que los otros dos soldados lo siguieran. Sabían que era la mejor opción si deseaban mantenerse con vida. El mundo exterior estaba plagado de peligros, pero quedarse en ese lugar solo los condenaría a un destino incierto. Con pasos decididos, los soldados abandonaron la escena, dejando atrás la puerta entreabierta y el cadáver de Santiago, que yacía en un charco de sangre en el suelo, como un triste testigo de los horrores que habían presenciado.
Mónica se mantenía a distancia del científico, observándolo mientras entraba a través de una puerta y desaparecía de su vista. De repente, la luz en el lugar se apagó, sumiendo los pasillos en la oscuridad antes de que las luces de emergencia parpadearan y llenaran el ambiente con un inquietante tono rojo. Las sirenas resonaron, creando una atmósfera de caos e incertidumbre.
La joven Mónica se sentía desorientada y confundida al ver las alarmas de emergencia parpadeando a su alrededor. Las preguntas llenaron su mente mientras intentaba comprender lo que estaba ocurriendo.
En el interior del laboratorio, el científico observaba al joven que se encontraba dentro de una estructura de cristal. El joven, en un estado de frenesí, giró bruscamente hacia el científico y comenzó a golpear el cristal con furia, causándose heridas y manchándolo con su propia sangre. El científico, con una mirada de asombro y preocupación, intentó comunicarse con el joven:
— ¿Qué te pasó a ti y al resto del mundo? —se preguntó en voz alta mientras miraba con atención al joven golpear el cristal.
El científico revisaba los análisis y datos del joven con un semblante inquisitivo cuando, de repente, la luz en la sala se extinguió, dejando solo el parpadeo inquietante de las luces de emergencia. Las sirenas llenaron el ambiente, aumentando la tensión en la habitación. El científico frunció el ceño, perplejo ante la situación:
— ¿Qué está pasando? —murmuró, tratando de entender el motivo de las alarmas.
En medio de la confusión, la puerta de la habitación donde el joven estaba cautivo se abrió bruscamente. El científico giró rápidamente hacia la puerta, sorprendido por el repentino cambio en la situación. Antes de que pudiera reaccionar, el joven salió corriendo, en un estado de euforia y furia descontrolada. Se abalanzó sobre el científico, quien comenzó a gritar desesperadamente, pero sus palabras se perdieron en el caos.
El joven mordió directamente en la yugular del científico, provocando que este lanzara un grito ahogado y agónico. La sangre brotó de la herida, manchando el suelo y las manos del joven mientras continuaba su ataque feroz. El científico luchó por su vida, pero fue en vano. Con cada aliento entrecortado, la vida abandonó su cuerpo mientras un charco de sangre se formaba bajo su cuerpo inerte. La habitación quedó sumida en el silencio perturbador, roto solo por el parpadeo de las luces de emergencia y el respirar agitado del joven.
Mónica, en medio del caos de las sirenas ensordecedoras, logró captar un grito apenas audible que provenía de alguna parte del laboratorio. Sus ojos se posaron en la puerta por la que el científico había desaparecido momentos antes, y la preocupación se reflejó en su rostro.
— Creo haber escuchado la voz del científico —murmuró, luchando por hacerse oír sobre el estruendo de las alarmas—. ¿Qué debo hacer?
La incertidumbre la abrumaba mientras evaluaba sus opciones en medio de la situación caótica.
En otro lugar del complejo, el sargento y sus subordinados avanzaban por los pasillos, su atención aguda ante cualquier señal de peligro. El sargento notó unas gotas de sangre en el suelo y se agachó para examinarlas. Sus pensamientos se llenaron de inquietud al percatarse de la señal ominosa.
— Parece que no estamos solos en este lugar —declaró con cautela, mientras sacaba su arma.
Los soldados, alertados por la reacción de su líder, también prepararon sus armas, listos para enfrentar cualquier amenaza que se interpusiera en su camino.
— Maldita sea —masculló el sargento para sí mismo mientras observaba que las gotas de sangre seguían un sendero que coincidía con la ruta que debían tomar para escapar del lugar—. ¿Qué debemos hacer?
La pregunta rondaba en su mente mientras evaluaba las opciones disponibles. La ruta de escape estaba marcada por el rastro de sangre, y el sargento sabía que no podían arriesgarse a encontrarse con una amenaza desconocida en su camino hacia la libertad.
— La ruta de escape es por ese pasillo —anunció, señalando la dirección que marcaba el rastro de sangre—. Debemos averiguar qué o quién está dejando ese rastro. No podemos arriesgarnos a que la única salida esté obstruida por una de esas criaturas. Si nos encontramos con una amenaza, buscaremos la manera de eliminarla.
Sus subordinados asintieron, comprendiendo la gravedad de la situación. Los tres soldados avanzaron con precaución, cubriéndose mutuamente las espaldas, mientras seguían el inquietante rastro de sangre que les guiaba hacia lo desconocido en los oscuros pasillos del complejo.
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