Había llegado el día en que se realizaría el homenaje al Rey Gregorio. Su pueblo entero quería despedirse de un gran monarca, una especie de padre para todo su reino. Un padre amable y amoroso, reflexivo a la hora de decidir sobre el bienestar general, e implacable para castigar los malos actos o las deslealtades. Prosal era un reino ordenado y pacífico, gracias a su mano gentil y sólida.
La plaza se encontraba repleta, desde mucho antes de la hora en que estaba citada la ceremonia. Sharon y Germán pasaron cerca de allí. Aún no estaban vestidos para el homenaje, pero querían ver como iban los preparativos. Se había dispuesto una especie de atrio, donde se encontrarían los miembros de la familia real, rodeado de los soldados de la guardia. Frente a ellos se encontraba un bulto cubierto de lonas, que suponían que sería algún tipo de estatua o una placa conmemorativa.
Alrededor de ese espacio, se iba colocando la gente, con sus familias y todos vestidos de luto riguroso. A los príncipes les conmovía ese tipo de demostraciones, ya que en ningún momento se había impuesto el luto generalizado. Ni siquiera los nobles llevaban toda su vestimenta negra, solamente un pañuelo o un chaleco.
Los príncipes notaron movimiento cerca de una montaña que dividía la zona comercial del pueblo con la zona agraria, y se acercaron a uno de los guardias a preguntar.
-Los obreros querían rendir un último homenaje a su padre con algo que planearan entre la gente común. No tengo idea de lo que decidieron, pero estoy seguro que lo sabremos pronto- dijo sonriendo
Poco tiempo después, los Príncipes marcharon al palacio a vestirse y a ver a su madre. Apenas llegaron, fueron recibidos por las caras de preocupación de las doncellas y los lamentos de su madre en el salón de té.
-Pequeños demonios malcriados, el futuro del Reino en manos de dos irresponsables críos...no puedo creerlo. Hace horas que deberían estar preparándose, no haciéndome sufrir la desesperación que siento...- El destinatario de todos los lamentos era Sir Graham, quien con cara de circunstancias Intentaba no reírse de los nervios de su soberana.
-Ya estamos aquí, madre. En apenas unos minutos estaremos listos- dijo valientemente Germán con la esperanza de escapar de las garras de la reina con facilidad
-¡Oh! ¡Ya están aquí! ¡Gracias al cielo que podremos contar con vuestra gloriosa presencia en este día... para el homenaje a vuestro padre!- los gritos de Virginia sacudían la vajilla mientras se paseaba de un lado al otro frente a la mesa, olvidando cualquier compostura o protocolo
- Lo sentimos mucho. En un momento volvemos- dijo Germán empujando ligeramente a su hermana para huir por las escaleras, antes que el discurso se intensificara. Llegaron arriba jadeando y riendo como dos pequeños, y se separaron para ir a sus habitaciones donde las doncellas revoloteaban.
Fueron veloces, mérito de las doncellas, no de los príncipes. Pero lo cierto es que un rato más tarde, ambos descendieron las escaleras con sus atuendos de luto, adornados de dorado, en señal de su rango. Ambos llevaban su corona, sencillos aros de oro macizo, adornando su cabeza.
La reina, al verlos presentarse, perdió todo su enojo y se arrojó a los brazos de sus hijos, no pudiendo evitar que saltaran un par de lágrimas de su perfecto maquillaje.
-Vamos. El carruaje está preparado- dijo tomándolos de las manos.
En el patio principal, aguardaban los guardias reales, con sus armaduras y una rosa negra prendida en el pecho. En el carruaje se desplazaría la familia real junto a Sir Graham, y dos carruajes más estaban preparados para los miembros del concejo.
El camino a la plaza fue bastante lento, ya que caballos y gente a pie se desplazaba desde el castillo y desde cada punto cardinal para confluir en la plaza. El silencio que reinaba en el interior del carruaje, se debía en parte a la tristeza y en parte a la emoción de ver gente de todo el territorio, e incluso de territorios vecinos, reunirse para darle el último adiós a Gregorio.
Sharon miró el cielo, ligeramente nublado, y no pudo evitar sentir que era un gesto de los dioses que mostraban piedad por su pérdida.
Llegados al sitio, descendieron del carruaje y se dirigieron a pie hacia el atrio, rodeados de sus guardias. Cada campesino, cada comerciante, cada ama de casa se inclinaba en señal de respeto a medida que pasaban. Incluso la reina sonreía ligeramente mirándolos a los ojos en señal de reconocimiento. Era un momento de comunión entre el pueblo y sus monarcas.
Sobre el atrio, ya se encontraba presente el sumo sacerdote, que tomó de la mano a la reina Virginia para que subiera y se colocara en su sitio. Los rodeaban los miembros del concejo y los sires que eran cercanos al rey.
La gente rodaba el atrio por todos lados, en calma y en silencio expectante. Lo único que se divisaba por toda la plaza eran personas de todas las edades y miles de pequeños ramos en sus manos.
Sir Brown fue el encargado de abrir la ceremonia, hablando de los más de treinta años de reinado de Gregorio. De su carácter firme y justo. De su amor por Prosal y por su familia. De la paz que había reinado en el territorio gracias a él, y por la que dio su vida en última instancia. Lágrimas plateadas brillaban en cada rostro, pues su discurso fue emocionante y humilde, como le hubiera gustado al rey. Después de él, dijeron algunas palabras cada uno de los miembros del concejo, sus más antiguos amigos y también Sir Graham. El recio general se colocó la mano sobre el pecho, para expresar el enorme orgullo que sentía de haber sido elegido para estar a la par de tan grandioso soberano, y que sería un honor, continuar con la familia real hasta su último aliento. Todo el ejército al unísono, golpearon sus armaduras en el pecho e hincaron la rodilla para mostrar su lealtad.
Los tres miembros de la familia real lloraban en silencio tomándose de las manos. Tanto en señal de unión, como para darle apoyo a la reina que parecía a punto de quebrarse pese a su postura impecable.
El sumo sacerdote tomó la palabra, y habló de la codicia y los ruines pensamientos que podían llevar los hombres consigo. Sobre la maldad que reinaba en el alma de tantos, y que era capaz de acabar con la vida de un líder amado y humilde. Llamó a cada uno de los presentes a conservar al rey Gregorio en sus corazones, para continuar con la obra que él había comenzado. Recordó que cada miembro de su pueblo era importante para la grandeza del reino Prosalo. Finalmente, expresó, en tono solemne:
-He venido aquí, para formar parte del tributo a un gran hombre, y a decirle a este pueblo que continúa bajo la protección de los dioses. Son nuestros dioses quienes recibirán en sus dominios al alma de nuestro rey, para que tenga un descanso en paz, y para que sea testigo desde allí, del glorioso futuro que le espera a su gente. Muchos cambios han de venir, pero no teman... este pueblo será grande y fuerte, como el Rey Gregorio lo hubiera deseado- sorprendentemente, a sus palabras las acompañó un fuerte viento, que comenzó a echar atrás las lonas del monumento, y limpió el cielo de nubes. El sol acarició primero a los miembros de la familia real, y fue desparramándose por sobre todos los presentes, causando asombro y conmoción a su paso. Todos los presentes inclinaron la cabeza para recibir la presencia de los dioses.
Por último, se dio la orden de descubrir el monumento al rey.
Era una escultura de más de tres metros, realizada con las espadas de todos los soldados que lo acompañaran a Grana. Una torre de metal y empuñaduras brillantes, que representaba la admiración y fidelidad de su ejército. El pueblo aplaudió y la familia real agradeció el hermoso gesto.
Casi se había terminado la ceremonia, cuando un hombre de mediana edad, de rostro castigado por las inclemencias de los años dio un tímido paso al frente y habló:
-Sus majestades, mi nombre es Tomas Rausom, soy leñador. Respetuosamente, quería invitar a la familia real a contemplar el humilde homenaje que el pueblo quiso crear para el Rey Gregorio. Se encuentra en la base de la montaña Picada...- era evidente que el hombre no sabía que más decir, y se sentía avergonzado frente a los nobles, ya que conservaba la mirada gacha frente al atrio mientras hablaba.
La reina dio un paso al frente de manera intencionada, para silenciar a todos a su alrededor y lo miró de frente
-Gracias Tomas. Nos encantaría verlo. Podemos ir a pie desde aquí... ¿Nos guiarías?-
-De inmediato varios nobles ofrecieron sus monturas para que la reina no caminara, pero ella levantó suavemente la mano mientras miraba a Tomás.
-Por supuesto, su majestad. Sería un honor- respondió sonrojado.
Así que la reina, tomó del brazo a sus hijos y descendió del atrio sin más ceremonia, y comenzó a caminar por entre la gente, rumbo a la montaña, que no era más que una colina un poco alta. A los nobles caballeros y a la guardia no les quedó más opción que seguir sus pasos, mezclándose con campesinos y herreros en su caminata.
Algunos dejaron sus ramos en el monumento de Gregorio, y otros dejaban flores por donde caminaba la reina junto a los príncipes.
-Me siento una novia- bromeó entre lágrimas Virginia. Sharon y Germán sonreían y saludaban con la cabeza a los pobladores, que los miraban con orgullo. Ese era su pueblo, allí nada los diferenciaba, sin embargo, su gente los estimaba y los respetaba como líderes indiscutidos.
Al llegar frente a la escalada, todos se detuvieron, y Tomas y varios hombres fueron situándose a lo largo del camino, para ir sacando los lienzos, lonas y pieles que cubrían su obra.
Virginia, sus hijos y la mayoría de los nobles y soldados, jadearon de impresión al ver la obra del pueblo.
Palas, cizallas, rastrillos, hierros, espadas, machetes, ruedas, mazas, palancas... Todos los elementos de trabajo, de todos los oficios habían sido unidos y soldados formando un camino que subía la montaña hasta la cumbre iluminada por el sol.
Era el camino al cielo, que el pueblo había construido para su monarca.
La reina abandonó del todo la compostura y comenzó a llorar a mares, mientras sonreía y reía. La emoción se fue corriendo entre todos los presentes como un reguero de pólvora, y se escucharon de repente las voces de los soldados que repetían:
-¡Paz eterna al Rey Gregorio! ¡Larga vida a la familia real!- y lentamente todos se unieron a repetir sus palabras, agitando pañuelos y sombreros.
Cuando creían que no podían más de orgullo y emoción, todos los presentes pudieron contemplar que el viento volvía a correr con fuerza, y arrastraba miles de hojas secas y paja en un torbellino de luz que remontaba el camino de herramientas y desaparecía tras la cumbre. Todos se miraron y sonrieron, sabiendo que el Rey, había encontrado su camino al cielo.
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