Edlih Tonderana Y Kharqqax, La Ciudad Perdida.
La ciudad perdida
Fuego.
El sol era una bola candente en el cielo y la arena, brasas que quemaban los pies.
Edlih Tonderana oteó el horizonte intentando ver más allá, protegiéndose con una mano a modo de visera. Sus penetrantes ojos negros se mantenían entrecerrados para atemperar el efecto del astro reverberando sobre la arena.
Alta, un palmo más que la media entre las mujeres, vestía un pantalón de resistente lona que alguna vez fue blanco, pero que conservaba poco de su tonalidad original. En el torso llevaba una camisola de algodón que protegía sus brazos del crudo sol y, sobre todo el conjunto, una túnica de colorida lana adquirida en uno de sus encuentros con los nómadas que recorrían el vasto desierto. Completaba el atuendo unas fuertes botas de cuero hechas para devorar distancias y, al mismo tiempo, proteger los pies de escorpiones y serpientes escondidos en la arena.
En un gesto inconsciente se ajustó un poco el suomón, esa especie de turbante de algodón que se enrolla sobre la cabeza para protegerla del inclemente sol, y se acuclilló detrás de un médano para observar el camino ya recorrido en busca de posibles perseguidores. Constató que sus huellas solitarias eran el único rasgo que alteraba el paisaje y que estaban siendo borradas por el incesante viento del desierto. La visibilidad era excelente hasta un par de kilómetros, lo que le permitía mantener la vigilancia sin un excesivo esfuerzo.
Cuando estuvo satisfecha con el escrutinio, armó el sencillo toldo de lona que hacía las veces de parasol y se sentó nuevamente a esperar el atardecer. Repasar mentalmente la cadena de sucesos que la habían traído a este lugar en este momento ayudaría a pasar el tiempo.
...
Parecían haber pasado siglos desde que escuchó aquel nombre por primera vez.
Como la cuarta de diez hijos de un posadero medianamente acomodado, no había muchas posibilidades de diversión más que escuchar a escondidas por las noches las historias que contaban los viajeros en la sala común de la posada de su padre. Grandes aventuras se tejían en su mente al son de los relatos, a veces demasiado fantásticos para ser reales: viajes por tierras donde el sol no se pone por las noches, lugares infestados de reptiles tan grandes que podrían devorar a un hombre de un solo mordisco, extensiones de agua tan vastas que se necesitaban varias lunas para llegar a la otra orilla...
En una de esas reuniones de parroquianos, oyó por primera vez el nombre: Kharqqax, la ciudad dorada hundida en la arena como castigo de los dioses. Su imaginación adolescente se disparó hasta regiones ignotas, encadenándola de por vida a una obsesión.
A la mañana siguiente, les comunicó a sus padres su decisión de buscar la metrópoli. Una sesión con la correa de su padre la devolvió a la realidad: las hijas de los posaderos no se convierten en aventureras, sino que se esfuerzan duramente para colaborar en la marcha de la posada. A partir de ese día, se duplicaron sus obligaciones para evitar que "esas tonterías se le suban a la cabeza", según palabras de su madre. Tuvo que resignarse a postergar la búsqueda hasta que aflojaran la vigilancia sobre ella y pudiera escapar.
Aprendió la lección: nunca más divulgó sus planes y se esmeró por ser una hija ejemplar. Mientras tanto, guardaba hasta el último céntimo obtenido de las propinas de los huéspedes para financiar su expedición.
Finalmente, una noche, cuando los brotes de los árboles recién despertaban de su sueño invernal, tomó sus pocas cosas y se marchó sin mirar atrás.
No hubo barrera capaz de detenerla en su búsqueda. Vivió más aventuras de las soñadas, conoció los lugares de los relatos que creía fantásticos y muchos más. Hizo algunas cosas que no la enorgullecían y otras que jamás pensó que llegaría a hacer. Pero aquí estaba hoy, a solo unos momentos de la verdad.
El desierto es una tierra yerma, calcinada por el sol. Durante el día, las temperaturas llegan a ser tan altas que todo rastro de agua desaparece de la superficie. Y durante la noche, desciende tanto que las piedras estallan debido a la diferencia térmica. Pero al ponerse el sol, la humedad, traída desde el lejano mar por los vientos, se condensa y se deposita sobre el suelo. Es ahí donde emergen de entre las dunas las pequeñas criaturas que pueblan este inhóspito paisaje. Lejos de lo que uno podría suponer, las tinieblas del yermo están pobladas de trinos, gruñidos y chillidos que caracterizan al drama de la subsistencia.
Perezosamente, el sol terminó de despedirse y cedió paso a la oscuridad, aunque la vacilante luz de la luna iluminaba la amplia extensión irregular del suelo, tiñéndolo todo de un aire de irrealidad.
– Sumamente adecuado – murmuró la mujer quedamente.
El momento era sublime: sola en el yermo y frente a frente con el objeto de la obsesión a la que dedicó toda su existencia.
¡Hola, gente bella! Espero que les guste mi nueva historia. Si es así, regálenme un "Me Gusta".
¡Gracias! ♥
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Comments
Mirta Liliana
Parece interesante el relato...
2024-11-15
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