Los siete grados de poder

Los tres fueron al mesón y se sentaron en una de las mesas del centro, cada uno le pidió a Toño tres tacos de guisado de nopal con chapulines y se los comieron mientras se observaban entre ellos de pies a cabeza.

—Entonces tienes catorce, vives en Coacalco, y te llamas Carmín —corroboró Arturo antes de comer un chapulín que se había salido de su taco.

—Sí, todo es correcto —contestó Carmín chupándose los dedos.

—Toma, oficialmente te entrego tu placa o credencial o pase anual, como quieras llamarle. También funciona como llave, así que no la pierdas.

Carmín tomó la placa y se impresionó al ver que de verdad parecía de oro y que tenía su nombre grabado con letras blancas muy discretas y elegantes.

—Toma la tuya hermanita —le dijo a Alejandra dándole la placa luego de un forcejeo.

—Le voy a decir a la abuela que me cambie de sinodal.

—No sabes lo que dices. Te aseguro que no querrás de sinodal a Rodrigo Tinaco —dijo Arturo señalando a un hombre joven que se rascaba la axila creyendo que nadie lo observaba.

Carmín y Alejandra lo miraron tan indiscretamente que de inmediato se dio cuenta de que estaban hablando de él.

—¿Qué onda chavos? —gritó desde el otro lado moviendo su mano.

—Ándale, dile a la abuela que te cambie con ese raro.

—¿Su abuela trabaja aquí? —preguntó Carmín ignorando al hombre que seguía moviendo su mano.

—Nuestra abuela es la rectora, seguro ya la conoces, la escuché hablar de ti y de los que te perseguían.

—¿Citli?

—Sí, la mamá de nuestra mamá. Es buena onda, pero ojalá nunca te toque verla enojada porque se pone bien intensa —comentó Alejandra en voz baja.

—¿Su mamá también está aquí?

—Nuestra mamá falleció hace diez años en la zona maya cuando…

—Oigan —interrumpió Arturo quitándose la sudadera—, ya vámonos, tenemos que ir a la Plaza de la Luna.

Carmín se sintió incómoda por la reacción de Arturo, pero la distrajo el dije en su cuello, era muy parecido a uno que usaba su abuelo. La piedra anaranjada en el centro era muy brillante, aunque que la de su abuelo era más grande y menos redondeada que la de Arturo.

—¿Te gusta mi Ópalo?

—Está bonito. Mi abuelo tiene uno casi igual.

—¿Tú abuelo es de la Unión? —preguntó Alejandra mientras los tres se levantaban y salían del mesón.

—Sí, es muy amigo de la rectora y de hecho se fue con ella hace un rato. Se llama Leoncio.

—¿Leo? ¿El Xquenda al que le robaron el Tonalli en la guerra del 85?

Carmín pensó que quizá Arturo hablaba de otra persona, porque no sabía que su abuelo hubiera participado en una guerra, tampoco había escuchado la palabra Xquenda antes de ese día, y nunca sospechó que habría tantos secretos escondidos en ese señor que cocinaba todos los días para ella.

—No estoy muy segura de que sea ese que dices, pero lo más probable es que sí.

Caminaban por la avenida principal hasta que Arturo se detuvo y sacó su placa. La colocó frente a él como si la recargara en el aire y después volvió a avanzar, dejando a Carmín y a Alejandra sin entender lo que acababa de hacer.

—Vengan —les dijo colocándose frente a ellas.

Alejandra dio dos pasos cautelosos y cuando intentó dar un tercero la detuvo un muro invisible que se sentía más bien como una fuerza que rechazaba su paso. Carmín avanzó hasta donde ella estaba y sintió con las palmas de sus manos esa barrera que hacía unas ligeras cosquillas.

Las dos sabían que debían sacar su placa y colocarla como lo había hecho Arturo, esa sensación era rara, pero nada desagradable, por lo que se quedaron unos minutos explorando el muro repelente.

Pusieron su placa después de que Arturo comenzara a desesperarse y amenazara con irse. Cruzaron una al lado de la otra, Carmín tropezó con su propio pie y Alejandra la agarró de la mano antes de que estuviera a punto de caer.

—Gracias Ale —dijo Carmín riéndose de sí misma.

—De nada Carmín —respondió Alejandra sabiendo que se convertirían en grandes amigas.

En esa parte de la ciudad había muchas personas yendo de un lado a otro, niños y ancianos, gente joven y madura, todo tipo de caras y formas que entraban y salían de los edificios con base de pirámide.

—Esta es la Calzada de los Muertos, pero no hay nadie muerto no se asusten —dijo Arturo señalando con las dos manos—, ahora miren su placa.

En las placas apareció un símbolo que cambiaba de color, algo aún más luminoso que un holograma.

—¿Qué es esto? —preguntó Carmín.

—La Unión Dorada se resume en este símbolo, son los siete grados de poder: Ópalo de fuego, Metl, Caracol, Balam, Águila, Xquenda y Quetkán; y lo que los une, el Tonalli.

—Código águila, repito, código águila —se escuchó después del caracol, igual que el día anterior.

—¿Quieren ver algo bien pero bien loco?

—Sí —respondieron Carmín y Alejandra al mismo tiempo.

—Vamos. ¡Corran! —dijo Arturo adelantándose.

Comenzaron a correr a toda velocidad en dirección a la pirámide lunar. Cuando pasaron junto a la pirámide solar, Carmín creyó escuchar la voz de la gran estructura y pensó que nada que viera después, podría llegar a igualar esa belleza que tenía voz y vida. Un segundo le bastó para saber qué estaba conectada con su magia.

Dos personas con alas pasaron volando casi al ras de ellos, subieron dos series de escaleras y entraron a una de las salas más grandes que estaba unos metros después de la gran pirámide, al llegar ahí sus alas desaparecieron y todos se apartaron para dejarlos pasar.

—Rápido, vengan aquí al electrocrómico —dijo Arturo acercándose a una ventana de cristal que cambiaba de color.

Alejandra se acomodó junto a él y Carmín se quedó detrás de ella asomándose por encima de su hombro, rodeada de otras diez personas que también miraban, la mayoría adolescentes igual que ellos.

Al otro lado de la ventana estaba un chico a gatas con un aparato conectado en su muñeca y uno más en su dedo índice. Respiraba rápido y mantenía la mirada fija en el piso, los chinos de su cabello caían por sus sienes y frente mojados de sudor, y entre gritos se tocaba espalda como si tuviera punzadas de dolor.

—Es Mario, el sinodal de mi sinodal. El sábado fue su fiesta de 18 y prometió convertirse en águila antes del solsticio. Ya no estoy muy seguro de querer mirar.

—No se ve nada bien —dijo Alejandra tocándose la frente.

Mario comenzó a gritar tan fuerte que a Carmín se le hizo un nudo en la garganta.

—Vamos hermano tú puedes —susurró Arturo poniendo sus dos manos en el electrocrómico al mismo tiempo que los otros que miraban.

Alrededor de sus manos y las de los demás, brotaron unos delgados hilos que recorrieron el cristal y llegaron a la orilla iluminándose al tocar el metal del borde.

Carmín y Alejandra hicieron lo mismo, pero solo recibieron toques.

El chico lloraba y gritaba. En su lucha, sus piernas y brazos cansados se doblaron y su frente tocó el piso, encogiéndose como si sintiera el más intenso dolor se su vida.

Carmín cerró los ojos pensando que había ocurrido una tragedia, cuando de pronto, un par de alas se empezaron a formar, naciendo de su espalda desnuda y elevándolo cuando se iban desplegando por toda la sala. 

Los que miraban se hicieron para atrás cuando las alas quedaron extendidas, hacían exclamaciones de todo tipo mientras permanecían admirados por los colores y la perfección que tenían.

Mario tomó la forma de un águila durante algunos segundos y después volvió a la normalidad desapareciendo también sus alas. En seguida, cuatro adultos, incluida Citli, entraron y lo revisaron, le conectaron al pecho y la cabeza una serie de aparatos, y antes de que le pusieran una inyección, el electrocrómico se oscureció y ya no pudieron ver lo que ocurría al interior de la sala, así que todos comenzaron a dispersarse y a murmurar de lo que acababan de presenciar.

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