5.

Seattle, Zona Muerta, 7:57 p.m

—¿Quién demonios eres tú? ¿De dónde diablos saliste? —chilló Zoe asustada, seguramente al borde de un ataque.

—Mi nombre es André ¿Estás segura de que sabes usar ese rifle? Es muy grande para ti —bramó con cierto deje de burla que a Zoe la exasperó por dentro. No parecía tener miedo.

—Se usarlo muy bien... —respondió la joven con decisión rastrillando  exageradamente el seguro del arma, provocando un sonido que de inmediato borró la sonrisa del prisionero—. Levanta las manos si no quieres que le abra un agujero a tu cabeza.

Al ver que estaba hablando muy en serio, André levantó ambas de sus manos.

—Como tu digas "bonita" —refutó en español. Obviamente era un hombre latino, se notaba por su acento y la piel levemente oscura— ¿Qué vas a hacer ahora?

—Eso depende de ti —inquirió— .¿Por qué estás aquí?

André levantó el borde de su camiseta mostrando su estómago definido envuelto en vendas. La tinta negra de los tatuajes se marcaba aún más en esa zona de su piel más clara que el resto.

—Me apuñalaron en prisión, por eso estoy aquí. Me trajeron al hospital justo cuando ocurrió esta cosa.

Zoe frunció el entrecejo, extrañada y más interesada en su historia:

—¿Qué cosa?pp

Esta vez fué el turno del latino de fruncir el espacio entre sus cejas. Sus labios se quebraron en una torcida sonrisa cuya gracia no parecía llegar a sus ojos.

—El apocalipsis "chiquita".

—¿Qué?—el desconcierto era más que palpable en los ojos cristalinos de la joven. Su largo cabello negro enredado se removió con una extraña risotada, como si se tratara de alguna broma de mal gusto.

—Ya he respondido una pregunta, ahora te toca a ti ¿no crees? ¿Cómo te llamas?

Se lo pensó unos segundos antes de responder. Lo miró de pies a cabeza, sopesando si confiar en él era una buena idea. A primera vista parecía un hombre peligroso. Era alto, algo delgado pero con la zona de los abdominales y el antebrazo muy definida. Sus ojos marrones le devolvían la mirada sin dudas. Una de sus pobladas cejas se arqueó con burla al notar como la chica lo vacilaba.

—Z-Zoe... —respondió rapidamente al darse cuenta de que se había quedado mirándolo demasiado tiempo.

El hombre latino sonrió con demasiada emoción a pesar de la situación en la que ambos se encontraban.

—Encantado de conocerte Zoe; ahora... ¿crees que puedas bajar esa arma? No creo que haya necesidad de eso.

Zoe volvió a observarlo. Era el único sobreviviente que veía desde que despertó en este mar de caos y sangre. Normalmente bajaría el arma, pero algo en el fondo le decía que no podía confiar en él. ¿Qué cosas horribles podría haber hecho para terminar preso?

—No serás algún tipo de pedófilo o violador ¿verdad?

André empezó a reír como si lo que había dicho Zoe fuese lo más gracioso del mundo. Para su sorpresa sus carcajadas sonaban sorprendentemente juveniles.

—Sólo soy un simple pandillero. Si fuese un violador o un pedófilo, no estaría en este hospital; aunque no te voy a negar que he cometido muchas cosas de las que me arrepiento.

Que fuese un "simple pandillero" no le quitaba importancia al asunto en absoluto. Bien sabía lo crueles que podían llegar a ser los miembros de una pandilla callejera de los barrios bajos.

—¿Cómo se que estás diciendo la verdad?

—No lo sabes —respondió encogiendose de hombros con despreocupación, bajando las manos finalmente. Ya no necesitaba seguir en esa posición. Sabía perfectamente que Zoe no dispararía.

Ella lo volvió a mirar con intensidad, intentando descifrar ocultas intenciones en la profundidad de esos ojos negros pero al final no encontró nada por lo que decidió bajar el rifle con lentitud y algo de dudas.

Sin poder evitarlo, casi se imaginó la voz de su madre susurrandole que no bajara la guardia pero la ignoró de inmediato.

—Gracias..—dijo el susodicho con alivio.

—¿Ahora me vas a decir que demonios pasó en este hospital? ¿Dónde está todo el mundo?

André señaló hacia la puerta bloqueada detrás de ella y contestó a su pregunta, borrando la sonrisa que tenía plasmada en su rostro.

—Todos están encerrados en las escaleras de emergencia. Me las ingenié para atraerlos todos hacia allá y mantener segura esta ala, por lo menos hasta que descubra una forma de salir de aquí.

Zoe lo miró con extrañeza:

—¿Y... Por qué hiciste algo como eso?

—Porque de lo contrario me iban a comer a mi — contestó como si fuera lo más obvio.

(...)

Seattle, 8:25 p.m

Cuando Brianna Farrel y su esposo Jon Collins llegaron al lado Norte de la ciudad de Seattle, un gran disturbio en las calles los obligaron a detener la camioneta a mitad de camino. Había gente protestando por todas partes con pancartas y manifestaciones grupales, incluso hasta le lanzaban piedras a los oficiales que cuidaban el gran muro de contención de aproximadamente más de 5 metros que evitaba el paso de los civiles hacia "La Zona Muerta", que es así como los militares llamaban a la pequeña porción de la ciudad que habían declarado en cuarentena inmediata. Nadie podía entrar, y absolutamente nadie podía salir. La seguridad del perímetro era más que cuidadosa y rigurosa.

Bri no dejaba de estudiar sus alrededores, inconscientemente buscando algún rastro de su hija o algún enemigo al que derribar; posiblemente una vieja costumbre que había traído con ella de Afganistán.

Incluso después de llegar a suelo estadounidense, aún no podía dejar de mirar a todas las personas a su alrededor como posibles enemigos. Eso la había convertido en una madre poco convencional, especialmente para los habitante de la pequeña ciudad en la que vivía, donde todos sabían todo sobre todos.

Personalmente odiaba esa ciudad. Sólo vivía ahí porque era la ciudad natal de su marido y para hacerlo feliz también y demostrarle que estaba estable. Que no tenía estrés postraumático  y que no necesitaba que tuvieran lástima por ella.

Todo el mundo, especialmente la comunidad de madres del pueblo, la miraban con extrañeza cada vez que la veían pasar.

La comunidad de la ciudad era en su mayoría patriarcal, por lo que normalmente la trataban como un bicho raro y la evitaban.

Cuando todas las mujeres en la ciudad vestían vestidos florados elegantes con hermosos sombreros veraniegos y tacones, Bri vestía pantalones desgarrados, botas de combate y gafas de motero.

Las demás eran amas de casas y al casarse habían adoptado los nombres de sus maridos, manejaban autos seguros y cocinaban; mientras que Bri era independiente y mantuvo su apellido después del matrimonio, manejaba una moto clásica Harley y no sabía cocinar. El que siempre se encargaba de esas cosas triviales era su marido, que a pesar de todos los problemas que ocasionaba, siempre ma apoyaba en todo lo que se proponía.

Desde el asiento de copiloto, Bri trasladó la mirada del cristal parabrisas hacia su marido, el cual observaba la situación sin saber que hacer. Sudaba la gota gorda a pesar de que el aire acondicionado estaba encendido y sus ojos verdes se veían nerviosos. Bri pensó que en ese momento se veía más joven de lo que era.

Sin embargo, a pesar de la situación, la prioridad ahora mismo era Zoe.

Se recolocó sus características gafas oscuras y se pasó la mano por su cabello rubio corto, suspiró profundamente.

—No vamos a solucionar nada dentro de la camioneta.

Jon la miró con el ceño fruncido pero cuando estaba a punto de decir algo, Bri ya salía del auto con decisión y se dirigía a la parte trasera de este donde se encontraba un bolso oculto debajo de una lona. Con velocidad lo abrió mostrando una gran cantidad de pelotas y en lo más profundo sacó una pistola y un cargador. Rápidamente ocultó  el arma en el cinturón bajo su chaqueta y metió el cargador en uno de sus bolsillos, antes de que su esposo lo viera.

Jon era un buen hombre y ella lo amaba por eso, pero era demasiado pacifista. Si se enteraba que Bri tenía armas en la casa, la odiaría por eso y la reprocharía eternamente hasta el día de su muerte. Por ahora el no debía saber.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió el padre de familia con cierta sospecha. Algo estaba tramando su mujer, lo sentía en las venas. Y de seguro no era nada bueno.

Bri lo miró, le sonrió y como si nada respondió:

—Nada, es mejor seguir a pie, no lograremos pasar esa multitud con la camioneta.

Jon asintió de acuerdo con su esposa y ambos caminaron hacia la multitud de civiles, pero sin quitarle un solo ojo de encima.

El cielo se estaba oscureciendo y las luces de la ciudad poco a poco comenzaron a encenderse. Pero la noche no parecía calmar a la multitud enojada...

—¡Mi hija aún está ahí dentro! Por favor, déjenos entrar! —gritó una mujer a uno de los oficiales de policía postrados en el cerco de alambre de púa policial que rodeaba el gran muro de contenedores colocados uno encima del otro para evitar la entrada y salida. El chico no debía tener ni veinte años.

—Lo siento señora. La zona está en cuarentena, no se puede permitir el paso de civiles por el riesgo de contaminación —repetía una y otra vez el joven policía.

—¡Entonces al menos dinos que demonios está pasando! —chilló otro hombre al lado de la mujer. Las demás personas alrededor también esperaban la respuesta a esa pregunta, ansiosos.

El joven oficial los miraba a todos con nerviosismo y simplemente respondía lo que le habían indicado que debía responder:

—La Zona está en cuarentena viral. Lo siento, pero es lo único que puedo decir.

Pero las personas no estaban conformes con esas respuestas. Los gritos y protestas de parte de la población comenzaron de nuevo y nuevamente empezaron a intentar abrirse paso por el cerco lleno de policías y militares, y así llegar al muro.

Bri y Jon eran testigos del revuelo, pero no detenían su paso.

Sabían que no iban a lograr nada uniéndose a las protestas.

—Disculpe oficial... —llamó Jon a un policía recostado a una patrulla, acompañado de otro, mientras fumaban un cigarro, contemplando la situación con aire distraído—. ¿Usted cree que pueda ayudarnos? Nuestra hija, Zoe, estaba internada en el hospital Universitario de Seattle...

—Pues está muerta... —bramó el policía sin tapujos, absorbiendo con fuerza el humo del cigarro antes lanzarlo al suelo y aplastarlo con su bota—. El hospital está dentro de la zona muerta.

—Si, lo sé. Pero es un hospital ¿no?—insistió Jon con educación, no dejándose llevar por la molestia ante la insinuación del oficial—. De seguro debió haber sido evacuado.

El policía se arrascó su calva cabellera con expresión pensativa y admitió con aire cansino.

—Bueno, hay un centro de reunión en un parque a unos kilómetros a la derecha cerca del muro. Allí es donde llevan a los pocos que fueron evacuados y comprueban si están infestados. Posiblemente su hija se encuentre ahí.

Ambos padres sonrieron con las esperanzas renovadas y agradecieron al oficial con emoción.

En todo el camino hacia el parque, Bri no había dicho ni una palabra y caminaba con rapidez y casi desesperación. Añoraba sentir a su bebé nuevamente entre sus brazos y ese pensamiento la impulsaba. Era tanto su desesperación que no se molestaba en pedir permiso y empujaba con brusquedad al que se metiera en su camino.

Una vez en el centro de reunión, las pupilas de Bri se movían de un lado a otro desesperadas por ver el cabello negro, lacio y largo de su hija por alguna parte. El parque estaba igualmente lleno de gente que se reencontraba con sus familiares. Abrazos y besos por todas partes. Pero también había otras personas que no tenían tanta suerte en encontrar a sus seres queridos. La felicidad y la tristeza era lo que más predominaba en ese lugar.

Jon observaba a los desafortunados con lástima y no podía evitar preguntarse a que grupo pertenecerían; si al grupo de los afortunados... o al grupo de los desafortunados.

—¡Zoe! —gritó Bri desesperada— ¡Zoe!

No recibió respuesta...

Al otro lado del parque se encontraba un gran puesto médico lleno de doctores y científicos vestidos con batas blancas. Estaba rodeado por una cerca resguardada por algunos militares y dentro los médicos atendían y revisaban a sus pacientes, para ver si estaban infestados con el virus o algo más.

La mayoría estaban vestidos con trajes especiales de protección para evitar riesgo de infección, a pesar de que sabían perfectamente que el virus no se contagiaba por el aire.

Una joven doctora, fuera de la verja metálica, se encontraba rodeada de una pequeña multitud, con un tablet en sus manos.

La gente a su alrededor les decía los nombres de sus familiares y amigos y ella se encargaba de buscar los nombres en la lista de evacuados en su tableta.

Bri y Jon se acercaron a la fila y esperaron a que llegara su turno. Algunos recibían buenas noticias, pero la mayoría no encontraba lo que buscaban. Poco a poco Jon perdía la esperanza, pero Bri había decidido mantener la fe, a pesar de que no era creyente.

Cuando por fin llegó el turno de ambos, el corazón parecía querer salir dentro del pecho de Bri. No dejaba de retorcer sus manos con nerviosismo y sus ojos se veían trastornados y en constante movimiento. Si no fuera por la situación, Bri parecería una auténtica loca.

—Nombre —bramó la joven sin molestarse en verlos.

—Zoe Collins —respondió Jon con rapidez pero sin perder el control.

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