El primer día del segundo mes de recuperación comenzó con un pacífico recorrido por el ala este del castillo. Mireya memorizo cada lugar repitiendo en su lugar así como sus reglas. Aunque le fue complicado, pues cada empleado con el que se encontraba, la mira de una forma tan despreciable. No habría tenido problemas, estaba acostumbrada, pero ¿tantas personas? No pudo evitar sentirse mal por tal presión sin que supiera el motivo.
—Recuérdalo bien —le dijo Henrietta antes de dejarla en la habitación del duque—. Ahora eres la única que limpiará esta habitación. Tú llevarás cada comida a nuestro señor en donde sea que se encuentre. Lo mismo con su correspondencia, sus pedidos. Preparas sus baños, su ropa, harás cada cosa que él te pida sin refutar. ¿Oíste?
—Sí, juro que no fallare…
—El señor no tolera los fallos, no te sientas aliviada sólo por ser su favorita. Un solo error y tu cabeza terminará en una lanza como advertencia para otras rameras como tú.
—Lo sé…
“Es momento de pagar las buenas cosas” pensó Mireya. Pues sabía que cada acción buena que recibiera, debería pagarla diez veces más en dolor “Es mi castigo por recibir cosas buenas”.
En la habitación del duque no había nadie, Henrietta la dejó sola. Mireya comenzó a desempolvar cada lugar, a tender la cama, abrir las ventanas para que la habitación se ventilara. Barrio con cuidado, desempolvó los adornos y terminó en el baño lujoso. Casi se desmayaba por el techo, el suelo y las paredes blancas. Aunque no comprendía porque el lugar era de la mitad de la enorme habitación. “Todo es tan grande…”
Respiró tranquila al acabar, descansó un par de minutos hasta que escuchó la puerta principal abrirse. Reconoció la voz de su señor, así que rápido salió para saludar con la cabeza hacia abajo. Alexander la miró de reojo, luego le pidió que trajera su cena rápido y corrió hacia la cocina. Seguía escuchando susurros malignos hacia ella. No pregunto, solo espero al cocinero y este la llamó. Colocó cada plato y cubiertos con cuidado y avanzó lo más rápido que pudo.
“No lo mires a los ojos, no respondas, no te muevas…” recordó las advertencias del ama de llaves sobre lo que le disgustaba al duque. Cuando entró, no había rastro de su señor, escuchó pasos en el baño, dejó la comida en la mesa y colocó todo en orden. Llenó la copa con vino, arrinconó la silla, encendió las velas y, solo por si acaso, limpio la silla por si hubiera algo de polvo. Cuando escuchó la puerta del baño abrirse, tomó distancia e inclinó la cabeza.
—Sécame —ordenó esa voz que tanto temía. Aun así, obedeció, tomó una toalla y comenzó a secar los brazos del duque. Se atraganto al tener que pasar la toalla por su pecho—. Apresúrate —dijo enojado a lo que ella hizo la vista a un lado y siguió. Pero la detuvo la mano en su barbilla que levantó su cabeza y se encontró, por un segundo, con esos ojos azules—. Aumentaste de peso.
—Ah…yo
—¿Te dije que te detuvieras? —ella continuó, era incómoda con su cabeza levantada y sus ojos mirando a donde sea menos a esos ojos azules—. Tienes unos ojos inusuales para ser tan corriente. Al menos ya no es tan desagradable verte.
—Lo siento… —balbuceo y noto que terminó con la parte superior. Alexander lo notó, soltó su barbilla y le ordenó que siguiera—. Perdón… —dijo Mireya antes de arrodillarse.
—Es increíble que exista alguien tan obediente como tú —dijo mientras secaba sus piernas—. Bien, entonces… seca cada parte de mi cuerpo.
Ella obedeció, aunque pronto se sintió incómoda cada vez que debía subir. Agradeció que el duque llevara una toalla en la cintura para abajo, pero esa tranquilidad desapareció. Alexander retiró la toalla dejándola caer. Miro cada movimiento de Mireya, quien apartó la mirada en todo momento y siguió. Aunque, con solo tocar ya se sentía avergonzada y asustada.
—¿Te asusto, pequeña ardilla? —Mireya recordó el color de las ardillas, aunque su cabello era un castaño más oscuro, pero había animales con ojos amarillos similares a los suyos de miel—. Quítate la ropa —ordenó molesto al no recibir respuesta— apenas termine de comer, claro.
La mente de Mireya procesó esa orden mientras el duque se colocaba una bata y comenzaba a comer. La curiosidad le ganó y levantó la cabeza. Aún no podía negar la belleza de ese hombre, sobre todo cuando acababa de tomar un baño. Fue cuando noto que no secó su cabello, este seguía húmedo con gotas cayendo o deslizándose. La anterior orden había desaparecido por el temor de que su señor note su equivocación.
—Perdí el apetito —dijo al notar la mirada miel sobre él—. Adelante… —dijo mientras se sentaba en su cama. La llamó para que se colocara delante de él—, quítate todo, sin prisa.
Mireya trago saliva, bajó la cabeza y comenzó a retirarse la ropa. “Al menos no lo rompió” pensó triste en su anterior uniforme. Creyó que llenando su mente de cualquier estupidez no temblaría tanto. Pero no fue así, cada prenda que retiraba aumentaba su nerviosismo. Revivía esos momentos con el duque y su padrastro.
—Dije todo… —Alexander repitió al ver que se detuvo en su camisón— y suéltate el cabello.
Primero desabotono su camisón, se retiró las mangas una por una y, ahogando sus sollozos, deslizó la prenda hasta que esta cayó al suelo. Se cubrió sus pechos y entrepierna, pero tuvo que apartar las manos cuando el duque le recordó que faltaba su cabello. Mireya se mordió la boca mientras levantaba sus manos y desataba el listón de su cabello y retiraba la gorra.
Su cabello castaño oscuro y corto cayó hasta sus hombros, había crecido tan solo un poco. Sus manos volvieron a cubrir sus partes privadas. Se quedó así un par de minutos que se sintieron horas. Pues el duque la miró de arriba hacia abajo sin omitir ninguna parte.
—Ya no eres tan flaca —dijo indiferente—, aunque aún te falta recuperar peso. Volveré a revisarte a fin de mes, te mataré de hambre si pierdes peso o no ganas ¿oíste? —Mireya asintió—. Bien… —tomo una toalla y se la extendió— termina tu trabajo, no puedo creer que olvidaras mi cabello, pero lo dejaré pasar por alto solo esta vez. No vuelvas a fallar.
Mireya siguió asintiendo, con lentitud, tomó la toalla y trató de secar el cabello desde esa distancia. Pero no alcanzaba, tenía que avanzar y eso le preocupaba. Antes de preguntar si podía caminar, el duque la tomó de su cintura desnuda y la acercó bruscamente.
—Tu lentitud me tiene harto. Me dijeron que eras obediente y perfecta en tu trabajo. Pero conmigo eres tan lenta que me agota.
—Perdón… lo siento… —Mireya comenzó su trabajo mirando solo el cabello negro y tratando de ignorar que estaba desnuda y frente a su señor. Trato de terminar lo más rápido posible, pero no quería cometer algún error con su prisa.
—Usaste los jabones… —dijo Alexander al acercar su nariz a su cuello—. Bien… —aspiro.
—Ah… —Mireya soltó un gemido leve.
—Sigue… —ordeno aun hundido en su cuello. La joven continuó aunque más lento por la cercanía. Se detuvo al sentir una mano deslizándose en su espalda y la otra apretando su trasero—. Si paras otra vez voy a morderte —le advirtió.
Mireya siguió a pesar de esos toques, pero paró de secar el cabello al sentir la lengua del duque en su cuello. Pero no fue solo su lengua, sus labios comenzaron a succionar su piel, luego pasó a otro lugar y siguió al otro lado del cuello donde la mordió.
—¡Ah…! —gritó— Mi señor…
—¿No te lo advertí? Aún siento mi cabello mojado, no pares.
Mireya soportó todo hasta que por fin pudo terminar de secar el cabello. Cuando creyó que podría alejarse de esos toques extraños, Alexander le dio la vuelta bruscamente. Siguió con esos besos en su espalda cicatrizada, sus manos comenzaron a torturar los pechos de Mireya.
—¡Uh! —ella trató de ahogar sus gemidos, pero con sollozos y lágrimas, era complicado. El temor aumentó al sentir calor en su entrepierna junto a fluidos bajando. Creyó que ensuciaría a su señor y perdería la cabeza si cedía ante tal sensación.
—¿Por qué hueles a flores? —pregunto aunque no esperaba una respuesta.
—¡Ah! —mordió sus labios— Mi señor… yo… lo siento… ¡ah!
Alexander abrió sus ojos y miró los brazos de la sirvienta: estos estaban atrapados en los suyos por manosear sus pechos, pero las manos estaban colgadas, con los dedos retorciéndose. Ella soportaba cada sensación sin agarrar o sostenerse de algo. Le gustó que no lo tocara, pero sabía que tenía miedo. Así que la soltó bruscamente.
—Largo —le dijo poniéndose de pie y entrando al baño.
Mireya respiró agitadamente, tomó su ropa y se la colocó rápido. Por la prisa, no abotonó el cuello de su camisa, ni arregló su cabello o se colocó las medias o zapatos. Solo quería irse de una vez. Salió con cuidado y corrió a su habitación entre lágrimas y miedo. Así que no noto cuando una sirvienta la vio correr con un aspecto, malinterpreto las cosas y no esperaba a contarlo mañana.
Alexander se quitó la bata, tomó agua del recipiente para mojar su cara. Al verse al espejo, recordó el aroma de Mireya, su piel y el sabor que tenía. Pero aún podía sentir parte de sus costillas, le faltaba por recuperarse y no quería retrasar su plan. ¿De qué sirve una carnada si ésta perece antes de atraer a las hienas?
—Increíble… —se enfadó por esa misma razón—. ¿Parar por su salud…?
Si fuera por él, su agotamiento y falta de sueño, habría tomado a la sirvienta en su cama esa noche. Pero la excitación que sentía se esfumó por sentir sus huesos, escuchar sus sollozos reprimidos y ver sus lágrimas. La empujó antes de ceder ante su lujuria y corrió al baño al ver su entrepierna empapada.
—Maldita sea… —la excitación volvió al recordarla—. Tonta mocosa…
Juro no perdonar a la chiquilla que lo obligó a complacerse por su cuenta. La maldijo mientras mantenía viva su imagen desnuda y sus gemidos resonaban en su cabeza mientras bajaba su mano.
Mireya aseguró la puerta de su habitación como si temiera que un monstruo entrara para devorarla. Chocó con su cama hasta caer al suelo, se abrazó a sí misma dejando salir todas sus lágrimas, sus sollozos pero nada de gritos. “Sucia…” pensó al sentir su entrepierna mojada “Soy una sucia, como mamá siempre dijo”. El terror no la dejó en paz y la enloqueció con la presencia de su padrastro detrás de ella, tocándola donde el duque la tocó.
—¡Ahhh! —gritó apartando las manos imaginarias—. No… —se dio cuenta que estaba sola, cubrió su boca y comenzó a rezar. Luego, entendió que ya estaba pagando la bondad del anterior mes. Así que no se quejó, ni suplicó ni soñó.
Al día siguiente, se levantó temprano para servir. Ayudó al duque a vestirse evadiendo su mirada, minimizando sus temblores y atenta ante cualquier movimiento de su señor. Se reprendió toda la noche sobre sus errores para no cometer ninguna falta. Pero nada eliminó el pavor que sentía al estar tan cerca de un hombre como el duque.
Todo el castillo estuvo lleno de lo acontecido con Mireya y el duque. El odio y repudio hacia la sirvienta aumentaba cada vez más. Y ya no pudieron quedarse quietas, comenzaron a molestarla. A donde sea que fuera, era empujada, ridiculizada e insultada. Perjudicaban su trabajo, no las detuvo el saber que llevaba la comida, ropa, agua, cartas del duque. Esperaban que al hacerlo, su señor se enojara y la echara.
Josefa se sintió satisfecha al ver a la harapienta sufrir, pero aun no comprendía cómo era capaz de seguir trabajando. Sin importar cuantas veces cayera, se levantaba patéticamente, pidiendo perdón y siguiendo su labor como si nada. “¡¿Por qué no solo renuncias?!” se preguntaba molesta.
La frustración de las sirvientas aumentaba día a día junto a sus maltratos. Comenzaron a robarle sus cosas, destrozar su ropa, sus lindos zapatos habían desaparecido, sus abrigos eran presumidos delante de ella. “¿No te molesta? Es que se ve mejor en nosotras que en una harapienta”. Mireya respondía que sí y se disculpaba por las molestias.
A parte del robo de sus regalos, siguieron con sorprenderla de vez en cuando tirándole agua y riéndose mientras la veían correr. Su comida comenzó a ser alterada, había vuelto a los días de pan, papas asadas, lechugas, tomates, frijoles y sopas. Y agradeció a Dios por eso, no derramó ninguna lágrima. Por ello, las demás metían insectos, piedras y hasta tierra en sus alimentos.
“Está bien…” pensó tranquila “Aun se siente el sabor de las papas asadas”.
Parte de su tranquilidad era que el duque nunca volvió a tocarla de esa forma. Las únicas palabras que le decía eran órdenes comunes y corrientes. El mes de mayo casi llegaba a su fin y Mireya se alegró de haber aumentado de peso. Solía comer en secreto las sobras de la comida del duque, de los empleados y lo que el cocinero dejaba al final del día. Además, el castillo tenía su propio bosque, así que comía de los frutos en sus descansos.
Mireya disfrutaba de su descanso echada bajo un árbol. El frío no era un problema para ella. Creció en el ducado del norte toda su vida y dormía en un sótano helado con solo una manta y un horno no tan funcional cada día.
—Mireya… —la sorprendió Thomas, el joven jardinero del ala este.
—Hola, Thomas… —saludo Mireya.
En uno de los ataques, a Mireya le tiraron un saco de tierra luego de que otro grupo la mojara un más de un balde de agua. No era un buen día, pero mejoró cuando un joven jardinero le ayudó.
—¿Otra vez aquí? —preguntó Thomas sonriente y sentándose a su lado.
—Sí, pero no por mucho tiempo… debo… debo volver después.
—Cielos, no quiero imaginar lo que es trabajar para el duque. Debe ser una lucha cada día.
—Es mi trabajo… —respondió sin quejas.
Thomas y Mireya conversaban cada día hasta que se volvió algo común encontrarse en sus descansos. De vez en cuando, el jardinero compartía su almuerzo con ella y le ayudaba a evadir a las sirvientas. Pero Mireya comenzó a rechazar su ayuda, no quería retrasar el dolor por una tierna amabilidad. Pero el joven no se daba por vencido, algo que la conmovió más de una vez.
—Thomas, ¿a ti no te molesta lo que digan de mí?
—¿Mmm? ¿Por qué? Todo lo que dicen no son más que rumores de chismosas celosas. Se de eso, en mi ciudad natal había un montón de ellas, mi madre pertenecía a ese grupo.
—Ya veo… —Mireya bajo la cabeza feliz, pero no sonrió.
—Oh, el tiempo pasa volando. ¿Te acompaño? Debo ir por más sacos de estiércol.
—Claro.
De camino, Thomas comenzó a contarle varios chistes. No era muy bueno, pero esos intentos torpes hacían sonreír a Mireya. Y, de vez en cuando, reír un poco. Esos gestos tan, y a la vez pocos, alegres, fueron vistos por el duque desde la ventana de su oficina.
—Mi señor —lo llamó Hugo—, descarte la lista de sospechosos. No quería admitirlo, pero realmente funcionó usar a la joven.
—Por supuesto… —seguía mirando a esos dos empleados. A un simple y tonto jardinero que no le causaba temor a su sirvienta de manos temblorosas y tontas—. Pero no me importan las hienas, sino la serpiente. ¿Cuántos descartes más crees necesitar?
—Ah… yo diría que hay que reducir la lista a la mitad. Así quedarían solo 6.
—Bien, para mañana esa lista comenzará a reducirse.
Mireya cepillaba el suelo del gran baño. Aprovechó al enterarse de que el duque tendría una reunión hasta tarde y que no cenaría. Su mente pensaba en que era momento de usar el dinero de su sueldo. Necesitaba ropa nueva, solo un par de zapatos y tal vez una cadena para su medallón.
—¿Por qué usas esos sucios zapatos de nuevo? —preguntó el duque.
Mireya brincó del susto, ni siquiera escuchó alguna puerta abrirse. Se dijo tonta por estar tan distraída y temió que el duque la estuviera llamando desde hace rato. Pero, contrario a sus temores, Alexander entró en silencio y se quedó observando a su sirvienta un largo rato. Recordó sus pequeñas sonrisas y risas, su gesto al tratar de ocultar tales expresiones del jardinero.
“¿Acaso te gusta tanto que te avergüenzas?” lo pensó, pero no preguntó en voz alta.
—Quítate esos sucios zapatos —ordenó enojado—. Voy a bañarme, así que toma una esponja.
—Si… mi señor —Mireya se quitó los zapatos y los agarró fuerte esperando irse de una vez.
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Comments
juana cova
Esas mujeres horribles, ojalá las castiguen con severidad
2022-12-14
2
Mary San Filippo Langone
yo como que me enamoro de cada novela tuya 🥰
2022-11-07
1
Monse Malvaez
De estos cuantos vas a publicar por semana?? Es que realmente estoy muy embelesada por tu trabajo
2022-11-06
0