Mireya estuvo sollozando desde que su madre se fue del sótano. No sabía si seguía dentro de la casa, estaba más preocupada por lo que iba a pasar. ¿A dónde iba a ir? No conocía a nadie más que su “familia” y apenas a su pequeño pueblo. Además, en el fondo, ella no quería irse, solo pensaba en pedir perdón a su madre para que le dejara seguir a su lado.
“No quiero irme…” se abrazó a sí misma “Mamá, perdóname, por favor ¿Qué hice mal?”
De pronto sintió la mano de su abuela en su cabeza, recordó cuando era una niña que no estaba sola. Ella le contaba dulcemente la canción de la leona y luego le decía que todo iba a mejorar. Pero ahora no estaba para acompañarla y darle ánimos. Así que sabía que nada iba a mejorar, menos al sentir que su madre quería matarla.
“No quiero morir…” Se levantó con cuidado, gimiendo de dolor ante los golpes “No quiero morir… por favor…”
Fue cuando recordó la conversación de esas dos chicas, el nuevo trabajo lejos del pueblo y la carta de recomendación que se le cayó. Pero la idea comenzó a batallar en su mente: ¿debía hacerlo o no? La carta era para alguien más, una persona a la que se le dio una oportunidad única en la vida. Mientras que a ella no se le dio algo así, no tenía derecho a tomar ese futuro.
“Se supone que iba devolverlo mañana” se mordió las uñas desesperadamente “¿Cómo puedo pensar siquiera en quedarme con la carta?”
Las palabras de su madre aún resonaban fuertemente en su cabeza. Sobre todo lo que pasó con su padrastro, no paraba de temblar aterrada de solo recordarlo. Ni siquiera pudo luchar contra él, se quedó tiesa sin saber qué hacer. “No quiero volver a sentir eso, no…”
Se tomó mucho tiempo en tomar una decisión, pero al final opto por seguir viviendo. Cuando se percató de que no había nadie en la casa, regresó a la cocina para sacar la carta y de nuevo bajar al sótano. A escondidas, leyó la carta lo mejor que pudo, tardó un poco y apenas entendía la mitad.
“Sé escribir mi nombre…” Tomó una pluma y la vertió en tinta para escribir en el espacio vacío de la carta. Ya no había marcha atrás, era momento de irse. Se llevó un saco viejo y metió la poca ropa que tenía, algo de comida y una manta para cubrirse del frío. “Debo irme…”
Mireya sentía que alguien entraría en cualquier momento por la carta, le cortaría sus manos acusándola de ladrona y la golpearía. Así que, soportando el dolor, salió de su cabaña con cuidado y atenta en todos lados.
“Los carruajes para salir del pueblo están al otro lado”, recordó algo angustiada. Tenía que caminar mientras aguantaba el dolor, los gritos y gemidos. Algo a lo que estaba acostumbrada, así que pretender estar bien era sencillo para ella. Logró ver un carruaje al salir del pueblo, agito su mano y aceleró su paso, cuando llego pregunto el destino.
—A la ciudad de Liomert —respondió y Mireya se alegró, pues el trabajo era ahí exactamente, pero su sonrisa no tardó en esfumarse—. Diez de plata, quince con equipaje, solo hay un lugar —dijo tajante y sospechando que la joven no tenía nada encima, pues su ropa era lamentable y tenía moretones en la cara—. Paga…
—Es… que… yo-yo no tengo —Mireya se maldijo por olvidar dinero, aunque no sabía de dónde iba a conseguirlo de recordarlo—. Tengo algunas cosas… —rebusco en su saco…
—¡Apártate, harapienta! —le gritó el chofer, sacudió las riendas de los caballos y estos avanzaron—. ¡No hay lugar para ti! —gritó una última vez.
—¡Espere, por favor…! —siguió al carruaje hasta tropezar. Lloro desconsolada de que pronto la atraparían— ¿Qué voy a hacer?
Se levantó resignada, pero por el ánimo, perdió las fuerzas. Camino cojeando tratando de seguir la dirección que el carruaje tomó. El sol comenzaba a ocultarse y aunque estaba lejos del pueblo, sabía que podían atraparla si corrían. Ahora estaba en medio de gigantes árboles, con vientos fríos y sin luz. “Debo seguir” se decía Mireya una y otra vez mientras se frotaba los brazos.
Afortunadamente, una carreta se acercaba hacia ella, Mireya se asustó al principio y trató de esconderse detrás de un árbol. Pero quien conducía se detuvo, la vio y tomó su linterna.
—¿Estás bien, niña? —era un anciano solitario con una carreta y un solo caballo. No tenía mucho, excepto una buena oportunidad de trabajo en otro lugar—. Tranquila, no soy un ladrón o asesino, te vi a lejos caminando muy mal. ¿Acaso te asaltaron? —pero Mireya se aferraba al tronco con temor—. Mira, no sé a dónde vas, pero yo me dirijo a Liomert, si quieres puedo llevarte hasta donde pueda, no puedo desviarme de mi viaje.
—¿Liomert? —Mireya se asomó para ver al anciano—. ¿Va a Liomert?
—Si… —el anciano entrecerró los ojos, acercó su linterna revelando el rostro de la joven—. ¡Oh, pobrecita! ¿Te asaltaron de camino? Pero solo mira cómo te dejaron.
—Yo… yo voy a Liomert —aun desconfiaba—, pero no tengo dinero.
—Oh, eso no importa —el anciano bajó de la carreta—, no puedo dejar a una jovencita en medio del bosque a estas horas. Ya está oscureciendo y peores bandidos podrían asaltarte. Anda, sube…
—¿De verdad no soy una molestia?
—¿Por qué lo serías? Simplemente vas al mismo lugar que yo, jovencita. Vamos, sube, el frío aumenta en las noches.
Mireya se acercó al anciano, este le extendió la mano para ayudarla y ella la tomó. Se sintió relajada por la gentileza que su salvador transmitía solo con su mano. Subió a la carreta, no había asientos así que tuvo que hacerse un lugar y sacar su vieja manta para cubrirse del frío.
—Bien, bien… —el anciano subió para seguir con su viaje—. Hay una vieja cabaña más adelante, servirá como refugio por la noche. Espero que no te moleste, pero no soy alguien que pueda darse el lujo de rentar una cálida habitación.
—Está bien —le dijo Mireya—, tengo suficiente por su ayuda. Más bien… ¿podría saber su nombre? Claro que si no quiere no tiene por qué decírmelo.
—Tranquila, jovencita. Me llamo Harold y voy a Liomert por trabajo, soy jardinero.
—¿De verdad? —Mireya sonrió poco—. Soy Mireya y seré sirvienta.
—Oh, pues felicidades. Es un buen trabajo y en Liomert pagan bastante bien. Tal vez no ganemos lo mismo que los empleados del castillo del duque, pero ya es un lujo para nosotros ir ahí.
—Seguro… —Mireya se lamentó otra vez por la joven que perdió su oportunidad.
Llegaron a una cabaña abandonada, Harold ató a su caballo, le dio de comer, luego recolectó ramas y troncos para una fogata. Mireya quiso ayudarlo, pero el anciano le pidió que descansara, pues sentía pena por sus golpes. Pero al menos logró convencerlo de que le dejara el estofado, el pobre anciano sentía que la joven se pondría peor si no la dejaba ayudar.
—Es un buen estofado —dijo Harold muy gustoso—. ¡Qué maravilla! Ahora veo porque te contrataron en Liomert. Tus nuevos señores se chuparan los dedos con tus delicias.
—Muchas gracias… —Mireya también comió como él. Pues era la primera vez que degustaba un plato completo. “No son sobras, es un plato completo”.
Siguieron su largo viaje, haciendo paradas por la noche en lugares abandonados, cuevas o solo en el bosque. Mireya noto que el señor Harold era muy listo, sabía cómo evadir bandidos por la noche. Le enseñó un mapa pequeño que hizo él mismo, el anciano se sintió avergonzado por los halagos de la joven. Su mapa era sencillo, pero ella lo admiraba como si fuera un gran mapa.
—Hay mejores mapas en los libros, jovencita —le dijo—. Coloridos y que muestran todo el imperio. Mi pequeño mapa solo es la ruta de viaje hacia Liomert, nada más.
Pero nada iba a quitarle a Mireya su admiración por lo que vio. Era la primera vez que veía un mapa, y casi no podía creer la gran distancia que viajaron desde su pueblo. Harold no hizo preguntas, no quería meterse en algo que no le incumbía y menos incomodar a su compañera de viaje. Un detalle que Mireya agradeció, logró sentirse cómoda el resto del viaje mientras los moretones e hinchazón de su cara comenzaban a desaparecer.
Luego de nueve días de viaje, llegaron a las murallas de la ciudad de Liomert, el hogar del duque del norte. Esperaron en una larga fila por el control de acceso. Los guardias de armaduras plateadas llevaban incrustados la cabeza de un lobo negro. Cuando fue su turno, Harold habló en confianza y entregó sus papeles. Casi le da un ataque de pánico a Mireya al recordar que ni eso traía, pero los guardias no le pidieron nada.
—Tranquila… —Harold le habló al pasar la gran puerta principal—, no es tu culpa que te hayan robado tus papeles. Y sé que no puedes pagar el impuesto de visitantes.
—Gracias, señor… —Mireya bajo la cabeza avergonzada.
Observó lo distinta que era una ciudad de su pequeño pueblo. Las casas eran más altas, las calles estrechas, había tantas personas que gritaban al mismo tiempo. Pasaron por el mercado principal donde el bullicio era más fuerte, Harold se detuvo y pidió que la esperara un momento. Mientras lo hacía, Mireya se perdió en observar todo: telas, semillas, verduras, frutas, adornos, animales, adivinos, juguetes, zapatos y muchas más cosas que apenas podía captar con sus ojos miel.
Los citadinos eran distintos a los pueblerinos, Mireya lo comprobó. No veía a nadie cosechando, regando plantas o durmiendo en hamacas afuera de sus casas en un agradable silencio. Se maravilló tanto que no noto cuando Harold la estaba llamando.
—Ten… —le dio una bolsa pequeña—, no puedes trabajar si estás herida, jovencita.
—Esto es… —Mireya había recibido medicina, no era mucha pero para ella así lo era—. No puedo aceptar esto, no tengo cómo pagarle…
—Ya basta de eso, no tienes que pagar a alguien que solo fue amable. No podría dormir en paz si te hubiera dejado en el bosque y menos si te dejo partir herida. No es mucha medicina, pero servirá para aliviar el dolor. Así podrás trabajar mejor, la gente de aquí es muy exigente.
—Gracias… —agacho la cabeza varias veces sacándole una risa a Harold.
—Ya basta, jovencita. Más bien, ¿sabes a donde debes ir? Yo debo ir a Venton para ser el jardinero de un noble señor. ¿Y tú…?
Mireya miro sus alrededores, el mercado era lindo pero tenía una gran sombra encima: el castillo grisáceo del duque se alzaba a lo alto de una colina. Se puso nerviosa, pero decidió seguir, ya no quería seguir abusando de la confianza del señor Harold.
—Sé a dónde ir, señor —le respondió con una pequeña sonrisa—. Descuide, estaré bien…
—Bueno, si tú lo dices, pero ve ya. Los guardias son muy estrictos en las noches y creen que todo el mundo es un ladrón. Cuídate, jovencita.
—Igualmente, señor.
Mireya se bajó de la carreta con su saco, Harold se despidió otra vez y avanzó por otra dirección contraria a la del castillo. La joven se sintió aliviada de haber llegado y juro que nunca olvidaría la gran amabilidad que recibió. No le pidió nada y aun así la trajo, hasta le regaló medicina.
“Por favor, Dios, protege al señor Harold por toda la bondad de su corazón”.
Cuando terminó su rezo silencioso, agarró su saco con fuerza y se congeló al no saber cómo avanzar. Toda la calle del mercado estaba repleta de gente, temía empujar o tocar a cualquiera. Si fuera por ella, se habría quedado quieta hasta la noche para tener la calle vacía, pero vio a dos jóvenes correr sin preocuparse por la multitud. Chocaban con algunos pero solo recibían un regaño y ellos continuaban su camino.
“De acuerdo…” dijo desconfiada, aún tenía mucho miedo “Ya estoy aquí, no puedo volver”.
Se abrió paso entre la gente, no pudo correr así que avanzó deslizándose y pidiendo perdón. La mayoría la ignoraba, así que varias veces se cayó al suelo, fue empujada a cada momento y era regañada por otros transeúntes para que se hiciera a un lado.
“¿Cómo puede la gente vivir así?” Mireya logró salir de la multitud, halló unas largas escaleras con guardias. Pregunto y le dijeron que llevaban directo al castillo. Avanzó jadeando del cansancio y se detuvo para aplicar la medicina en sus heridas, más que todo en sus piernas. Cuando llegó, casi se desmaya por el tamaño del gran castillo, pero ahogó su grito cuando vio cabezas decapitadas en altos picos. Se tragó su propio vomito al ver a los cuervos degustando poco a poco. No pudo evitar imaginar que su cabeza estaba entre esas de ahí, como castigo por robar. Pues debajo de las cabezas estaban clavados tablones de madera que tenían escritos: ladrón, estafador, violador, asesino y más.
—¿Qué quieres? —le pregunto el guardia sacándola de su trance.
—Yo… —recupero la respiración—. Vine por trabajo…—respondió asustada—, este… —rebusco en su saco, mareada por el graznido de los cuervos, el desesperante sonido de las moscas y el olor de la carne podrida— tengo esto… —extendió la carta.
El guardia tomó la carta y reconoció el sello, así que mandó a llamar al ama de llaves. La mujer que apareció en unos minutos era mayor de alrededor 60 años, tenía el cabello negro opaco y amarrado en un perfecto moño. Se llamaba Henriett, y era una mujer muy difícil de complacer así como de impresionar. Su dura y fría mirada le causó temor a Mireya, sentía como la juzgaba por su aspecto sucio y andrajoso.
“Me va a descubrir…” pensó aterrada “Sabrá que robe la carta, me mataran sin duda… Me quitarán la cabeza”.
Henrietta leyó la carta, miró a Mireya y le preguntó su nombre, qué experiencia tenía sirviendo, si tenía familia y que le pasó. La joven, tragando saliva, respondió a todo con la verdad, menos a la última pregunta. Ahí mintió, dijo que la asaltaron en el camino pero que un señor amable la ayudó y trajo hasta la ciudad.
Mireya temía que el ama de llaves verificará su identidad. Pero Henrietta estaba muy ocupada como para escribir una carta a la sobrina lejana de una ex sirvienta del castillo de hace varios años. Además, los novatos siempre son vigilados en sus primeros meses trabajando. Si no cumplían con las fuertes expectativas, eran echados luego de tres meses.
Cualquiera que viera a Mireya diría que sería echada, pero Henrietta no sabía, que aun con su cuerpo flaco y aspecto andrajoso, la joven castaña trabajó más que nadie desde muy pequeña en peores condiciones. El ama de llaves le dijo que esperara afuera, que enviara a una sirvienta para que la llevara a su habitación, le explicara las cosas, le daría su uniforme y donde trabajaría.
Mireya se sentó a las puertas del enorme castillo esperando por casi dos horas. La joven que salió a recibirla se veía molesta a pesar de que esas dos horas se la pasó charlando con sus amigas criticando el por qué debería instruir a la nueva. Y su molestia pasó al asco cuando vio la suciedad y harapos que cubrían a la recién llegada.
“Esta no durará ni un mes” pensó Josefa “Mejor, una andrajosa como ella no debería trabajar en el castillo del duque”.
—Arriba —ordenó—, soy Josefa, debo instruirte, novata.
—Mu-muchas gracias… —Mireya se levantó asustada y agradeció asustada.
—En primer lugar… —Josefa no pudo evitar mirar esos ojos miel que resaltaban demasiado entre tanta suciedad—. ¿Cuál es tu nombre?
—Mireya…
—Pues, Mireya —se acercó intimidante y empujó su frente con un dedo—. No eres una sirvienta oficial, tan solo una novata. Trabajaras por tres meses en los alrededores del castillo, no adentro. Si no cumples con las expectativas, te irás de aquí sin ningún sueldo. ¿Entendiste?
—Si-si…
—Pareces una rata asustada —se burló. Josefa se puso contenta al ver que la nueva no respondía. Le había dejado claro cuál era su lugar—. Bien, sígueme.
Josefa le mostró los alrededores del castillo, no la llevó dentro. Primero le enseñó los jardines frontales muy abandonados. Luego los distintos almacenes de provisiones, las granjas de animales tales como vacas, ovejas, cerdos, gallinas, conejos; siguió con los establos, las perreras y el invernadero abandonado. Finalmente, el recorrido acabó con los campos de entrenamiento, las casas de los caballeros, aprendices y empleados.
—Y aquí es donde duermen los novatos, tú uniforme está ahí y, por favor, date un baño.
Josefa se fue azotando la puerta mientras se reía. Mientras que Mireya no podía creer el lugar donde dormiría. Las lágrimas se le salieron por la emoción mientras acariciaba su uniforme.
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Comments
Astrid
Lo que no sabe Josefa es que para Mireya todo eso es como una bendición
2024-06-07
1
alicia yanez🇻🇪
lo normal para cualquier persona para ella era un tesoro pobre niña pero como todo sufrimiento al final es recompensado, será feliz por primera vez en su vida después de un camino lleno de espinas
2022-12-27
3
juana cova
pobrecita, una cama es nuevo para ella
2022-12-13
1