Contrato Matrimonial

Contrato Matrimonial

Capítulo 1

...Capítulo Corregido......

Vida

¿Qué es vivir? ¿Sobrevivir cada día entre heridas, decisiones y pérdidas? ¿Llorar por aquello que se amó y que el tiempo te arrebata? ¿Pelear contra el destino con los puños ensangrentados, con los dientes apretados, con el alma rota? ¿Es acaso vivir sin amar siquiera vivir? Tal vez no. Amar es el acto más visceral de estar vivo. Es ese impulso crudo y feroz que te empuja a proteger con fiereza a quien se ha vuelto tu todo, tu hogar, tu origen y tu fin. Para Sebastián Compbell, vivir y amar eran la misma cosa. Y ambas cosas, ambos verbos, tenían un nombre y un rostro: Petra Montenegro.

¿Quién era Sebastián Compbell? No solo un capitán de la Marina, no solo uno de los hombres más prometedores del cuerpo militar, sino también un símbolo de disciplina, fuerza y perfección. Alto, de cabello azabache como una noche sin luna, con unos ojos grises que no suplicaban ni temían, sino que ordenaban y desafiaban. Su cuerpo era de estatua: delgado, fuerte, con músculos esculpidos por la exigencia de su deber y la carga de su apellido. Sebastián era, para muchos, el soldado perfecto. El hijo perfecto. El heredero ideal. Pero incluso la escultura más imponente puede agrietarse. Y Sebastián lo hizo. Por amor.

Petra Montenegro, una mujer morena de salud frágil y alma luminosa, fue su ruina y su redención. Medía apenas 1.65, parecía diminuta a su lado, pero su sola presencia bastaba para hacerlo arder y perder el rumbo. Ella no era la candidata ideal para la familia Compbell. Ni de cerca. Porque Sebastián era hijo del almirante general Stefan Compbell, un hombre tan temido como respetado, cuya autoridad se extendía más allá del uniforme. Su madre, una mujer fría con el rango de mayor, no se quedaba atrás. Para ellos, el amor era una distracción, una debilidad inaceptable. Así que cuando Sebastián descuidó a su unidad por atender a Petra, cuando su juicio se nubló por ella, cuando su deber se volvió secundario frente a sus besos y su fiebre, lo perdió todo. Su rango. Su reputación. Y el respeto de su padre.

La humillación fue pública, brutal. Y entonces, como era de esperarse, el almirante Stefan Compbell decidió intervenir. Él tenía en mente a la mujer perfecta para restaurar el apellido de su hijo caído. Una alianza poderosa. Un matrimonio arreglado con los Halmiton, una de las familias más influyentes del pueblo. Su patriarca, Patrik Halmiton, no era un desconocido. Fue un gran capitán de la marina, un instructor legendario de la academia militar, admirado por muchos, aunque jamás pisó un campo de guerra. Su poder no estaba en las cicatrices, sino en la precisión de su mente y su voluntad férrea. Su mayor tesoro, sin embargo, fue su hija: Aleida.

Aleida Halmiton nació un día de lluvia y promesa. Su madre, Marina Thompson, dio a luz tras horas de esfuerzo, bañada en sudor y ternura, mientras Patrik aguardaba con el alma suspendida en el pasillo, con el corazón preso del miedo. El llanto de su hija rompió el aire como un milagro. Patrik entró a la habitación y la vio por primera vez: unos ojitos verdes lo miraban con curiosidad, y el cabello dorado de la bebé bailaba sobre la frente de Marina. El amor que sintió entonces fue absoluto. Supo que todo lo que era ahora le pertenecía a esa pequeña criatura.

Pasaron cinco años. Aleida creció envuelta en risas, caricias y juegos con su oso de peluche, resguardada por dos padres amorosos. Pero el destino es cruel con los inocentes. Una noche, mientras regresaban a casa, una tormenta cayó con furia sobre la carretera. El auto patinó, giró, y quedó suspendido al borde de un acantilado. Unos buenos samaritanos lograron sacarlos a tiempo, pero las secuelas no tardaron en mostrar sus dientes. Aleida sangraba por la nariz, tenía heridas en la espalda, pero el daño más profundo no fue físico. Su madre no sobrevivió. Y su padre, aunque respiraba, nunca volvió a ser el mismo.

Años después…

La joven Aleida Halmiton, ahora de dieciocho años, regresaba a la ciudad donde sus primeros recuerdos aún vibraban con dulzura y tragedia. Iba en el asiento del copiloto, con la mirada fija en el paisaje húmedo, mientras el hombre que la crió le hablaba con una voz cargada de resignación y ternura. El mismo hombre que, décadas atrás, lideró ejércitos y tomó decisiones implacables. Ahora era solo un abuelo preocupado.

—Señor Compbell, mis padres hicieron este acuerdo y lo respeto, pero no entiendo por qué es necesario que lo cumpla —dijo Aleida, con el corazón apretado en el pecho.

—Llámame abuelo, pequeña —replicó con una leve sonrisa—. Después de todo, eso soy. Tu tutor. Y aunque desearía poder cambiar las cosas, ese nieto mío... ese terco muchacho necesita a alguien que le haga abrir los ojos.

—¿Y está seguro de que esa persona soy yo? No lo conozco, y él seguramente no me querrá.

—Él no necesita querer. Necesita aprender. Y tú sabrás cómo enseñarle lo que vale una vida.

Aleida no dijo más. El auto llegó a la entrada de la escuela militar, imponente y silenciosa, y ella descendió con un nudo en el estómago. Despidió a su tutor con una sonrisa tenue, sabiendo que el acuerdo estaba sellado y que su destino cambiaría para siempre. Caminó por los pasillos vacíos, sintiendo la humedad en los muros antiguos, observando las fotografías en blanco y negro colgadas como fantasmas de un pasado glorioso. Se aventuró sin guía, dejándose llevar por el eco de sus propios pasos, hasta que un sonido la condujo al patio trasero.

El sol caía sin piedad sobre las canchas de entrenamiento. El viento soplaba con una furia inesperada, y Aleida, aún con su suéter ligero, se abrazó a sí misma, temblando por el frío. Entonces, el impacto.

Fue como chocar contra una muralla. Su cuerpo rebotó hacia atrás al estrellarse contra el pecho de un soldado de complexión fuerte, fornido por los años de disciplina militar. Él vestía una camiseta verde ajustada y unos pantalones camuflados; llevaba un collar con una placa metálica que brilló al sol. Su rostro, pecoso y encendido, se inclinó hacia ella con preocupación.

—Lo siento, iba distraído… ¿Estás bien? ¿Te lastimaste?

Ella retrocedió un paso, frotándose la nariz adolorida, y bajó la mirada.

—Estoy bien, no te preocupes… también iba distraída.

—Seguro que estás bien, porque chocaste contra una roca —bromeó con una sonrisa ladeada—. Yo soy Felipe Muñoz. ¿Y tú?

—Aleida Halmiton. Mucho gusto, Felipe.

—El gusto es mío. Pero dime, ¿qué hace una señorita como tú en un lugar como este?

—Estoy… buscando a alguien.

Felipe la observó un segundo más, sus ojos destilando interés y simpatía.

—Te ayudo si quieres. Conozco este lugar como la palma de mi mano. Será más rápido con compañía.

—Me parece bien —dijo Aleida, intentando mantener la voz firme, sin saber que en ese momento había dado su primer paso hacia un futuro más turbulento y apasionado de lo que jamás habría imaginado.

Continuará…

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Comments

Ismenia Pinilla

Ismenia Pinilla

"hará" no "era"

2024-06-15

1

kin

kin

lindo

2024-05-22

0

Mirta Liliana

Mirta Liliana

Parece linda...

2024-05-22

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