Capítulo 3

...Capítulo Corregido......

Encuentro desagradable

Toda la calidez que había envuelto el momento entre Felipe y Aleida, todas las risas suaves compartidas bajo aquel árbol testigo de un instante mágico, se desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos. Como una tormenta súbita que rompe la calma, una mano fuerte, áspera y autoritaria se cerró en torno a la muñeca de Aleida con una brusquedad que la hizo jadear. Aquella fuerza no era casual. Era dominación. Instintivamente, ella intentó zafarse, tiró hacia atrás con el poco peso de su cuerpo, inclinándose para resistirse como una flor silvestre negándose a ser arrancada. Pero su delgadez no le era útil ante un hombre acostumbrado a cargar cuerpos enteros bajo la lluvia y la guerra.

Los ojos de Sebastián Compbell la atravesaron con una ira que quemaba. En su rostro no había cortesía, ni presentación, ni el mínimo atisbo de compasión.

—Vamos —ordenó con voz ronca, grave, con la autoridad impregnada en cada sílaba.

Aleida, que no lo reconocía aún del todo pero sentía en la piel la amenaza, frunció el ceño y se mantuvo firme.

—Disculpe, no lo conozco… y no voy a ir a ninguna parte con usted.

Él apretó los dientes. Sebastián Compbell no era un hombre moldeado para la diplomacia. Su reputación no se basaba en la paciencia ni la delicadeza. Era conocido por su carácter tosco, su frialdad militar y un genio que ni la jerarquía más alta osaba desafiar. Aún así, sus palabras no eran gritos, sino cuchillas.

—Deja de resistirte. Vámonos.

—Suélteme en este instante.

—Vendrás conmigo. Quieras o no.

—Pues qué le quede claro que no quiero. Y no lo haré. No sé quién es usted y no pienso acompañarlo —respondió, alzando la voz sin temblar, desafiante, con ese aire de dignidad que parecía no corresponderle a una desconocida.

Él ladeó la cabeza, cansado, frustrado, a punto de estallar.

—Mi paciencia es limitada. No me irrites más de lo necesario. Caminas conmigo ahora.

Y con esas palabras, tiró de su brazo. El grito de Aleida no fue sólo de sorpresa, sino de dolor. La mano de Sebastián, dura, callosa, grande, se cerraba con fuerza suficiente como para marcar su piel pálida, cubriendo su muñeca por completo como si fuese una presa.

Ella forcejeó, usó su otra mano para tratar de abrir el agarre, sus dedos temblaban entre los suyos. La escena no pasó desapercibida. Desde la distancia, Felipe observó con una mezcla de incredulidad y rabia. Sin dudar, dio un paso adelante y tomó la muñeca del capitán, interrumpiendo el contacto. El aire se volvió pesado de pronto.

—Suéltela… la estás lastimando —dijo Felipe, con la voz baja pero firme.

—Quita tu mano de la mía en este instante —masculló Sebastián, sin mirarlo siquiera.

—No.

El silencio entre ambos fue más violento que cualquier golpe. Sebastián giró lentamente, clavando los ojos grises en Felipe, quien apenas era unos centímetros más bajo, pero cuya valentía no flaqueó. Aleida, entre ambos, se sintió como el centro de una pelea animal: un pitbull y un dóberman disputando el mismo territorio.

—¿Quién demonios eres tú?

—Cabo Felipe Muñoz —respondió, con la mandíbula tensa.

—Ja… ¿y te atreves a tocarme? Mira tu insignia bien.

Felipe bajó la mirada a la placa del uniforme de Sebastián. La estrella de seis puntas lo dejó sin aliento.

—Capitán —dijo al fin, poniéndose firme, con la espalda recta y el saludo militar temblando en su frente sudorosa.

—Quinientas vueltas. Ahora.

—Sí, señor.

Felipe bajó la mirada, murmuró un lo siento con los labios hacia Aleida, y salió corriendo, sabiendo que la batalla se había perdido sin siquiera comenzar.

Sebastián volvió a mirar a la joven. Ella aún luchaba, aún se retorcía, aún tenía en los ojos ese brillo obstinado que lo sacaba de quicio. Con un suspiro cargado de rabia contenida, pasó el brazo de Aleida por detrás de su cuello, y con la otra mano la alzó por las piernas como si no pesara nada. Su cuerpo quedó colgado sobre su hombro, como un saco de resistencia inútil.

—¡Bájame, idiota! ¡BÁJAME! —gritó ella, golpeando con los puños su espalda amplia, que ni siquiera se estremecía.

Los subordinados, testigos silentes, no se atrevieron a intervenir. Algunos desviaban la mirada. Otros observaban con una mezcla de compasión y miedo. Nadie jamás había contradicho al capitán… y aquella mujer estaba no solo haciéndolo, sino gritándole como si fuera un cualquiera.

Sebastián la llevó directo al auto negro que lo esperaba, abrió la puerta y la arrojó al asiento trasero como si arrojara una carga pesada. Subió después, ordenando al conductor que regresara por donde habían venido.

Aleida, jadeante, despeinada, lo miró de reojo. El seguro de la puerta no estaba puesto. Su mente calculó la velocidad del vehículo, el tipo de terreno, las probabilidades. Y entonces lo escuchó.

—No hagas nada estúpido.

No respondió. Pero lo miró con atención. Y fue ahí, al observarlo de cerca, que lo supo. No necesitó una presentación, ni una palabra. Ese hombre era Sebastián Compbell. El gruñón. El capitán. El hombre que ahora la tenía secuestrada entre sus decisiones.

Cuando él tomó una llamada y desvió la mirada por un instante, ella aprovechó. Tomó aire, apretó los músculos de sus piernas, y abrió la puerta de golpe, lanzándose al vacío.

—¡Para! ¡¡AHORA!! —gritó Sebastián, con una mezcla de furia y pánico.

El conductor frenó en seco. Aleida rodó por el suelo, su cuerpo azotado por la caída. El vestido rasgado, la piel herida. Pero viva. Siempre viva. Sebastián bajó del auto al verla incorporarse, tambaleante. Y entonces, sin mirar atrás, ella empezó a correr.

—¡Maldita mujer! —vociferó—. ¡DA LA VUELTA!

Pero no lo hizo. Sebastián corrió tras ella, veloz, firme, como un cazador detrás de su presa. Aleida, aunque llevaba botines de tacón, corrió con toda la adrenalina de quien se juega la libertad. Pero no fue suficiente. Él la alcanzó.

La abrazó con fuerza por la cintura, alzándola del suelo como si fuera de papel. Ella pataleó, gritó, golpeó su pecho con los puños cerrados.

—¡SALGAN DEL AUTO! —gritó a los guardias. Ellos obedecieron. Abrió la puerta con furia y la lanzó dentro.

—¡SUÉLTEME! ¡SUÉLTEME! —gritaba ella, descontrolada, con los ojos desorbitados.

—¡YA BASTA! ¡DEJA DE GRITAR, MALDITA SEA!

—¡NOOOOOO!

Aleida lo golpeó con fuerza, arañando, empujando, haciendo todo lo posible por liberarse. Sebastián, harto, le tomó ambas muñecas y las empujó por encima de su cabeza, inmovilizándola. Ambos respiraban agitadamente. El aire entre ellos se volvió pesado. La furia se mezclaba con el deseo reprimido, con la tensión eléctrica que podía palparse.

Y entonces, por primera vez, se miraron. De verdad. No como enemigos. No como desconocidos. Sino como dos fieras encerradas en la misma jaula.

Y nada volvió a ser igual después de eso.

Continuará…

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Comments

Ismenia Pinilla

Ismenia Pinilla

VAYA... NO valla

2025-03-17

0

Maria Victoria Ruiz Alcaide

Maria Victoria Ruiz Alcaide

Pobre ita dónde fue a caer jajajaja 🤣🤣🤣

2024-11-12

0

LUZ AMPARO SALINAS ANGULO

LUZ AMPARO SALINAS ANGULO

jajajaja jajajaja pobre tienes a la Vista un espécimen con características de matón,, ogro, de fiera, de pitón, /Moon//Moon//Moon//Moon//Bomb//Bomb//Bomb//Bomb//Toasted//Toasted//Toasted//Toasted//Blackmoon//Blackmoon//Blackmoon//Blackmoon//Blackmoon//Blackmoon//Blackmoon//Toasted//Toasted//Toasted//Toasted//Toasted//Toasted//Toasted//Toasted/

2024-10-29

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