Ya han pasado cinco años, supongo que todo debe ser más sobre llevadero.
Me levanté bien temprano después de que el celular me llamará con esa sopésate melodía, tan irritante. Solté un suspiro y camine hacia mi escritorio depositado a un costado de mi habitación justo al lado del balcón, y me senté frente a él. Busqué dentro de los cajones para dar con el diario íntimo que me digne en escribir tiempo atrás, recién ayer volví a escribir en él después de que Máxima montó uno de sus clásicos arrebatos hacia la sociedad distraída que sabía conducir coches caros. Sonreí al recordar la escena.
—¡Oye! ¡Estoy caminando! —Máxima golpeó con las manos la fachada de un auto que se había saltado el semáforo. Esparcía furia de sus ojos y las venas en sus brazos estaban al borde de reventar.
Debía admitir que el clima era excelente como para que su actitud impulsiva lo arruinara. Algunas personas que cruzaban por la senda peatonal no dudaba en voltearse a mirar ha semejante mujer Alemana de 1.78 cm de alto, podía sobresalir sin siquiera intentarlo. Mientras que yo intentaba mantener un perfil bajo. Si alguien me hubiera preguntado “si la conocía”, habría negado por completo nuestra amistad.
El BMW deportivo negro se mantuvo impoluto al igual que su chófer que por culpa de la oscuridad de los vidrios y la cabina, no se podía reconocer. Incluso detecté algo de movimiento en el asiento trasero por pura casualidad.
Teníamos de nuestro lado que el semáforo estaba en naranja claro cuando estábamos por cruzar, el culpable era el chófer.
—¡Sal del auto! —le golpeó el vidrio de la puerta con firmeza. Me estremecí.
El dicho de; Si tomas al toro por los cuernos terminarás ensartado, quedaba perfecto con la actitud de Max. Por eso no me animaba ha acercármele por la espalda, podría terminar con la moneda dada vuelta, asique me dediqué a observar desde una distancia considerable.
Ver sus ojos celestes inyectados en sangre fueron como una alerta en mi sistema, pero ¿Cómo proceder con semejante yegua enceguecida? Máxima era por lo mucho dos, casi tres cabeza más alta que yo, con una musculatura increíble que le daría envidia a cualquier mujer que la viera pasar.
Cuidadosamente me acerqué a ella y la tome por el brazo —evitando recibir cualquier tipo de agresión que podría mandarme a pasear—, para quitarla del camino, ya que se veía muy decidida por quedarse en el medio hasta que el conductor bajara y diera la cara por sus actos irresponsables.
—Vámonos—, dije con los nervios clavados en la garganta. Lo que menos quería era armar un escandalo que me metiera entremedio de una pelea entre el conductor y Max. No podría hacer nada, eso era un echo.
Sin poder verlo bien dentro de la cabina se notaba que la figura que se mantenía intachable en el interior era masculina.
—Max, por favor —rogué moviendo su brazo con insistencia.
Cuando logré llame su atención, soltó un suspiro escandaloso y me asintió volviendo su atención a la cabina del conductor, fulminándolo con la mirada.
Aunque en el momento lo tuve no era una persona asustadiza; mi madre y Max me enseñaron a defender mi femineidad, asique ha lo único que temí en ese momento fue al posible futuro dolor que me ocasionaría aquel hombre que estaba dentro del auto.
Cuando logré quitarla del camino el auto avanzó, pues detrás de él había un coro de bocinas que desde un principio habían acompañado la furia de Max. En ese momento sentí la presencia de unos ojos que me observaban desde la parte trasera de la cabina, es posible que me lo estuviera imaginando, después de todo recibimos miradas de todas partes. Sin pasar inadvertida, Max les dedicó una última mirada asesina, —tanto como si pudiera atravesar como un cuchillo—, al mismo tiempo se pasaba el pulgar por el cuello terminando por señalarlos.
Ahora me río, pero ayer estaba súper asustada.
Encontré el diario íntimo y lo abrí con la pequeña llave que colgaba de mi cuello, «infantil» diría, pero me gustaba los garabatos y forma que tenía: un corazón atravesado por una llave con apariencia de flecha.
Leí las páginas sin rumbo concreto.
«Mi piel es mi prisión, mi corazón mi captor».
Sonreí.
«El captor está encerrado dentro de su propia jaula».
Me levanté y camine hacia el balcón, abrí la puerta corrediza y aspiré profundo el delicioso aroma matutino. Volví mi atención sobre mi diario íntimo y contuve una risita al leer.
«Doce años: recibí mi primer beso»
Como olvidarlo si por poco me parte la cara.
Me dirigía hacia los baños de damas, por suerte el receso dio su claro comienzo con el sonido de la campana, en otras palabras: no me castigarían por salir al baño en horas de clase. Mi falda plisada de color negro se movía a causa de mis pequeños saltitos entusiasmada, iba tan enfrascada en mis pensamientos que no noté cuando el grupo de chicos de último año salieron como gallinas con puerta abierta. La multitud que me atravesó logro esquivarme, pero siempre está el distraído «como yo» que no mira por dónde va.
Voltee hacia la puerta y lo siguiente que ví fue una luz seguida de un profundo dolor de cabeza y ardor en mis labios. No me di cuenta que están en el suelo hasta que una de mis compañeras corrió para ayudarme a ponerme de pies.
Miré al chico de ojos verdes y risos dorados que estaba tirando en el suelo, al igual que yo con los labios partidos y una mancha roja en la frente.
—Tremendo beso Faustino—, río uno de los muchos chicos que me había empujado cuando salieron del interior del curso.
Si Faustino tenía las mejillas tan rojas como las de un tomate, no quería saber cómo me veía yo.
Ahí mi primer beso, que romántico.
Reposé los brazos sobre los barrotes y suspiré suavemente. Después de que terminé la primaria nunca más volví a ver a Faustino, pero nunca olvidé ese beso. Reí por lo bajo jugando en un vaivén con el cuaderno entre mis manos, mientras observaba a mis ancestrales vecinos quienes se encontraban en una plácida mañana de Té. De repente el cuaderno se resbaló de entre mis dedos y cayó.
—¡Rayos!
Me incliné en cámara rápida observando cómo el pequeño cuadrado yacía cerrado. Otro suspiro abandonó mis labios y recliné todo mi cuerpo para atrás observando el cielo azul que lentamente comenzaba a opacarse por oscuras nubes grises. Una extraña sensación se había apoderado de mi está mañana, no sé por qué, pero ahí estaba clavada en mi pecho infundiendo inseguridad, aún sintiéndolo todo el tiempo hoy estaba un poco más alta de lo normal.
—¡Flor de Loto! ¡Ya está listo el desayuno! —grito mí madre desde el primer piso. Sonreí, incorporándome para dirigirme rumbo a las escaleras.
Flor de loto, fue el seudónimo que mi madre me dio haciendo honor a la canción Lotus de Christina Aguilera; seguir viviendo después de cualquier tormenta. Mi madre siempre me dio razones para seguir adelante sin bajar los brazos, le debía mucho.
Bajando las escaleras no presté mucha atención al camino y terminé tropezando con un pequeño plato de plástico que reposaba clandestinamente debajo del umbral de la puerta qué dividía el living de la cocina. Cerré los ojos conteniendo un gemido en el interior de mi pecho, tome un poco de aire con dificultad y sonreí forzadamente para no matar a la mujer que estaba dándome la espalda, muy concentrada limpiando el mármol de la cocina. A Victoria le fascinaban los gatos, en especial los callejeros, encontrar platos de alimento repartidos por cada esquina de la casa. No era la primera ni la última vez qué mis dedos se cobran con dolor su fascinación.
¿Por qué no los pone en otro lado? Lo menos que podría hacer es dejarlos en un solo lugar donde no le hará daño a nadie. Cojeando logré llegar a uno de los taburetes frente a la isla de la cocina que usábamos para comer, el desayuno de hoy consistía en un aromático Té verde dulce y unas tostadas untada con mantequilla. No había palabras para decir, más que; Delicioso.
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