Piel De Cristal (Libro 1)
Cuando era pequeña nunca me imaginé cuánto sería el anhelo por sentir el roce de un hombre. Era como una niña que no podía ver el sol, a oscuras del mundo real; pensaba y actuaba como niña, sin noción de las ambiciones que el futuro conllevaría. Después de todo nacimos con la necesidad de amar y ser amados.
Mi piel fue el dulce captor que reprimió mis deseosas ansias por vivir como cualquier chica de mi edad querría; nada de fiestas mixtas o acercarme demasiado a los chicos, y principalmente nada de contacto físico, nunca, eso estaba legal mente prohibido. Odiaba las reglas aún cuando estás servían para mantenerme segura.
Solo me preguntaba ¿Cuándo comenzaría a vivir? Porque, a pesar de estar viva, no vivía de verdad. O eso pensé hasta que él apareció y todo en mi vida despertó de la oscuridad en la que vivió.
...★...
Nacer pudo haber sido una condena para mí, pero no me dolía pensar así —tuve esos ataques de crisis existencial—, a mi madre adoptiva le dolía que yo pensara así ¿Por qué a todo el mundo le duele pensar así?
—Dile que la amas—, repetí mientras las lágrimas se deslizaban por mis mejillas y el almohadón de mi cama servía de consuelo.
Sí, esa era yo en mis dieciséis años.
¿La razón?
No puedo tocar a los hombres.
Extendí mi mano hacia la pantalla de la tableta —con la película de orgullo y prejuicio—, con la idea de sentir el roce de su piel, el calor de un hombre. Al final terminaba sonrojada como un tomate.
Tuve esos arranques de emocionales encontradas en cada película romántica, que vergüenza. El hecho de que las películas fueran una mentira también me afectaba, siendo mi terapia y el cable a tierra que mi corazón necesitaba de vez en cuando. El piano también fue una gran terapia qué con el tiempo logré desarrollar bien, me fascinaba interpretar a Faouzia. Pese a gustarme terminé por abandonarlo con la escusa de que me complicaba las visitas al hospital, cuando en realidad me producía una profunda sensación de nostalgia «nunca se lo dije a nadie». Fue la escusa perfecta.
Siempre me pregunto si eso tuvo algo que ver con mi pasado, mi madre adoptiva no me cuenta demasiado sobre ello. Según piensa qué desarrollaré algún tipo de apego por la cultura en la que nací y que me vi obligada a despegarme después de cumplir cuatro años. Aún siendo pequeña tengo escasos recuerdos —aunque suena imposible—, de mi legítimo padre. Pensar en él llena mi pecho con un calor agradable y del cual siempre agradezco, en mi interior siento que fue un buen padre, a pesar de estar muerto.
Sabrina Blue era mi madre adoptiva y la mujer que se encariño conmigo, terminando por traerme a París consigo. La amaba. Corrijo. La amo, por todo lo que hizo y hace por mí. Me dijo que mi madre había muerto al darme a luz y que mi padre la siguió después de tres años.
«Supongo que no todos sobrellevamos el duelo de la misma manera, los corazones pueden romperse» Esas fueron sus palabras.
Mi verdadero padre murió de un corazón roto, porque yo no pude rellenar el vacío que su esposa —mi verdadera madre—, dejó. Nada me dolió más que saber que no fui suficiente para él, aún cuando mi madre me dijo que no era así, que no fue ni era mi culpa.
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