Piba, siguió esperando que Rigoberto Mustafá, le apareciera de pronto, en la puerta de dos hojas, con los brazos apoyados y su rostro en sus manos, todo juvenil, aunque ya es treintañero, es simpático y parece de menos edad, lo que a ella le agrada, pues parece de 25, la edad que ella tiene. Rigo es además muy cabelludo, barba llena, se mantiene bien rasurado y los bigotes medianos, bien cortados. Lo ve pasar una vez a la semana, al barbero don Santiago, que lo sabe todo, por lo menos de los hombres, sus mañas y amoríos, comentados por sus clientes masculinos, pues casi no hay mujer que se anime a ir a ese ambiente machista al cien por cien. Ella, que es amiga de don Santiago, quisiera ir allí y hablar con él, preguntarle si sabe algo. Pero qué tontería, está divagando, esto es absurdo, detenerse así, dejando a un lado su intención inicial de evitar un daño mayor a esa historia que conoce bien, y quizá el barbero la sabe, no deberá atar los cabos, quizá ya lo hila y desata. Doña Genoveva se molestaría saber, que entre esas cuestiones del matrimonio casi forzado entre Olivita Vera y Dagoberto, hay unas páginas, las más centrales del caso, en los estrados judiciales. Por ahora, es un enjambre de situaciones e individuos casi familiares.
Sucede que, vamos, dilo de una vez Piba, o permíteme ayudarte a recordarlo:
Sí, Don Rigoberto Mustafá padre, fue padrastro temporal de Piba. Hizo suya a la madre de Piba cuando ella tenía seis años, pues Dalila Montesclaros, había quedado sin marido, y con esa niña a cuestas, en una familia, en cuya cabeza estaba, también sola, la señorita Genoveva Montesclaros. Habían muerto los padres de ambas hermanas, de una fuerte fiebre de la malaria, en los viajes por el río Amazonas, en cuanto trabajaba don Armando Montesclaros con el caucho extraído de las selvas para los envíos a Londres, centro principal de la revolución industrial. Ese de don Armando Montesclaros, era ya un hombre acaudalado, tenía casas en varios pueblos de las selvas de Bolivia y sociedad con los caucheros de Brasil y el Perú, gozando inclusive de tierras ganaderas por la región pampeana al borde de las montañas de los Andes. Así, se hizo, de los papeles de un amplio sector de las praderas próximas a los poblados de Reyes y San Borja, una región ampliamente ganadera, sustentada inclusive por presidentes de la República, que ponían sus dineros en manos de estos ganaderos de la talla de los Montesclaros, cabalmente un viejo carcamán del partido liberal de aquellos tiempos. Es así que, la señorita Genoveva Montesclaros, quedó con todos los papeles de esa descomunal región ganadera, pues, su padre habilitaba en el extractivismo de la quinina, aquella corteza del árbol de la quina, utilizada para el remedio contra la malaria, y el floreciente negocio del caucho, para la fabricación de neumáticos para autos, motocicletas y bicicletas y cualquier producto que precisare Goma elástica, como guantes, tapas de medicamentos, abrigos contra la lluvia y lo mejor de la revolución industrial que estaba sucediendo en Europa y los documentos iban a manos de los Montesclaros, y esos dineros eran guardados celosamente en las bóvedas del Banco Central de Bolivia.
Lo que se comentaba que habían heredado las dos jóvenes Montesclaros, era un fascinante despliegue de sueños varoniles por el dominio del poder económico de las herederas. Pero esa situación era difícil de dominar: Dalila había tenido un fracaso serio: se juntó, apenas así de sencillo: se juntó, pese a las molestias de su hermana mayor, para que se case con Jerónimo De las Casas, un hábil farmacéutico español, asentado en La Paz, que pasó una vez por Trinidad y de una sola ojeada enamoró a Dalila Montesclaros. La volvió loca por él, era pues muy guapo y ella linda muchacha, pero él tenía mujer española que pronto llegó a Sudamérica tras el laboratorista, que dio todos los pasos para atrás y la abandonó, (después de varios meses de un gran casamiento en la casona) pese a las garantías económicas prometidas por Genoveva, con tal que se encargara de hacer una familia allí en el Beni, con su hermana, brindando amor a la niña recién nacida, a los pocos meses de aquella unión religiosa y civil casi forzosa de la pareja.
El españolito, no pudo animarse a plantear el divorcio español, alegando que esa mujer vivía en España y ese matrimonio en Bolivia era válido. Y se fue cuando la española vino a La Paz y le emplazó sus obligaciones maritales.
Así entonces, Dalila, cotizada muchacha de Trinidad, quedó abandonada y con una hija sin padre.
Es cuando aparece por el pedazo, el borjano, don Rigoberto Mustafá, con un hijo -sin madre-, de unos cinco años, llamado igual que él y se apega a Dalila, un tanto por esos motivos, pero más por abrir los ojos a tiempo y darse cuenta de la riqueza que había en esas pampas y praderas, de bosques de palmeras y lagos que hay en la provincia.
No fue más, Dalila creyó que su vida se compondría, la relación duró muy poco, unos siete años, pero los espacios entre esos años, valía por unos tres, pues el saldo, el hombre paraba redoblando la fortuna ganadera, pues habían firmado con la señorita Genoveva Montesclaros, un acuerdo para manejo de la reproducción vacuna y caballar, al partido.
De esas tantas vacas y tan fecundas, saldría una ganadería sin igual, pues habían juntado razas muy adaptables a los pastizales naturales, tan extensos y fértiles.
Entonces la señorita Genoveva, puso coto a los supuestos abusos de confianza, que don Rigoberto Mustafá padre, había hecho, evadiendo declaraciones de cantidades estimables, que él solamente manejaba, apoyado por notarios o tinterillos bien pagados para el efecto.
Esa fricción acabó por dejar nuevamente a Dalila Montesclaros abandonada.
La guapa señorita Genoveva no era hueso de roer. Ningún perro se aproximaba de ella con malas intenciones. Digo de los perros de verdad, pues sin precisarlo, andaba con un bastón de su padre, fino objeto, que en el puño ostentaba un brillante, y tenía en la punta, donde topaba al suelo, una especie de clavija, brutal para un golpe en las canillas o donde se quiera que diera el impacto, arrancaba carne y hería hasta el hueso. Genoveva, apenas con treinta años ya lo llevaba donde iba. Si era a misa, a cualquiera de las horas, no lo olvidaba, pues según ella, no faltaría un borrachín que al retorno de las misas nocturnas, podía querer faltarle el respeto. Era, ya dijimos, muy guapa, blanca, de piel de seda, cuerpo espléndido, aunque tapado por completo: vestía de negro desde la muerte de sus padres y los velos italianos y españoles le quedaban muy bien. Parecía una dama de aquellas del viejo mundo.
— Que nadie se atreva a ponerme la mano... – remarcaba – No soy mujer para ningún hombre. Si no los tuve hasta los veinte años, no lo tendré jamás, no es porque no me miren, no me gusten o no les guste yo. Es porque, no voy a compartir lo que dejó mi padre.
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