Elizabeth divisó a lo lejos el estandarte real, a medida que se acercaban pudo distinguir apenas algunos soldados que custodiaban un carruaje. Al verlos llegar a las puertas del Castillo Rivers quiso llorar y escapar de aquel lugar, se repitió que era imposible, su destino ya estaba sellado debido al peligro que corría su familia y parientes. Debía pensar en algo astuto y simple para poder librarse del anillo matrimonial.
Su doncella Beth la vino a buscar para conducirla al salón principal. Se miró al espejo y recordó las veces en que su padre le repetía que era la chica más hermosa del reino y que ella era su mayor orgullo y alegría. Respiró profundo y salió de sus aposentos.
—Hija mía, hoy te ves realmente hermosa, el Rey va a quedar arrebatado por tu belleza– exclamó entusiasmada la reina viuda— No olviden sonreír y mostrarse orgullosas hijas mías, son hijas de reyes, tampoco olviden que los Tudor son inferiores a ustedes en linaje.
Elizabeth Woodville estaba cerca de la puerta, aguardando que el criado la abriera. Cinco pasos atrás estaban las princesas ubicadas por orden de nacimiento en fila. Cecily deliberadamente se ubicó un paso más adelante para ser vista con más claridad.
*
La puerta se abrió, entró una mujer mayor de unos cincuenta años y luego, apareció un hombre de 1,85 cm de estatura, veintiséis años de edad justos, cabello rojizo oscuro con algunos rizos que destacaban más gracias a la corona, ojos azules casi celestes, rostro alargado de tez blanca que era rodeado con la amplia barba. Llevaba camisa de terciopelo color negro junto con una capa hasta las pantorrillas de color rojo. El traje sacaba a relucir su escultural cuerpo. Henry Tudor, sin duda, era un espectáculo de atributos que cualquier mujer podía disfrutar y sentirse afortunada de tenerlo como esposo.
Todas en la sala se inclinaron ante el rey, con excepción de una… que captó inmediatamente la atención del monarca.
— Buenos días, Su Alteza Real… Princesa Elizabeth— exclamó el rey acercándose un poco a ella y mirándola a los ojos.
—Buen día, Su Real Majestad— respondió Elizabeth inclinándose pero sin bajar su firme mirada.
—Bienvenido Su Majestad, es honor tenerlo aquí — la reina viuda le ofreció una copa de vino de Borgoña— Lady Margaret sea bienvenida al Castillo Rivers.
—Gracias. No sabía que eran tantas las princesas York. Ha sido bendecida con una amplia descendencia yorkista — respondió fríamente Lady Margaret.
Mientras sostenía bebía de la copa, los ojos de Henry estaban fijos en su futura esposa. Si bien, todas las hermanas tenían una belleza innegable, Elizabeth sobrepasaba a todas. Era más alta que el resto, media más de 1,70 cm, había cumplido veintiún años hace poco, tenía el rostro redondo, pero bastante proporcionado y agraciado, de tez blanca con las mejillas levemente rosadas, su hermoso cabello cobrizo intenso era lo que la diferenciaba de sus hermanas que eran todas rubias y sus ojos eran de un brillante azul oscuro similar al inmenso océano. Ese vestido calipso que llevaba le sentaba de maravilla y hacía destacar su esbelta figura con curvas y, su perfecto y proporcionado busto. Una sencilla tiara de diamantes decoraba su cabello largo y suelto.
Decir que el rey estaba hipnotizado por la mujer que tenía ante sus ojos no era suficiente, pues las sensaciones que experimentaba dentro de sí lo tenían embelesado y confundido; desde el momento en que la tuvo ante él la deseó, se prometió que la haría suya. La visualizó desnuda en su cama, vibrando de la satisfacción que él le diera en sus investidas y gritando su nombre en medio de jadeos.
—Deseo tener una audiencia a solas con la Princesa Elizabeth. Rogaría a la reina viuda, me lo permita… Mi lady madre, por favor — ordenó el Rey.
Elizabeth se puso tensa cuando vio que se quedó a solas con el monarca, a pesar de eso decidió mostrarse firme, sin titubeos y no dejarse avasallar.
—Por fin, solos tú y yo. Creo que es mejor dejar los protocolos entre nosotros para poder entendernos— Henry se acercó para acortar la distancia y así poder observar su rostro con más claridad.
— El soberano tiene razón, pienso que es necesario que dejemos de fingir y sacarnos las máscaras.
—Sabía que eras petulante— sonrió con malicia —Vayamos a lo que interesa: nuestra unión ya está decidida, pronto yo tendré a mi esposa, Inglaterra, a su reina y tú conservarás tu honor intacto.— Henry caminó alrededor de la princesa sin quitarle los ojos de encima.
—Su Majestad comete un error… mi honor está intacto. No sé si puedo decir lo mismo de quien obtuvo el trono, asesinando a un rey legítimo, ¿No lo cree usted? —. Elizabeth juntó las cejas con una expresión de seriedad impávida.
La cara del rey se transformó por la ira, tensó los labios por el enojo y con brusquedad agarró el brazo de Elizabeth y la acercó a él, quedando apenas unos centímetros entre los dos. Pudo notar como sus pechos chocaban contra sus pectorales, el corazón de ella latía fuerte, al igual que el suyo. Observó sus expresivos ojos azules, brillantes, que podían hechizar hasta el más insensible de los hombres. Elizabeth se movió en vano para soltarse, pues él la sujetó con más fuerza.
—Escúchame, mujer insolente, te podría mandar a decapitar por lo que acabas de decir. Nos casaremos como se acordó, le daremos a Inglaterra la unión de las casas reales y nos sentaremos en él trono para reinar, tal como se fijó.
—¿Piensa que tengo miedo? Está muy equivocado. Aunque tiene razón, este matrimonio solo será un trato, seremos rey y reina, no marido y mujer; mostraremos la farsa de la pareja real unida al reino, pero en privado cada uno tendrá su vida por separado. No obstante, este trato tendrá fin cuando en Inglaterra haya paz y estabilidad.
—¿A qué te refieres con eso que "tendrá fin"? Sabes que el matrimonio es para siempre. No tienes ninguna salida que casarte conmigo y ser mi esposa hasta el final de tus días
—No necesariamente. A su debido tiempo sabrá la razón. Siempre hay una solución, incluso en las peores situaciones.
—Está bien. Solo que respecto a que no seremos marido y mujer, lo discutiremos después, querida Elizabeth. No creas que no haré valer mis derechos como tu marido ya casado. Nunca una mujer se ha negado a mí.
—No, Su Majestad. Ya es un hecho. Jamás voy a ser suya
Él volvió a sujetarla del brazo para atraerla a sí mismo. Hasta casi podía sentir el aliento agitado de la dama, era evidente que había una acumulación de rabia en su interior. Henry acercó su boca para besarla, sin embargo, ella entró los labios lo más que me le dieron las fuerzas, a él le hizo gracia el gesto y se limitó a llevar su nariz hacia el cabello que emanaba un embriagador aroma a rosas.
Elizabeth tuvo que admitir que su cercanía la ponía nerviosa y confundida, pues era primera vez que tenía a un hombre tan próximo y, debía empezar acostumbrarse a esa realidad. Pensó que jamás podría desarrollar sentimientos hacia Henry Tudor, él era su enemigo y se casaba para poder vengarse. Aún así, reconoció que su futuro marido estaba lejos de ser un hombre horrible. Tenía un rostro varonil de hermosas facciones, labios gruesos y brillantes, sus ojos eran grandes con amplias pestañas. Cualquier mujer se podía sentir atraída por él. Pero Elizabeth no era el caso, no sabía lo que era amar, tampoco lo descubriría en este matrimonio; era consciente que su enlace era asunto de Estado, más no en las actuales circunstancias.
La soltó, de lo contrario, no se habría resistido a besarla. Luego, le estiró caballerosamente la mano…
—Anunciemos a nuestras familias entonces que nos casaremos en una semana — dijo Henry sonriendo.
—Tenemos un trato, Su Majestad — afirmó Elizabeth con ironía.
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